Me ha sido
imposible dar con la portada de Locuras
de carnaval en Caro Raggio, edición del 73. No la tienen ni en la
propia editorial. La última portada decente es de 1952, de la editorial
Dólar, reedición de la que había publicado Espasa-Calpe en 1937. No se volvió a
publicar hasta 1973, en la magna edición de Caro Raggio, y desde entonces ha
ido en el catálogo del Club internacional del libro, que es algo así como una empresa
de libros al peso. La última que controlo es de una editora de temática madrileñista,
Trigo ediciones, de 2010.
Esta tercera parte de La juventud perdida es, pues, uno de los
libros más recónditos de Baroja. La crítica tampoco ha colaborado mucho, a
pesar de las advertencias de Julio Caro en la página que le dedica en la Guía de Pío Baroja, en las que se queda
corto hablando del “gran interés” que tiene esta obra. Pero incluso Antonio
Elorza, en el prólogo al tomo X de las Obras
Completas que dirigió Mainer, que es donde la he leído, la cita muy por
encima e incluso comete un error: no son cuatro las historias que incluye sino
cinco, seguramente porque Antonio Elorza leyó la versión censurada, que había
prescindido de una de las mejores, Los
sacrificados, “censurada y prohibida”. Afortunadamente, estas Obras Completas sí la incluyen.
La selección “mecánica y rutinaria”
de las obras de Baroja, como decía don Julio, ha hecho que libros como este
hayan quedado en un limbo editorial casi invisible. Y su interés no se reduce a
esa melancólica mirada a tiempos pasados. Una buena introducción crítica de
este libro tendría muchos pitos que tocar.
Por ejemplo, el biográfico. Baroja
la terminó en 1935, “fecha clave para él”, dice Julio Caro, “porque poco antes
había muerto su madre”. Se nota el dolor, ya lo creo que se nota. Casi todas
son de una tristeza fría, que es la que de veras emociona. Uno se apiada o
siente rechazo hacia personajes reducidos a los decepcionantes resúmenes de su
existencia. Hasta el sarcasmo sentencioso parece nacido del mal humor, no de
las ganas de ser gracioso. Baroja tenía 63 años. Veinte años después aún
firmaría alguna novedad ya desmigajada, pero los barojianistas solo discuten si
para entonces era muy viejo o demasiado viejo, Mainer a la cabeza, quien data
la entrada en la senectud cuando tenía cuarenta años, al menos la de ese “fondo
sentimental” que tanto cita.
Yo voy a dejar ese juego porque cada
nuevo libro me resulta por lo menos tan interesante como el anterior, y esta
trilogía de La juventud perdida me deja
un sabor excelente, incluido el cuaderno del cura de Monleón. En el caso de Locuras de carnaval, su condición de libro de novelas cortas
independientes (con algún personaje de unas que figura mencionado en otras) nos
devuelve al placer de aquellos relatos que reunió en libros como Los caminos del mundo, de la serie de
Aviraneta, o, sobre todo, el magnífico La ruta del aventurero. Además de pasarlo de lo lindo, aquellos libros tenían,
como ahora Locuras de carnaval, el interés
añadido del taller de pruebas, porque en ocasiones variaba entre ellos más la
técnica que el argumento, pero esa variación era más que suficiente para disfrutarlo.
Aquí, por ejemplo, comprime más o menos el relato, cambia el punto de vista, el
tiempo, el narrador, de un modo que a los entusiastas de la heterodiégesis les
haría un nudo en los conceptos.
El interés crece cuando uno se
entera de que, a pesar de terminarla en 1935, se publicó, en diferentes
folletines de cinco entregas cada uno, entre ese año y el siguiente, lo que
lleva a pensar que, aunque tuviera todo el material terminado antes de su
publicación, el carácter seriado habría determinado su escritura, como así es.
Era una entrega de unos cuatro folios actuales cada semana. Los amantes de la
entomología ya pueden escribir un artículo buscando de qué modo afectó eso a la
composición.
Hay mucho pienso académico sin tocar
en este libro, desde luego, y no solo para barojianistas. Yo doy por hecho, por
ejemplo, que los especialistas en Camilo José Cela ya habrán publicado y citado
en docenas de notas a pie de página que en el prólogo de Un dandy comunista ya está el tono, el estilo, el tempo y el humor
de La colmena. Venimos observando
desde finales de los años veinte una prosa que muchas veces, a ráfagas, nos
trae el estilo de Cela. Se hizo evidente aquello en La familia de Errotacho, y algunas otras veces que he ido apuntando
con el lápiz en los márgenes. Pero lo de Locuras
de carnaval es la prueba decisiva. Cela sacó de aquí La colmena, no de Manhattan Transfer. Puedo discutirlo con quien
quiera.
Locuras
de carnaval
La primera de las cinco historias,
la que da nombre al volumen, es un alarde de plano-secuencia, la narración como
descripción no de hechos sino de situaciones, unas parejas que van al baile de
la Zarzuela, los amigos Isasi y el viudo Dorronsoro, el paseo, el colmado, el
baile, el encuentro con la actriz Elvira Medrano, la cogorza que se agarran los
caballeros, estúpida y tumultuosa, de gente que no sabe beber, y la aparición,
apoteósica, de El Estudiante, que como se desliza como una fuina le roba a la
Medrano el collar de perlas, con el consiguiente jaleo cochambroso del fin de
fiesta, con mujeres que esperaban de la cita algo más que un maromo al que hay
que llevar borracho a casa. Aparece también por allí La bella Charito, detalle
suficiente para datar los hechos en los mismos años que sirvieron de modelo
para escribir Silvestre Paradox, o
sea en la frontera de los siglos.
Este Estudiante viene a ser una
mezcla del malvado Salvador que se encontraba siempre Aviraneta por París, un
tipo siniestro, amarillo, y el capitán Ignacio Embid, un hombre acostumbrado a
fracasar y a cometer delitos, que no es condescendiente ni consigo mismo ni con
los demás y pasa por los asuntos de moral con un leve encogimiento de hombros. Después
de resumirnos la divertida historia de sus andanzas, el Estudiante anuncia que
se va a ir a un convento, y remata: “No sé si me haré un místico o robaré la
caja”.
Hay
más personajes así en este libro. Golfín, por ejemplo, hijo del Golfín de Las Noches del Buen Retiro, novela con
la que aquí hay bastantes coincidencias. Ya celebrábamos allí esa otro
espléndido plano-secuencia de la ópera en el Teatro Real. Con esos dos fragmentos ya tenemos bastante
para justificar todo el realismo objetivo que vendría después. A mí lo que me
atrae, sin embargo, no es eso, sino cómo mueve la cámara, cómo se ríen los
personajes, con qué pocas palabras nos mete Baroja, sin decirnos directamente
casi nada, en el fondo de sus corazones. Todo suena a fracaso, a desperdicio,
pero uno no tiene que soportar discursos morales: ves pasar a la gente, ingenua
y torpe, bienintencionada y ceniza, pobres hombres y pobres mujeres, algunas,
sin embargo, como la Mercedes, creo recordar, que es la que acompaña a
Dorronsoro a casa, con más conocimiento que todos los hombres juntos, y que
reaparecerá, con otro nombre, en la historia de Golfín.
Un dandy comunista.
La presentación del licenciado
Latorre, corrector de pruebas, escrita en presente, es ya, como decía, un
pasaje de La Colmena. Este licenciado
escribe notas sobre el padrón del edificio donde vive, en la calle del Pez, que
más parece del Percebe. “De la literatura del licenciado no se podría sacar un
detalle real y auténtico; de sus notas, sí”, dice el narrador que traslada esas
notas al pasado. Es una de las muchas reflexiones de poética que va
desperdigando Baroja por el libro, como aquella crítica que al principio le
hacía, en un tren, como corresponde, una señora al autor: “Se me figura”, le
decía, “que prepara usted un escenario romántico con sus bastidores, y que
luego cuenta usted un sucedido vulgar y corriente”. Sí, las notas
de lo vulgar y corriente podrían ser la estética de estas historias.
Lo del narrador dará unas cuantas
vueltas. Primero cuenta el narrador, luego es Latorre y sus notas, después
Latorre en pasado y en primera persona, y más tarde, sin más explicaciones, en
la página 1088, cambia otra vez a la tercera. Latorre pinta un fondo muy
poblado, los vecinos que se arremolinan en torno al restaurante de Pastelillos
como luego lo harán otros con el café de doña Rosa, con su punto divertido y
popular, hasta que aparece el protagonista de la historia, Adolfo Santovenia,
un superhombre del tipo de Quintín,
el de La feria de los discretos. Adolfo se dedica a vivir su vida, “como decían
los ibsenianos”, y no tiene escrúpulos para liarse con su tía, La Ángeles,
mujer del señor Fabián, un contratista asturiano que lo ha acogido en su casa. De
allí lo echan y luego se entiende con sus primas, la Sole y la Paqui, se pelea
con su primo Marianito, por más que la madre de él y de ellas, la Pepa, no le
dé mucha importancia.
¿Está Baroja recordando aquellas
juventudes sin rumbo, avariciosas en su ignorancia, o está bordando en un
cañamazo antiguo sus críticas a una moral reciente? No sé. La cantidad de
arribistas sin escrúpulos que pueblan estas páginas invita a considerarlo, pero
también los ejemplos de depravación y de algo que Baroja no tragaba: la
indiferencia dentro de las propias familias, el egoísmo descarnado, la falta de
principios. El propio Adolfo es un marxista-oportunista de cuidado, no tan listo
como para que el farsante Panchito lo meta en un lío que termine con sus huesos
en la cárcel. Pero lo más importante de él es el poco respeto que se tiene a sí
mismo y a los demás. Son sujetos indignos, que si no estuviesen rodeados de la
bullente algarabía de los personajes resultarían algo patéticos, como pasados
de rosca.
Los cínifes
La densidad narrativa va cambiando según
la historia. De esos demorados planos-secuencia (que en el fondo proceden del
naturalismo, pero darían mucho de sí) podemos pasar al relato-argumento, a la
descripción no de escenas sino de hechos, no de personajes sino de sucintas
biografías. El arco de posibilidades del te
voy a contar es muy amplio, pero la esencia del cuento es esa, de modo que
no tiene por qué ser un defecto el argumento puro, lo irresumible, porque así
contamos también muchas veces las cosas. Es más, es la manera natural de
contar. Debería averiguar si la costumbre de dictar sus novelas es anterior a
la de sus tiempos en París. Mainer habla un poco despectivamente de que Baroja
dictó esas novelas “a secretarias ocasionales”, algo que siempre redunda en mayor
densidad narrativa, pero que no tiene que ser malo, todo lo contrario.
Los
cínifes es, pues, la historia de Golfín hijo, un cínico con mala suerte.
Baroja se entretiene más que en otros relatos de este libro en la
caracterización moral del personaje. A Adolfo, pero sobre todo a Dorronsoro y
compañía, los veíamos actuar. Aquí Baroja nos dice cómo era Golfín y nos da
ejemplos que lo demuestran. “Nadie pudo saber cuáles eran sus opiniones
políticas. A veces hablaba como republicano, y otras como absolutista”. “Era un
cínico que se consideraba interiormente vencido, fracasado. Tenía ansia de
mandar, de lucir. había sido en su juventud un falso revolucionario, un falso
anarquista. Ahora evolucionaba y quería ser un gran señor”. “La mayoría eran
vulgares, sin talento, y, sin embargo, acertaban y triunfaban. Y él, en cambio,
inteligente, ingenioso, escritor perfilado, iba de tumbo en tumbo”. Etcétera.
El amargor del fracaso había sido un
tema generacional. Me estoy acordando ahora del Teófilo de Pérez de Ayala, por
no hablar de la leprosería de Cansinos Assens y del catálogo de famosos
miserables. Pero el caso de Golfín no es exactamente el del bohemio. Es igual
de retorcido que todos los bohemios de Baroja, pero es un pobre hombre. Un
amigo triunfador, Pepe Valdés, le da una oportunidad de medrar al amparo del
dictador Primo de Rivera (con quien asiste en Barcelona a un espectáculo ¡de
mujeres desnudas!), y consigue un puesto de gobernador de provincias. Golfín no
sabe lo que hace y se tiene que ir del pueblo, y al amigo se lo paga delatándolo,
aunque tiene que soportar esa humillación tan afilada por parte de quien descubre
la inofensiva traición de un piernas insignificante.
Golfín tiene a mano varios tipos de
salvación, por la vía criminal con su amigo Valdés o por la vía civil con la
cantante Pura Doni, el modelo de mujer que Baroja salva siempre de la quema:
natural y firme, clara y decidida, con la cabeza en su sitio y pocas ganas de
aguantar maromos, sobre todo después de que Golfín comete el error trágico de
abandonarla. La Pura, madre soltera, sabe buscarse un hueco en el mundo del
espectáculo, ser respetada y aplaudida, mantener su integridad moral a salvo y
pescar un buen partido antes de que las arrugas llenen el escenario de
patetismo. Lo tiene muy claro pero nunca pierde la ingenuidad que la llevó
hasta Golfín. Hay muchas así en estas últimas novelas de Baroja. Desde la
Concha de Las noches del Buen Retiro
hasta las otras Conchas que aparecen aquí. Son todas de la estirpe de la gran María
Aracil, la mujer con la que Baroja no parece haber dejado nunca de soñar.
Los sacrificados
En su anatomía del arribismo como
trampolín para el fracaso, Baroja no se olvida de las víctimas. Vivimos en un
mundo de cínicos y desalmados y solo una voluntad fuerte lo puede soportar. La bondad
no basta. La bondad es otro fracaso todavía más cruel, porque es un fracaso sin
culpa, el triste papel secundario en la tragedia de los otros. Baroja gira el
foco y ahora el secundario será Luis, el jovencito perdis que despluma a la
familia, y el protagonista será Enrique, el pobre hombre, el que hizo lo que la
moral dictaba, y así le fue.
Es magnífica esta novelita. No me
extraña que la censura la prohibiese. Además forma parte de ese subgrupo tan
interesante de las novelas pintadas, de los personajes pintores, de los colores
vivos, de los fondos umbríos. De hecho el prólogo de la novela, el marco de la
historia, que ya de por sí daría sin problemas para una novela, es,
proporcionalmente, largo con arreglo a la historia que lleva dentro. Se trata
de que Baroja, “hace treinta y tantos años”, vio a un pintor de cementerios, un
artista honesto y mediocre, que se ganaba su vida y la de su hijo pintando postales,
menudencias, baratijas, cuando él hubiera querido pintar grandes paisajes y
cuadros de tema. El pintor ha fracasado pero no por ello ha envenenado su
carácter; es más, ha encontrado un acomodo, no da sablazos y se gana los
garbanzos con la pintura. ¿Es eso fracasar?
El caso es que este hombre había
pintado un cuadro que no estaba mal, una pareja sentada en un banco, en el
cementerio. La novela es la historia de esa pareja, pero antes, para empezar,
Baroja nos ha regalado una emocionante descripción del oeste de Madrid,
emocionante por lo hermosa y porque encierra esa melancolía de quien recuerda
los paisajes de Camino de perfección,
cuando Ossorio, con una boina y un revólver, se echa al camino. Esa descripción
y el triste destino del pintor tiñen la historia de un tono apagado. Me imagino
sus cuadros como los de Regoyos, que a Baroja le gustaban más que los de
Sorolla.
La historia es que ni Mari Luz
Hinojosa ni Enrique García Heredia, que se aman desde niños, y de ellos fue
testigo y amparo el general Heredia, pueden casarse, la una porque cede a las
presiones egoístas de sus padres (y desoye los consejos de su hastiniano hermano Carlos), más
pendientes de asegurarse la vejez que de hacer feliz a su hija, y el otro
porque tiene que gastar todo su dinero para tapar las goteras que va dejando
por ahí su hermano Luis. Ella se casa, en matrimonio blanco, que ya es algo muy
siniestro, con don Pedro Pizarro, “viudo, enfermo y rico”, y él espera como
Florentino Ariza, pero sin darse tanta vida.
El final es tremendo. Es como
debería haber terminado El amor en los
tiempos del cólera para no dejar regusto empalagoso. En una novela de tono
triste, permanentemente desesperanzado, este final es un paso más en la desdicha,
y el toque final, que tanto me ha recordado al final de La senda dolorosa, una rúbrica de humor negro, un no somos nadie que Cela también imitaría, esta vez en una escena
de cementerio de San Camilo 36.
Lo más triste de que este magnífico
relato fuera censurado es que, si no lo hubiese sido, tampoco le habrían hecho
ningún caso.
A la alta escuela
El último relato me ha vuelto a
recordar a Maupassant, vertiente neurasténica. Es la relación, en argumento
puro, del ascenso y caída de Luis Ochoa Salazar, “hijo de un fabricante de
Bilbao, de familia linajuda”, que se obsesiona con una marquesa, la señora
Cardigan, esposa libertina de un marqués morfinómano. Es Concha y el marqués
amarillento de Las noches del Buen Retiro,
pero pintados con cuatro certeros trazos. Como Thierry, Luis se abandona al amor, esta
vez con asesinato del viejo de por medio, pero Baroja ha ido urdiendo una trama
de narradores, más bien testigos, confidentes, el doctor Recalde y el mayordomo
John Max, que llena la historia de Luis de bruma y lejanía, la anglifica, la
pinta de tinte oscuro.
El resultado, otra vez, dentro de un
esquema ya conocido, es imprevisible a fuerza de personajes que narran y
testifican, pero lo mejor es la reacción general cuando el asesinato se
destapa: todo el mundo se encoge de hombros, se encubren unos a otros
amablemente y aquí no ha pasado nada. La única víctima es Luis, que se vuelve
loco y, esta vez sin formalidades convenidas, en un arrebato de cólera, mata a
su padre. Baroja solo nos lo cuenta. No tiene el mal gusto de interpretarlo.
Gran libro, sí señor, un vivero de
ideas, de formas, de soluciones narrativas, pero un alarde también de cómo
resolver como quien lava un encargo para el periódico, darle a todo una sólida
coherencia temática y dejar, al menos, un par de novelas que deberían seguir en
activo.
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