Tan solo he leído los cinco fragmentosque publica El País de la versión en castellano contemporáneo del Quijote que ha escrito Andrés Trapiello,
suficiente para no interesarme, porque allí ya se adivina que Trapiello se ha
limitado a sustituir los arcaísmos con frases y palabras más o menos
corrientes, a dejar sus huellas dactilares y a romper sin miramientos la música
del original. Es decir, que huele a una versión disfrazada de original, a una
impostura.
Soy entusiasta defensor de las
traducciones. A todos esos meapilas que repiten aquello del pálido reflejo del original habría que
recordarles que un clásico habla siempre la lengua de nuestro tiempo, y que si
Virgilio ha tenido a lo largo de los siglos una hermosa prole de traductores
cuya última generación siempre sirve para que los lectores contemporáneos amen
al autor antiguo, no se entiende por qué no puede ocurrirle a Cervantes lo
mismo. De hecho le ocurre desde hace mucho tiempo, si bien se tiende a la adaptación, es decir, a la poda,
mientras que Trapiello no se ha dejado una línea.
En el mismo artículo, y como ejemplo
de lo hecho por Trapiello, se nombra, equivocadamente,
el libro de Charles y Mary Lamb Cuentos
de Shakespeare, el libro que, en efecto, han leído, desde el lejano
Romanticismo, generaciones de ingleses que o bien después conocieron sus obras
íntegras o bien ya siempre llevaron grabados en sus sentimientos a un buen
puñado de mitos. Los Lamb escribieron cuentos a cuyos héroes les pasaba lo
mismo que a los de Shakespeare, pero no cometieron la torpeza de reajustar el original porque entonces no
habrían surtido ningún efecto. Llevo usando ese libro en clase unos cuantos
años, desde que apareció la versión española, y es bueno porque son buenos los
cuentos, no porque estén escritos al pie de la letra.
No
basta con meter en el texto las notas a pie de página, que en el fondo es lo
que ha debido de hacer A.T. para victoria final de Francisco Rico, quien lleva
años asediando el texto, cultivando un ejército de ácaros eruditos que de momento
se posaban como cagaditas de ratón en la limpia prosa de Cervantes, y que ahora
ya se la han comido. Da la sensación de que el mismo Rico le haya encargado
unos trabajos de escribanía con la vaga promesa de un sillón en la Academia.
Yo
sí soy partidario de escribir una versión moderna del Quijote, pero no así. Quien abrió la senda buena fue Edith
Grossman, en 2003, cuando publicó una traducción del Quijote con un inglés del
siglo XXI, sin barnices arcaizantes. Fue un gran éxito de ventas en Estados
Unidos, y sirvió para una de esas humoradas narcisistas de García Márquez,
cuyas obras también había traducido Grossman: “Me han dicho que me pones los
cuernos con Cervantes”, le dijo. El primer párrafo se podría traducir del
inglés más o menos así:
En un
lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un
caballero de esos que tienen una lanza y un escudo antiguo en una percha y que
guardan un caballo flaco y un galgo corredor. Un cocido de vez en cuando, la ternera
más frecuente que el cordero, un revuelto casi cada noche, huevos y abstinencia
los sábados, lentejas los viernes y el pichón de los domingos, y con esto
consumía las tres cuartas partes de su renta. El resto se le iba en una túnica
de lana fina y unos bombachos de terciopelo y calzas del mismo material para
los días de fiesta, mientras que en los días de diario se distinguía con paño
recio de color pardo.
La
versión de Trapiello:
–En un lugar de la Mancha, de
cuyo nombre no quiero acordarme, vivía no hace mucho un hidalgo de los de lanza
ya olvidada, escudo antiguo, rocín flaco y galgo corredor. Consumían tres
partes de su hacienda una olla con algo más de vaca que carnero, ropa vieja
casi todas las noches, huevos con torreznos los sábados, lentejas los viernes y
algún palomino de añadidura los domingos. El resto de ella lo concluían un sayo
de velarte negro y, para las fiestas, calzas de terciopelo con sus pantuflos a
juego, y se honraba entre semana con un traje pardo de lo más fino.
¿Cuál es la diferencia? Salvo la
primera frase, imprescindible, y el hermoso corredor,
he conseguido abstraerme de mi propia memoria y traducir del inglés lo que
había traducido Edith Grossman del español. Incluso he mantenido las interpretaciones
discutibles, como la de vellorí o salpicón,
y he traducido acaso demasiado literalmente la traducción que da ella de duelos y quebrantos. Lo de Trapiello no
es, propiamente, una traducción sino una aclaración escrita encima del
original. Se ve a Cervantes por detrás de las franjas de typex sobre las que
Trapiello ha escrito su versión moderna. Y, por otra parte, si un lector puede
seguir el injerto de Trapiello, no veo por qué no habría de seguir igual de
bien el original de don Miguel.
La razón por la que en España disfrutamos
más de Dickens que de Galdós es que a Dickens lo leemos traducido. Una
traducción es un texto diferente, una interpretación enteramente nueva, una voz
distinta que no es solo un doblaje. Traducir es salirse de un original y entrar
en otro, no maquillarlo. Pero bueno, Trapiello dice que lleva catorce años
escribiéndolo, y no seré yo el que afee un esfuerzo tan constante y meritorio ni quien desacredite lo que no ha leído.
Ojalá, además del sillón de la Academia, le den la Medalla al Mérito en el
Trabajo, que Trapiello luciría con empaque.