5.6.15

Matar al abuelo


Las deficiencias de este libro no terminan en la puntuación. Alberca no escribe: empalma datos. Tiene una partitura, la Biografía cronológica y epistolario de Juan Antonio Hormigón, obra, esa sí, canónica, cuya última edición data de 2006 y que Alberca utiliza profusamente sin citarla. Tiene el mal gusto de recurrir a los pasajes ya citados por Hormigón mediante la referencia bibliográfica original, con lo fácil y honesto que habría sido, en cada caso, citar las fuentes intermedias. Eso sí, algo antiestético habría resultado porque tendría que infestar el libro entero. En todo caso sorprende que Alberca se apresure no a citar a Hormigón sino a decir que su libro no es una cronología. Desde el punto de vista formal, solo hay una diferencia entre la cronología de Hormigón y la biografía de Alberca: la de Hormigón tiene más puntos y aparte, porque el orden y el contenido vienen a ser los mismos. Alberca ha rodrigado en los volúmenes de Hormigón sus pesquisas periodísticas, ahora tan fáciles de conseguir, tan sobreabundantes y tan distorsionadoras cuando se manejan para justificar obcecaciones. En cambio, muchos detalles de la vida personal de Valle-Inclán, testimonios que nos hablan de su vida privada o, sobre todo, de la visión que de él tenían sus amigos, y que Hormigón transcribe, Alberca no considera necesario aportarlos. El epistolario está infrautilizado con respecto a la información periodística, y eso, tratándose de Valle-Inclán, es la clave de una buena biografía.
La cosa viene de lejos. Alberca y González ya publicaron una biografía en 1995. Hablando de ella y de la de Robert Lima, Hormigón anota lo siguiente:

"En ambos casos sus autores han rastreado algunas fuentes no contempladas anteriormente, aunque subsisten algunas inexactitudes y muchas ausencias. Sin embargo lo más notorio de ambos trabajos reside en el apriorismo ideológico en la observación del personaje. Los hechos son interpretados de forma bastante unidireccional, intentando contradecirlos en cierto modo para preservar algunos supuestos religiosos y políticos que a su entender mantuvo Valle-Inclán hasta su muerte. Lástima que la terca realidad de los hechos muestre con nitidez lo contrario".

Es la crítica más exacta que, veinte años después de aquel intento, puede hacerse de esta nueva biografía escrita por Alberca, que me está recordando mucho a la que escribió Gil Bera, Baroja y el miedo, con lo que en su momento yo llamé prosa de delator, concebida para desacreditar al biografiado, agrandar sus episodios menos edificantes, tapar las luces que puedan aclarar actuaciones, dar importancia exagerada a detalles banales, sacar conclusiones malévolas y gratuitas. Se trata de arrancar la máscara, de desvelar la verdad, es decir, de mentir con ventaja. Por eso es tan desagradable leer este libro de Alberca, porque entre él y Valle-Inclán hay un mundo insalvable. Alberca se empeña en presentarnos a un sujeto extravagante y despótico, señorito de provincias que vivió del momio toda su vida, pendenciero y fracasado, vago, mal marido y “ultratradicionalista” (sic), y por supuesto un abnegado carlista y un católico tridentino. Descendiendo a las alcantarillas de la información, se empeña en exprimir cartas de cortesía galante para sacar tomate y juzgarlo con gazmoña severidad, algo que debe de estar de moda porque hace poco ya nos encontramos con lo mismo en el libro de cotilleos sobre Dickens que escribió Tomalin. Cuando uno tiene al lado, abierta por el año correspondiente, la obra de Hormigón, ve cómo Alberca insiste en los flirteos o se calla o cita de pasada, por ejemplo, las conversaciones de Josefina Blanco con Margarita Nelken, que sí reproduce Hormigón y dan una idea bastante aproximada de algo que Alberca no ha entendido: que la biografía de Valle-Inclán es la de una persona pero también la de un personaje, y que no se puede confundir lo uno con lo otro.
               En los tiempos de la Generación del 98, la onda expansiva de la modernidad seguía viniendo del pasado. Valle-Inclán, como hicieron Unamuno, Baroja o Machado, aunque desde luego con diferente intensidad y persistencia, se ocupó de crear un personaje público, una imagen distintiva, una estatua ambulante. Alguien se habrá fijado en la extraordinaria naturalidad de la estatua de Valle-Inclán en Recoletos, en su papel de gran patriarca del teatro contemporáneo, o el extremo realismo de la que Pablo Serrano esculpió de Unamuno, rocoso, cortante, atormentado por el peso de las paradojas. ¿Alguien diría que la estatua de Baroja en el Retiro es solo la de un escritor con abrigo y no la del escritor con abrigo? Quizá quien con más ahínco lo intentó y menos lo consiguió fue Azorín, que queda como un anciano pulcro de misa de siete. ¿Y Machado, el personaje Machado, no es el paradigma de la bondad en el buen sentido, del poeta retraído, transido, demasiado tímido como para levitar pero valiente a la hora de nombrar?
               De todos ellos, Valle-Inclán es el que más rigores estéticos se impuso, y el que con más valor los mantuvo hasta el final. El joven don Ramón forma una estampa baudeleriana: el de qué se habla, que me opongo de Unamuno, pero llevado al terreno teatral. El dandi genuino tiene que escandalizar a los otros dandis que quieren parecerse a él, y desde el momento en que sus criterios de comportamiento público responden a una estética muy definida, orgullosamente artificial, su cultivo exige un constante desarrollo al margen de la vida del hogar, que sigue por sus cauces naturales de lealtad a las pequeñas cosas. El Valle-Inclán que nos llega de los periódicos y de los chismes es el personaje creado por Valle-Inclán para salir de casa, solo eso, pero no para pasarse medio año en aldeas gallegas, entregado a una vida sin máscaras y al oficio de crear. Hay muchos detalles en Hormigón (escasísimos en Alberca) que nos acercan a ese Valle familiar, vecinal, de favores pequeños a los amigos del pueblo, de disfrutar de ellos sin cometer la torpeza de recitar a Zorrilla. No hay un solo pasaje que cite Alberca en el que pueda acusarse a Valle-Inclán de traidor o de mal amigo, por más que insista en que sus desencuentros con las compañías teatrales obedecieron solo a su soberbia y a que había fracasado con el público. Qué insistencia, qué odiosa insistencia en emplear la palabra fracaso.
               Se trata de algo tan simple, en fin, como que Valle-Inclán cultivó su personaje público, y que los periódicos fueron los fedatarios de sus lances, pero no de su persona. Decir, por ejemplo, que Valle-Inclán era un facha muy comprometido con el partido carlista y que no era solo una postura estética, amparándose en la campaña promocional de La guerra carlista,  es no haber entendido qué es un personaje. Ingenuamente, Alberca reconoce que sus amigos y contemporáneos se lo tomaban a broma, pero él sí se lo cree, la persona es rea de sus actuaciones públicas, como esos moralistas de sainete que van con un silbato por las vidas ajenas y pitan a todo lo que se mueve.
               No es cuestión de detallar aquí en qué consiste el personaje Valle-Inclán. Está claramente expuesto en su obra, que Alberca prácticamente no utiliza. La vida de un hombre como Valle-Inclán nace de su obra, por poco autobiográfica que sea, porque lo que nos interesa es cómo convivió el autor con su estética, de qué modo se desarrolló, qué carácter vigila tras las máscaras. Salvo parafrasear las piezas que escribió en el frente francés, no se ve por ningún lado la lectura atenta de la obra del autor que biografía. Son más importantes las gacetillas. Es más definitivo descubrir que Valle-Inclán estaba creando en Galicia mientras tenía que estar fichando como profesor en Madrid. Alberca lo acusa de camastrón, de mal funcionario y de vivir del momio, sin molestarse en estudiar lo que estaba escribiendo en la aldea, pero siempre con ese tonillo santurrón con que da el biógrafo lecciones de moral y salpica el texto de chismes sin fundamento. Es curioso, por ejemplo, su empeño en que Josefina Blanco y él se llevaron siempre mal, y no solo en el doloroso episodio final de su matrimonio. Sin pruebas de ninguna clase anteriores al esperpéntico juicio de separación, sugiere que Valle-Inclán era un putero (las “cocotas” que cita no sé cuántas veces, cuando ni siquiera se sabe si hubo una vez) que dejaba a la mujer encerrada en casa y flirteaba sin rebozo con las pelanduscas más libertinas que se paseaban por la Castellana. La moralina que queda colgando, por supuesto, es que, claro, con ese hombre… Es como si antes de narrar los ataques de celos de Josefina, cuando Valle ya era un señor de 65 años, diese por supuesto que siempre habían sucedido, a pesar de que, cuando Josefina los denunció, el autor dé por hecho que la mujer se había ido del tiesto.
               Pero ¿y si todas estas tonterías fuesen ciertas? ¿No ha leído el señor Alberca ningún otro libro sobre la misma época? La tarea del biógrafo es comprender una vida, no instruir un sumario. Nos interesa el creador, no las conjeturas de vieja beata ni los informes de huelebraguetas. Y, en cualquier caso, un poco de rigor. A veces pensamos que la proliferación de documentos garantiza su pertinencia, que los libros gordos también son serios, pero el acceso a la información no regala también la perspicacia para entenderla y saberla cribar. Es sintomático, por ejemplo, que en la parte final del libro, cuando sobre todo emplea epistolarios privados, la narración, a pesar de las cuñas insidiosas, es mucho más seria. En sus años finales da la sensación de que el biógrafo quiere tirar de condescendencia y admitir todo lo que durante el libro estuvo negando. Pero antes hay muchos ejemplos de a qué grado de mezquindad puede llevar esta cargamento de sueltos de periódico y de frases sin contexto. Casi al azar encuentro dos, significativos en cuanto a que hacen referencia a dos de sus principales obsesiones: que Valle-Inclán siempre fue un autor fracasado y que nunca renunció a su credo carlista.
               Sabido es que en 1918 se habló de Valle-Inclán como posible candidato por Noya, en la ría de Muros, encabezando la agrupación jaimista. Varios periódicos gallegos dieron la noticia pero nadie se hizo eco. Nadie se rasgó las vestiduras ni aprovechó para echar leña al fuego, lo que quiere decir que aquello no tuvo mayor trascendencia. De hecho, muy probablemente se trató de un rumor del que ni el propio Valle estaba al corriente. Su importancia es suficiente, en todo caso, para que Alberca lo utilice como prueba del carlismo retrógrado y recalcitrante que animó siempre a “nuestro hombre”, como lo llama constantemente, casi en cada página, a falta de más riqueza lingüística, y digo esto último porque el propio Alberca se permite comentarios como que algún que otro título teatral responde a que “no se le ocurrió nada mejor”.
               Si de veras hubiese sido un historiador concienzudo, habría citado alguna línea más del libro de donde copió la información, y habría dicho que la facción jaimista no era más que una agrupación vecinal que quería sacarse de encima como fuera al cacique del pueblo y que necesitaba una cabeza visible que concitase votos y voluntades. Es discutible si Valle-Inclán era o no esa cabeza visible, pero no para qué habría servido su candidatura y qué propósitos podrían haberla estimulado. Esas certezas alternan con las ideas sociales, muy explícitas, que formuló Valle, y que, por ser de izquierdas, a su biógrafo le resultan sospechosas. A eso se le llama rigor científico.
               En otro pasaje desafortunado, Alberca parafrasea de mala manera fragmentos de La media noche, la visión astral del frente francés, y cita una frase del prólogo. Esa Breve noticia que encabeza el reportaje novelado es un documento importantísimo para entender la evolución estética de Valle-Inclán y su vínculo con la modernidad y la vanguardia, porque si, por una parte, defiende una perspectiva cenital, coral, de tiempo real diluido entre los personajes, es decir lo que desde los tiempos del Caleidoscopio de Verlaine proponían los simbolistas, su manera de plantearlo está más cerca de, si me apuran, la estética cubista. Valle-Inclán está puliendo su concepción demiúrgica y planteando unas cuestiones de perspectiva literaria que no solo ajustarán su estética al mundo contemporáneo a través del esperpento, sino que anuncian modos de novelar que unos cuantos años después nos resultarán de lo más moderno.
               Al final del jugoso prólogo, revestido, como siempre, de perfumes teosóficos, Valle-Inclán tira de repertorio y, en un manido ejercicio de captatio, declara románticamente, antes de empezar, que ha fracasado en su empeño. Alberca no dice una palabra de la interesante poética, pero eso del fracaso lo cita al pie de la letra y de paso lo descontextualiza, es decir, como si Valle, en verdad, fuera consciente de su fracaso como escritor.
               Tampoco quiero comparar año por año los dos libros, la magnífica cronología de Hormigón y la fraudulenta biografía de Alberca, repetitiva, cansina, como aquel que tiene una lista de datos y los va empalmando sin preocuparse de la concinnitas. Tampoco hay que dedicarle más tiempo del imprescindible. Pero sí he visto dos detalles que me parecen modernos en el peor de los sentidos, es decir, vicios de la era digital. La acumulación deforma, tergiversa, da apariencia de rigor cuando solo es información sesgada sin estructurar. Es típico de internet. Lo que ya no es tan típico es esta necesidad de matar al abuelo, de la verdad como descrédito, de juzgar a los muertos desde el mundo de los vivos, con sus mismas perspectivas, sin entenderlos. El que quiera respirar una época en esta biografía lo tiene difícil. Hasta su descripción del Madrid de finales de siglo es falsa por exagerada, y es exagerada por descontextualizada.
               Los lectores de Heródoto saben que a la historia no le importa que sean verdad o mentira las creencias incomprobables, sino el hecho de que hay gente que las tiene. Eso es lo histórico. El personaje Valle-Inclán es lo histórico. Su biografía no deja de ser un estudio de la construcción del personaje, no un juicio de faltas. Azaña, Rivas Chérif y otros amigos muy poco carlistas se dieron cuenta de que este hombre necesitaba un mecenazgo para sacar la portentosa página literaria que llevaba dentro. Alberca solo se entera de que, como profesor de la Escuela de Arte, se fumaba las clases, o de que cuando estuvo en Italia pronunció palabras favorables al fascismo. No entiende lo que sus contemporáneos sí entendían, y eso que su procedimiento siempre era el mismo: primero, cualquier comentario suyo se magnificaba; luego, cuando ya estaba el asunto maduro para el escándalo, Valle-Inclán lo alimentaba reafirmándose. Hasta el último momento supo ser  un dandi.
              Pero la mentalidad de contable que exhibe Alberca solo ve cifras de ventas y esgrime a todas horas la certeza de que Valle-Inclán no pasó hambre, como si fuese otro pecado. Valle-Inclán no necesita un contable, un aficionado a la prensa histórica sin demasiado discernimiento. Un libro sobre Valle-Inclán debe ser un libro brillante, y por eso todas sus biografías, desde la de Melchor Fernández Almagro a las de Ramón Gómez de la Serna o Umbral, incluida la de Robert Lima, mucho más honesta que la de Alberca, lo primero que intentan es estar a la altura del objeto, como si solo desde dentro de la literatura, y no con asientos contables, se pudiera comprender el misterio de Valle-Inclán. 

3 comentarios:

  1. En el País Semanal de hoy, Benjamín Prado escribe un artículo, Nadie es lo que parece, en el que no cuestiona lo que cuenta Alberca en La espada y la palabra. Lo da por cierto, sin más explicaciones.

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    1. Lo he leído, y, tratándose de un poetastro cortesano discontinuo que cimentó su carrera fregándole los platos a Rafael Alberti, es lo que cabría esperar.

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