29.9.15

El crítico y el novelista


Los grandes novelistas siempre tienen que andar justificándose. Viven asediados por los críticos, por los escritores vanguardistas, por los estajanovistas de la escritura, por los escritorzuelos con buenos contactos, cuando ellos no son nada más que novelistas. Hace muchos años, en Salamanca, asistí a una conferencia de profesores con gafas de culo de vaso en la que también participaba, más como mono de feria que como estrella invitada, el gran Eduardo Mendoza. La charla doctoral era sobre el Lazarillo. Allí escuché a Peter Russel y al repelente niño Vicente, Francisco Rico, quien, cuando ya se había dicho lo importante, y a guisa de ejemplo, de divertimento, de sainete final para regocijo de comensales, llamó al estrado a Mendoza para que dijese lo que quisiera. Como siempre en Rico, era un elogio despectivo,“les presento a un ejemplo vivo de lo que es un verdadero novelista, cuyas teorías, como pueden imaginar, no creo que tengan ningún valor, pero seguro que dice algo que nos hace reír”, vino a decir, con más y más herméticas palabras. El caso es que no recuerdo nada de lo que dijo el sanedrín de sabios, pero de la charla de Mendoza me quedé con un par de ideas que sigo utilizando en clase, sobre todo aquel ejemplo de mímesis que sacó del Tirant lo Blanc, cuando explicó la diferencia entre asestar una puñalada y sacar un ojo con la punta del cuchillo, como si fuese un tapón de gaseosa.
            Rico el Impertinente tenía razón, pero podía haberlo hecho saber de otra manera: Mendoza es la intuición, la perspicacia, el pálpito de que hay que soltar una broma o cambiar de tema, el novelista que no destila ideas previas sino que se sube al autobús con sus personajes y viaja con ellos por carreteras llenas de curvas, a ver qué pasa. Esperar sesuda teoría en Mendoza es no entender su grandeza como novelista.
            Por aquel entonces yo aún creía en James Joyce, pero no en el que creo ahora. Acabo de terminar Aspectos de la novela, de E. M. Forster, el ciclo de conferencias que pronunció en Cambridge en 1927, y si he vuelto sobre él, el ejemplar que compré, cómo no, en Ojanguren, Oviedo, en febrero del 96, es porque había terminado justo antes, y bastante decepcionado, La señora Dalloway, de Virginia Woolf, una novela que ilustra con claridad por qué los vanguardistas rara vez escriben buenas novelas. Me pareció una hermosa sinfonía plagada de imágenes que no habrían desagradado a T. S. Elliot y de audacias técnicas que habrían hecho las delicias de Gertrude Stein. Pero lo más interesante que tiene es que transparenta con mucha nitidez las razones por las que, siendo todavía, con independencia de su alcurnia histórica, un libro muy interesante, sin embargo es una mala novela con errores que incluso ahora consideraríamos de principiante.

  
          La señora Dalloway viene precedida por la inexactitud de su fama. Creo que era en el tedioso libro Ventanas de Manhattan donde Muñoz Molina citaba esta novela como ejemplo de descripción del transcurso de un día, más o menos lo que, con sus extraordinarias facultades de levantador de inventarios, él se proponía.
            No, La señora Dalloway no es el retrato de un día sino el de una mujer que cede su protagonismo a otros personajes. Uno empieza la novela preparado para ver Londres por los ojos de la señora Dalloway, de los que Virginia Woolf no es más que su cronista íntima. Pero la cosa, sin abandonar sus tules, se estanca en el clásico triángulo del primer novio despechado que vuelve y llora sin ganas, amén de un amor más intenso y antiguo hacia su amiga Sally. Y lo peor es que, cuando el punto de vista cambia, cuando ya son los recuerdos y los pensamientos del marido y del antiguo novio los que se apoderan de la novela, uno los lee con la misma voz con la que había creído en la señora Dalloway, en su condición de personaje vivo. Al trasladar la misma técnica a otros personajes, por mucho que dé una impresión prerrafaelita de todos en primer plano fumando en posturas elegantes, lo único que consigue, para mi gusto, es cargarse la verosimilitud de la novela. Se mezclan las voces, se amontonan las imágenes, y de vez en cuando uno cae en la cuenta de que quien piensa no es el personaje que estaba pensando sino otro, y que no ha habido una transición lo suficiente contundente como para dejarlo claro.
            Habría que comparar esta novela con Un amor de Swann, la segunda parte del primer volumen de En busca del tiempo perdido, tan solo por una cuestión de proporciones. Proust no juega a los prerrafaelitismos. Todos los personajes tienen su sitio en la perspectiva única, en el protagonista absoluto del narrador, por mucho que Odette sea un personaje tan bien rematado. Aquí los Verdurin de turno merecen el mismo tratamiento que el antiguo novio, y casi no digamos que la propia protagonista. Todo está un poco amontonado, con la coartada de la sublimidad sin interrupción, mucho más que de las nuevas formas de realismo. Al menos en este libro, Woolf no se aplicó el cuento de Coleridge, el que nos advierte de que toda narración necesita sus puntos muertos, sus cumbres y sus valles, sus párrafos transparentes. En el contraste está la perspectiva, y cuando todo es un rosario de párrafos brillantes, por mucho que repita el resumen de la situación, por si alguien se pierde, hay una monotonía que redunda en desinterés. Bueno, pensamos, ya está claro de qué va la vaina. Disfrutaremos de cómo describe Regent’s Park, ah qué Londres tan hermoso aquél. Si fuese una película brit, la daríamos por buena solo por la decoración de las cocinas, solo por el ritmo de la prosa.


            Y habría que ver qué pensó Forster de esta novela, pero es fácil imaginárselo. En Aspectos de la novela la clava, con bastante más delicadeza e ironía de lo que yo soy capaz:

Tanto ella [V. W.] como Sterne son escritores de imaginación. Parten de un pequeño objeto, se alejan de él revoloteando y vuelven a posarse encima. Conjugan una visión humorística del caos de la vida con un agudo sentido de la belleza. Incluso tienen el mismo tono de voz: una perplejidad un poco premeditada, un anuncio a todos, sin excepción, de que no saben dónde van.

La cita es más larga, incluidos los dos fragmentos de sendos escritores con que la ilustra, cogidos con candil, y termina poco menos que riéndose de ella:

…la puerta del salón no se arregla nunca, la señal en la pared resulta ser un caracol; la vida es tan caótica, ¡Dios mío!, la voluntad tan débil, las sensaciones tan tornadizas… la filosofía… ¡Por Dios!... Vaya, mira aquella señal… escucha la puerta… la existencia… es realmente, excesivamente… ¿Qué estábamos diciendo?

Claro que Forster nunca fue del cogollito de Bloomsbury, pero tuvo elogios para ella en su crítica a Fin de viaje, de un modo que, ay, no sé si sería del agrado de Virginia: “Al fin tenemos un libro que logra tanta unidad como ciertamente la hay en Cumbres borrascosas, aunque por un camino diferente”. Y si no le gustó  ̶̶ es un suponer ̶̶ , sería porque Woolf respetaba a Forster más que a cualquier otro crítico, porque sabía decir “las cosas sencillas que las personas inteligentes no dicen” y porque era capaz de expresar “cosas evidentes que una ha pasado por alto”.  Y de hecho su crítica a Noche y día (Woolf se lo había enviado a Forster y a otros cuatro íntimos, entre ellos Vanessa y Lytton), en la que decía que le había gustado menos que Fin de viaje, dejó a Virginia hecha polvo, y solo se recuperó a base de (fingida) humildad. (Tomo las citas de la biografía de Irene Chikiar que publicó Taurus a principios de este año.)
Es evidente que lo que separa, en términos artísticos, a Forster de Woolf es lo mismo que separa a un novelista de un poeta. El riesgo que corría aquella vanguardia es el de los niños en clase de dibujo (al menos en mi época, ahora igual son más cabrones): “¡Halá qué chulo!”, decías al compañero, que había pintarrajeado un monigote amorfo, a cambio de que luego, cuando viniera a ver tu bodrio, se deshiciera en elogios. Bueno, es lo que pasa en Facebook, sin ir más lejos.
En fin, que no. En mí ya va siendo un poco tarde para renunciar a la creación del mundo, a la novela como historia vivible, no como toreo de salón, y tras acabar con Woolf tuve cierta necesidad de volver al redil de E. M. Forster. Entiendo perfectamente que no visitase mucho a los colegas de Bloomsbury. Para un novelista que solo cree en la imaginación, debían de resultar insoportables.
El redil del Forster es el tipo de novela en que yo creo, para leerla y, en mi calidad de aficionado dominguero, incluso para escribirla. Su prosa es culta y deliciosa, barnizada de ironía, nunca densa, con multitud de imágenes que parecen acuarelas para amenizar la digestión de alguna idea, tampoco nunca demasiado abstrusa. Además es lenguaje para hablar, que es casi el único que me interesa. Quizá por eso a él también le gustan los escritores que hablan, no porque escriban coloquialmente sino porque tienen una poderosa voz despreocupada del estilo, a veces profética y a veces desgarrada, que cuenta vida y la transmite. Así que no es de extrañar su rendida admiración por Jane Austen y, no tan desaforadamente, por Emily Brontë; por Tolstoi y, sobre todo, Dostoievsky; por Hermann Melville y por H. G. Wells. Pero también tiene en gran estima a un Joyce que aún no había publicado el Ulises en Inglaterra, pero sí en Francia, en la Shakespeare & Co., y Forster lo había leído como a fin de cuentas hay que leerlo, como una pieza realista que trata de hurgar sin límites en lo que está vivo, y que no se arma con artificiosos argumentos sino con el ritmo que le imprimen sus alusiones homéricas; he leído bastante crítica sobre el Ulises, y ninguna va más allá de estas sencillas apreciaciones de novelista. Y es muy respetuoso con Thomas Hardy, acaso demasiado poeta para él, pero se ríe sin rebozo (y en un alarde de humor por lo bajinis) del pesado de Henry James, o pone como un trapo al bueno de Walter Scott, aunque no sé por qué le critica que trabaje con cabos sueltos, esa garantía de continuidad tan cervantina cuando se escribe sin premeditación; y sin cometer desfachateces le pone sus peros a Dickens, junto a la oportuna constatación de sus grandes hallazgos. Sterne, ya lo dijimos, le parece tan mariposeante como Virginia Woolf.


A partir de un elenco tan elocuente, Forster examina (utiliza este verbo varias docenas de veces, y luego resulta que no examina nada, que sobrevuela, menos mal) los distintos temas que pueden interesar en la construcción de una novela: la historia, los personajes, el argumento, la fantasía, la forma o el ritmo. Pero la idea es una sola repartida en facetas.
Forster es, por ejemplo, un paladín del narrador omnisciente. Una vez lo dijo Cela y es verdad: escribir en primera persona es demasiado fácil. Eso no significa que en primera persona no se puedan escribir grandes libros y buenas novelas, pero las verdaderas dificultades vienen en la tercera persona, y también las grandes compensaciones. El yoísmo contemporáneo no deja de ser un refugio de escritores peregrinos. La omnisciencia es más exigente: saberlo todo implica seleccionar por intuición, que es como juegan los campeones de ajedrez; las computadoras, en cambio, tienen el vicio de la exhaustividad.
Forster parece también adelantarse, incluso lo menciona de pasada, a la vampirización de la novela por parte del cine, y él mismo, hablando del teatro, da la clave: “En el teatro, toda felicidad y sufrimiento toman obligatoriamente la forma de acción. De otro modo, su existencia es ignorada; es ésta la gran diferencia entre el teatro y la novela”. Y todo lo que ello implica, sobre todo el flujo interno, el poderoso ritmo que alaba en Proust o, por diferentes razones, en Melville.
Porque lo principal no es el argumento, que no deja de ser “una obsesión tomada del teatro”. “Todo lo que se organiza de antemano es falso”, aunque sí se necesita un cierto grado de sorpresa, una llamada a la curiosidad, pero son los personajes los que hacen las novelas, y, para ser reales, “deben ir sobre ruedas”, y eso implica que el narrador los siga, no los pastoree. Al contrario, advierte sobre las desventajas de la novela rígida: “Puede exteriorizar la atmósfera o surgir de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la vida y deja al novelista haciendo ejercicios, generalmente en el salón”, y tampoco vale parapetarse en el estilo, en la forma, porque “para la mayoría de los lectores de novelas, la sensación que experimentan ante la forma no es tan intensa que justifique los sacrificios que cuesta; así que su veredicto es: ‘Hermoso el resultado, pero no merece la pena.’”
Lo bueno que hay en este ensayo es que no lo ha escrito el crítico sino el novelista; o, más bien, que el crítico tiene las limitaciones que le impone el novelista, que siempre se pelea con las mismas cosas y a quien las teorías no le arreglan las escenas. Por mucho que predique, siempre tiene que escuchar atentamente al personaje, no al tratado, ni mucho menos al colega de tertulia literaria. Si Virginia Woolf no hubiese hablado tanto de literatura, La señora Dalloway habría sido una buena novela, y si Eduardo Mendoza hubiese dado una lección magistral sobre la picaresca, Una comedia ligera no sería tan divertida.

20.9.15

Aperitivo siciliano


Desde que acabó el curso pasado, en junio, no he sentido la menor inclinación a dejar aquí alguna reseña de lo que leía. Los libros pasaban por mí como el verano, como una vida sin importancia, como esa extrema libertad (es decir, esa indulgencia plenaria) que se tiene cuando aún queda tiempo para tomarse a uno mismo en serio. Siempre me ha gustado como tema literario, por cierto, ese tiempo de agonía, el limbo del estudiante que ya ha decidido que no tiene tiempo material para preparar un examen y sin embargo, ay, aún queda mucho tiempo espiritual para rendirlo. Por mis ojos perezosos pasaron Patricia Highsmith, Virginia Woolf, Mario Puzo, Steven Runciman, el irrelevante Murakami (no sé qué le ven a ese tipo, la verdad) e incluso, a principios de verano, cuando creía que iba a hacer algo, otro libro de Baroja, del que ahora tendré que hablar de memoria o volvérmelo a leer. Pero entonces no tenía sensación de desperdicio. El verano en sí mismo es un blando desperdicio. Solo después de casi una semana de clases ha vuelto la necesidad de tomar notas. La memoria disipada del verano me parece, ahora que tengo mucho menos tiempo libre, casi una falta de respeto. Solo cuando ha vuelto a instalárseme en la oreja una mosca de correcciones y preparaciones reivindico no solo seguir tumbado leyendo un libro sino además dejar constancia escrita para cuando quiera recordar lo que leí.
            Es el sino de los profesores. Más que leer, repostamos. Y tiene que venir otro profesor, en este caso un compañero, a recomendarme un libro para que la máquina lectora y escritora pueda engranarse otra vez. Un libro, para que todo cuadre, escrito por otro profesor, Gesualdo Bufalino, uno de esos autores imprescindibles que uno no había leído nunca, mira. Claro que el hecho de que me lo recomendase Manuel, lector de Bayal y de González Egido (y de Foster–Wallace) facilitó el reingreso en cierto tipo de literatura. A las pocas páginas de Argos el ciego ya me había venido el aroma de hogaza de algunos grandes libros españoles de los 80, La fuente de la edad, Camino de sirga, Juegos de la edad tardía. Son libros que saben a pan, a miga compacta y delicada, un poco tomada del olor a cerrado de las artesas, que dura varias semanas y conforme se va endureciendo adquiere un sabor cada vez más exquisito. ¡Oh las barras de pan de mi primo Benedicto, cómo iba yo recogiendo como un pájaro las migas que quedaban en el hule, mientras los mayores, a los postres, alargaban la conversación! Ese pan sabía a tiempo. Era el pan denso que había comido Cervantes, y la típica prosa del profesor de literatura.
            Argos el ciego, la novela que me acabo de leer de Bufalino, para abrir boca, será todo lo barroca y un tanto surreal que dicen por ahí, pero a mí me parece de un realismo metaficticio conseguidísimo. Me explico. El narrador y protagonista es un profesor en un pueblo de Sicilia que se enamora de las mujeres por solipsismo resignado, y  que por las tardes hace y no hace lo mismo que por la mañana. Es lo mismo porque en sus dedos laten los clásicos que acaba de recitar, y no es lo mismo porque, más que imitarlos, combate la oralidad con que los explicaba. El profesor escribe literatura literaria, y todo ello junto es de una extraordinaria verosimilitud. Se huele la melancolía, el amor a un verso de Virgilio, ese hablar con citas medio escondidas. Émbrotes, me decía un compañero de estudios cuando se me colaba la bola plateada del pin-ball, que es lo que le dijo Aquiles a Héctor en las playas de Troya. Bufalino escribe así, con bromas cultas, con endecasílabos dantescos y adjetivos antepuestos, como si pasase cada frase por un tribunal grecolatino. Traduce la Anábasis con su amada Maria Venera, simpática y pendona, y el mínimo suceder se cuece con la levadura de la poesía clásica. El resultado no es que leamos por hambre de saber sino por vicio de degustar, y que nos riamos de gozo cada vez que Bufalino cuela un cita de Homero. Por lo demás, él mismo, a poco del final, nos resume su aventura:

            Maria Venera amaba a Trubia hasta el escándalo. ¿Y por qué no? Habían hecho juntos incluso un niño; o lo que habría sido un niño. Se había escapado con Gafo, de acuerdo, pero por un feroz puntillo, una necesidad de escarnio en la que desahogar la negrura del corazón. ¿ Y yo? Yo había llegado a tiempo de cerrar el cuadrilátero, en tanto que tropa auxiliar, sometida caballería.
           
Estos profesores viven encadenados a la literatura, se refugian en ella, se consuelan con ella y sobreviven en su soledad gracias a ella, y esto, en el libro de Bufalino, respira verdad. Otra cosa es (me vuelve a venir Landero) que el protagonista, amén de testigo, del que mira desde atrás, sea un poco tontaina, por más que el barroco delicato que utiliza se preste un tanto a ello. Admiramos las palabras, “indecisas entre la poesía excelsa y la prosita recreativa”, como las lecturas de Isolina, pero nos gustaría que el narrador tuviese un poco más de sangre en las venas. La morosidad exquisita redunda en bobería, de modo que nos terminamos la novela, como aquel que dice, a fuerza de pan.
            Pero hay algo muy mediterráneo en todo esto. El protagonista nos remite al hombre aquel de Fellini que se subía al árbol y aullaba como un lobo, voglio una donna... Aquí los tipos zanganean en torno a Maria Venera, sobre todo, o Cecilia o cualquiera de las damas de compañía del señor Nitto, y el recuerdo del amor es un husmear perruno entre la hierba seca del verano, allá en Sicilia. El marco es lo de menos. El marco da para esparcir en páginas líricas y metaficticias lo que recuerda un viejo al que le han entrado ganas de quitarse de en medio. Pero es marco, no asunto, no tema. Es una coartada para la melancolía, una justificación del tono, “un extravagante sabor a inexistencia”.
            Seguiremos con la Perorata del apestado, que Anagrama incluye en el mismo volumen de su serie, qué ingeniosos, Otra vuelta de tuerca. Pero no ahora. La novelas como Argos el ciego son novelas bloque, disfruto en ellas pero no almaceno ninguna escena especial, tan solo algún personaje; producen un placer constante y elevado, pero en ellas la historia está anegada de estilo. La historia es entre esquemática y escasa, lógico si se tiene en cuenta el nivel de detalle, y el hecho de que todo pueda salvarlo la prosa (y la espléndida traducción de Joaquín Jordá) nos deja más reafirmados en la idea de la libertad de la novela que en lo que se nos acaba de contar, más contentos de leer que de haber leído.