Los grandes
novelistas siempre tienen que andar justificándose. Viven asediados por los
críticos, por los escritores vanguardistas, por los estajanovistas de la
escritura, por los escritorzuelos con buenos contactos, cuando ellos no son
nada más que novelistas. Hace muchos años, en Salamanca, asistí a una conferencia
de profesores con gafas de culo de vaso en la que también participaba, más como
mono de feria que como estrella invitada, el gran Eduardo Mendoza. La charla
doctoral era sobre el Lazarillo. Allí
escuché a Peter Russel y al repelente niño Vicente, Francisco Rico, quien,
cuando ya se había dicho lo importante, y a guisa de ejemplo, de divertimento,
de sainete final para regocijo de comensales, llamó al estrado a Mendoza para
que dijese lo que quisiera. Como
siempre en Rico, era un elogio despectivo,“les presento a un ejemplo vivo de lo
que es un verdadero novelista, cuyas teorías, como pueden imaginar, no creo que
tengan ningún valor, pero seguro que dice algo que nos hace reír”, vino a
decir, con más y más herméticas palabras. El caso es que no recuerdo nada de lo
que dijo el sanedrín de sabios, pero de la charla de Mendoza me quedé con un
par de ideas que sigo utilizando en clase, sobre todo aquel ejemplo de mímesis
que sacó del Tirant lo Blanc, cuando explicó la diferencia entre asestar una puñalada
y sacar un ojo con la punta del cuchillo, como si fuese un tapón de gaseosa.
Rico el Impertinente tenía razón,
pero podía haberlo hecho saber de otra manera: Mendoza es la intuición, la
perspicacia, el pálpito de que hay que soltar una broma o cambiar de tema, el
novelista que no destila ideas previas sino que se sube al autobús con sus
personajes y viaja con ellos por carreteras llenas de curvas, a ver qué pasa.
Esperar sesuda teoría en Mendoza es no entender su grandeza como novelista.
Por aquel entonces yo aún creía en
James Joyce, pero no en el que creo ahora. Acabo de terminar Aspectos de la novela, de E. M. Forster,
el ciclo de conferencias que pronunció en Cambridge en 1927, y si he vuelto
sobre él, el ejemplar que compré, cómo no, en Ojanguren, Oviedo, en febrero del
96, es porque había terminado justo antes, y bastante decepcionado, La señora Dalloway, de Virginia Woolf, una novela que ilustra con
claridad por qué los vanguardistas rara vez escriben buenas novelas. Me pareció
una hermosa sinfonía plagada de imágenes que no habrían desagradado a T. S.
Elliot y de audacias técnicas que habrían hecho las delicias de Gertrude Stein.
Pero lo más interesante que tiene es que transparenta con mucha nitidez las
razones por las que, siendo todavía, con independencia de su alcurnia
histórica, un libro muy interesante, sin embargo es una mala novela con errores
que incluso ahora consideraríamos de principiante.
La
señora Dalloway viene precedida por la inexactitud de su fama. Creo que era
en el tedioso libro Ventanas de Manhattan
donde Muñoz Molina citaba esta novela como ejemplo de descripción del
transcurso de un día, más o menos lo que, con sus extraordinarias facultades de
levantador de inventarios, él se proponía.
No, La señora Dalloway no es el retrato de un día sino el de una mujer
que cede su protagonismo a otros personajes. Uno empieza la novela preparado para
ver Londres por los ojos de la señora Dalloway, de los que Virginia Woolf no es
más que su cronista íntima. Pero la cosa, sin abandonar sus tules, se estanca
en el clásico triángulo del primer novio despechado que vuelve y llora sin
ganas, amén de un amor más intenso y antiguo hacia su amiga Sally. Y lo peor es
que, cuando el punto de vista cambia, cuando ya son los recuerdos y los
pensamientos del marido y del antiguo novio los que se apoderan de la novela,
uno los lee con la misma voz con la que había creído en la señora Dalloway, en
su condición de personaje vivo. Al trasladar la misma técnica a otros
personajes, por mucho que dé una impresión prerrafaelita de todos en primer
plano fumando en posturas elegantes, lo único que consigue, para mi gusto, es
cargarse la verosimilitud de la novela. Se mezclan las voces, se amontonan las
imágenes, y de vez en cuando uno cae en la cuenta de que quien piensa no es el
personaje que estaba pensando sino otro, y que no ha habido una transición lo
suficiente contundente como para dejarlo claro.
Habría que comparar esta novela con Un amor de Swann, la segunda parte del
primer volumen de En busca del tiempo
perdido, tan solo por una cuestión de proporciones. Proust no juega a los prerrafaelitismos.
Todos los personajes tienen su sitio en la perspectiva única, en el
protagonista absoluto del narrador, por mucho que Odette sea un personaje tan
bien rematado. Aquí los Verdurin de turno merecen el mismo tratamiento que el
antiguo novio, y casi no digamos que la propia protagonista. Todo está un poco
amontonado, con la coartada de la sublimidad sin interrupción, mucho más que de
las nuevas formas de realismo. Al menos en este libro, Woolf no se aplicó el
cuento de Coleridge, el que nos advierte de que toda narración necesita sus
puntos muertos, sus cumbres y sus valles, sus párrafos transparentes. En el contraste
está la perspectiva, y cuando todo es un rosario de párrafos brillantes, por
mucho que repita el resumen de la situación, por si alguien se pierde, hay una
monotonía que redunda en desinterés. Bueno, pensamos, ya está claro de qué va
la vaina. Disfrutaremos de cómo describe Regent’s Park, ah qué Londres tan
hermoso aquél. Si fuese una película brit,
la daríamos por buena solo por la decoración de las cocinas, solo por el ritmo
de la prosa.
Y habría que ver qué pensó Forster de
esta novela, pero es fácil imaginárselo. En Aspectos
de la novela la clava, con bastante más delicadeza e ironía de lo que yo
soy capaz:
Tanto ella [V. W.] como Sterne
son escritores de imaginación. Parten de un pequeño objeto, se alejan de él
revoloteando y vuelven a posarse encima. Conjugan una visión humorística del
caos de la vida con un agudo sentido de la belleza. Incluso tienen el mismo
tono de voz: una perplejidad un poco premeditada, un anuncio a todos, sin excepción,
de que no saben dónde van.
La
cita es más larga, incluidos los dos fragmentos de sendos escritores con que la
ilustra, cogidos con candil, y termina poco menos que riéndose de ella:
…la puerta del salón no se
arregla nunca, la señal en la pared resulta ser un caracol; la vida es tan
caótica, ¡Dios mío!, la voluntad tan débil, las sensaciones tan tornadizas… la
filosofía… ¡Por Dios!... Vaya, mira aquella señal… escucha la puerta… la existencia…
es realmente, excesivamente… ¿Qué estábamos diciendo?
Claro
que Forster nunca fue del cogollito
de Bloomsbury, pero tuvo elogios para ella en su crítica a Fin de viaje, de un modo que, ay, no sé si sería del agrado de
Virginia: “Al fin tenemos un libro que logra tanta unidad como ciertamente la
hay en Cumbres borrascosas, aunque
por un camino diferente”. Y si no le gustó ̶̶ es un suponer ̶̶ , sería porque Woolf respetaba a Forster
más que a cualquier otro crítico, porque sabía decir “las cosas sencillas que
las personas inteligentes no dicen” y porque era capaz de expresar “cosas
evidentes que una ha pasado por alto”. Y
de hecho su crítica a Noche y día (Woolf
se lo había enviado a Forster y a otros cuatro íntimos, entre ellos Vanessa y
Lytton), en la que decía que le había gustado menos que Fin de viaje, dejó a Virginia hecha polvo, y solo se recuperó a
base de (fingida) humildad. (Tomo las citas de la biografía de Irene Chikiar
que publicó Taurus a principios de este año.)
Es
evidente que lo que separa, en términos artísticos, a Forster de Woolf es lo
mismo que separa a un novelista de un poeta. El riesgo que corría aquella
vanguardia es el de los niños en clase de dibujo (al menos en mi época, ahora
igual son más cabrones): “¡Halá qué chulo!”, decías al compañero, que había
pintarrajeado un monigote amorfo, a cambio de que luego, cuando viniera a ver
tu bodrio, se deshiciera en elogios. Bueno, es lo que pasa en Facebook, sin ir
más lejos.
En
fin, que no. En mí ya va siendo un poco tarde para renunciar a la creación del
mundo, a la novela como historia vivible, no como toreo de salón, y tras acabar
con Woolf tuve cierta necesidad de volver al redil de E. M. Forster. Entiendo
perfectamente que no visitase mucho a los colegas de Bloomsbury. Para un
novelista que solo cree en la imaginación, debían de resultar insoportables.
El
redil del Forster es el tipo de novela en que yo creo, para leerla y, en mi calidad
de aficionado dominguero, incluso para escribirla. Su prosa es culta y
deliciosa, barnizada de ironía, nunca densa, con multitud de imágenes que parecen
acuarelas para amenizar la digestión de alguna idea, tampoco nunca demasiado
abstrusa. Además es lenguaje para hablar, que es casi el único que me interesa.
Quizá por eso a él también le gustan los escritores que hablan, no porque
escriban coloquialmente sino porque tienen una poderosa voz despreocupada del
estilo, a veces profética y a veces desgarrada, que cuenta vida y la transmite.
Así que no es de extrañar su rendida admiración por Jane Austen y, no tan
desaforadamente, por Emily Brontë; por Tolstoi y, sobre todo, Dostoievsky; por
Hermann Melville y por H. G. Wells. Pero también tiene en gran estima a un
Joyce que aún no había publicado el Ulises en Inglaterra, pero sí en Francia,
en la Shakespeare & Co., y Forster lo había leído como a fin de cuentas hay
que leerlo, como una pieza realista que trata de hurgar sin límites en lo que
está vivo, y que no se arma con artificiosos argumentos sino con el ritmo que
le imprimen sus alusiones homéricas; he leído bastante crítica sobre el
Ulises, y ninguna va más allá de estas sencillas apreciaciones de novelista. Y
es muy respetuoso con Thomas Hardy, acaso demasiado poeta para él, pero se ríe
sin rebozo (y en un alarde de humor por lo bajinis) del pesado de Henry James,
o pone como un trapo al bueno de Walter Scott, aunque no sé por qué le critica
que trabaje con cabos sueltos, esa
garantía de continuidad tan cervantina cuando se escribe sin premeditación; y
sin cometer desfachateces le pone sus peros a Dickens, junto a la oportuna
constatación de sus grandes hallazgos. Sterne, ya lo dijimos, le parece tan mariposeante
como Virginia Woolf.
A
partir de un elenco tan elocuente, Forster examina (utiliza este verbo varias
docenas de veces, y luego resulta que no examina nada, que sobrevuela, menos
mal) los distintos temas que pueden interesar en la construcción de una novela:
la historia, los personajes, el argumento, la fantasía, la forma o el ritmo.
Pero la idea es una sola repartida en facetas.
Forster
es, por ejemplo, un paladín del narrador omnisciente. Una vez lo dijo Cela y es
verdad: escribir en primera persona es demasiado fácil. Eso no significa que en
primera persona no se puedan escribir grandes libros y buenas novelas, pero las
verdaderas dificultades vienen en la tercera persona, y también las grandes
compensaciones. El yoísmo
contemporáneo no deja de ser un refugio de escritores peregrinos. La omnisciencia es más exigente: saberlo todo implica seleccionar por
intuición, que es como juegan los campeones de ajedrez; las computadoras, en
cambio, tienen el vicio de la exhaustividad.
Forster
parece también adelantarse, incluso lo menciona de pasada, a la vampirización
de la novela por parte del cine, y él mismo, hablando del teatro, da la clave: “En
el teatro, toda felicidad y sufrimiento toman obligatoriamente la forma de
acción. De otro modo, su existencia es ignorada; es ésta la gran diferencia
entre el teatro y la novela”. Y todo lo que ello implica, sobre todo el flujo
interno, el poderoso ritmo que alaba en Proust o, por diferentes razones, en
Melville.
Porque
lo principal no es el argumento, que no deja de ser “una obsesión tomada del
teatro”. “Todo lo que se organiza de antemano es falso”, aunque sí se necesita
un cierto grado de sorpresa, una llamada a la curiosidad, pero son los personajes
los que hacen las novelas, y, para ser reales, “deben ir sobre ruedas”, y eso
implica que el narrador los siga, no los pastoree. Al contrario, advierte sobre
las desventajas de la novela rígida: “Puede exteriorizar la atmósfera o surgir
de modo natural del argumento, pero cierra las puertas a la vida y deja al
novelista haciendo ejercicios, generalmente en el salón”, y tampoco vale parapetarse
en el estilo, en la forma, porque “para la mayoría de los lectores de novelas,
la sensación que experimentan ante la forma no es tan intensa que justifique
los sacrificios que cuesta; así que su veredicto es: ‘Hermoso el resultado,
pero no merece la pena.’”
Lo
bueno que hay en este ensayo es que no lo ha escrito el crítico sino el
novelista; o, más bien, que el crítico tiene las limitaciones qu e le impone el
novelista, que siempre se pelea con las mismas cosas y a quien las teorías no
le arreglan las escenas. Por mucho que predique, siempre tiene que escuchar
atentamente al personaje, no al tratado, ni mucho menos al colega de tertulia literaria. Si Virginia Woolf no hubiese hablado tanto de literatura, La señora Dalloway habría sido una buena novela, y si Eduardo Mendoza hubiese dado una lección magistral sobre la picaresca, Una comedia ligera no sería tan divertida.