En una entrevista en Newyorker, mientras promocionaba este libro, Richard Ford cuenta que no tenía
previsto volver a meterse en la piel de Frank Bascome hasta que, como suele
suceder, los hechos lo pidieron, en este caso el huracán Sandy, que en 2012
devastó buena parte de la costa de New Yersey, el mundo donde Bascome había vivido. Esa imagen
tan sorprendente para un europeo, la de grandes casas de madera que saltan por
los aires como si no tuvieran cimientos (en realidad no suelen tenerlos), a
Ford debió de parecerle un símbolo muy nítido de los pocos miramientos con que
actúa la naturaleza para poner en su sitio ese castillo
de naipes en que suelen consistir nuestras vidas. Y ese nuestras es posible que abarcase la vida de Richard Ford pero
también la de un país capaz de autoflagelarse con gobiernos que tienen el
efecto de un huracán. No creo que sea gratuito el hecho de que en Francamente, Frank los personajes, salvo
el narrador, Bascome, son blancos adinerados con los que la naturaleza no ha
tenido piedad: un rico inversor que compró a Bascome la casa donde vivía en Acción de gracias y el huracán la ha
hecho trizas; su propia exmujer, enferma de párkinson, a la que Bascome trata
con un sarcasmo solo totalmente comprensible en las últimas páginas del libro;
su viejo amigo Eddie, enfermo terminal en su mansión de triunfador, con quien
tampoco Bascome usa un gramo de misericordia. Todos son como esas casas que
vuelan en remolinos, que se acuestan de un lado, que se vuelven del revés por
efecto del vendaval. Viven en una burbuja de dinero, retoques faciales, residencias
caras, cursos de feng shui, batas sueltas y recuerdos enmarcados que son un último
refugio inconsistente contra el verdadero invierno que los va a despedazar.
Por este lado Bascome, un agente
inmobiliario retirado, que vive con su tercera mujer, Sally, en una especie de
ataraxia marital de la que ya han desaparecido las obsesiones y los delirios de
grandeza, se dedica a salvarse por la vía de la aceptación. Su epicureísmo de
jersey de lana lo ha librado del naufragio. Su mujer lo hace feliz. Sus hijos
están lejos, sus ahorros y sus planes de pensiones le darán un pasar aceptable
hasta el final. Ha salido de la jungla, por así decir, y dedica el tiempo libre
a ver en el horizonte siluetas de pescadores y a esos trabajos comunitarios que
hacen los jubilados norteamericanos y que sirven para nutrir su conciencia
ciudadana con los desperfectos del sistema que tanto aman: los veteranos
desasistidos, las familias sin recursos, la gente maltratada por la naturaleza
humana. Bascome lee relatos en la radio local y reparte folletos a
excombatientes del delirio de Bush en Irak.
Porque las cuatro historias que
componen el libro (en realidad una sola, conectada por hilos firmes y bien
distribuidos) tienen una primera lectura política. Entre tanto blanco
desmantelado hay dos personajes negros muy importantes: una mujer, ya en sus
sesenta, algo más joven que Bascome, acude
a visitar la casa del narrador porque allí pasó su infancia y sufrió una de las
muchas consecuencias desastrosas de la segregación racial. Esa mujer se nos
aparece entre los fantasmas del neoliberalismo enloquecido como alguien con
suficientes motivos para volverse loca que sin embargo forma parte del lado
normal y necesario del país, del lado consciente y sensato que sobrevive al
huracán. Es profesora de historia y sigue manteniendo la relación con aquellos
que entonces no tuvieron prejuicios para socorrerla, y es una de esas personas
(como la asistenta del moribundo, también negra) que nos hacen despreciar
nuestras sofisticadas preocupaciones y al mismo tiempo, o quizá por eso,
resultan necesarias para que todo tenga sentido.
Obama sale muchas veces en esta
novela, en boca de los republicanos que lo fusilarían con un arma de asalto, en
carteles de cuando su pelea con Mitt Romney se convirtió en un asunto moral, en
retratos de besamanos que luego adornan las salas de billar de financieros sin
escrúpulos, incluso en el coche de Bascome, un Sonata, coche de jubilado sin
preocupaciones, en forma de pegatina que Frank comenzó a quitar pero en la que
aún se ve la sonrisa del presidente. Y es Obama, en fin, el que da unidad a las
cuatro historias, que se cierran con un ejercicio de contraste muy literario
entre la cadavérica fastuosidad del viejo amigo, de la vieja América neocón, y
la sonrisa del repartidor de gasoil, un muchachote negro, entregado a su
familia y a su comunidad, que, como dice el propio Bascome, “es lo mejor que
podemos ofrecer”, dicho sea con un último brillo de esperanza en la mirada. La
propia Sally, su esposa, tiene algo de Michelle Obama, arremangada y solidaria, que
no mira mal al marido porque coquetee con una rubia europea sino porque están
en un entierro. Sally/Michelle no acabará en un hangar para élites, esa especie
de incubadora de la muerte donde vive su última mujer. Y al propio Frank, si no
quiere amargarse la vida, más le vale seguir saludando a la gente que reparte
el gasoil y dejarse de viejos amigos perturbados por su egolatría.
Todo ello, como digo, en cuatro novellas perfectamente coherentes. (No
sé por qué a las dos novelas distintas de Canadá
las toman como una sola y a las cuatro tan homogéneas de Francamente, Frank por relatos independientes. Misterios de la
edición.) Están escritas quizá con más humor del acostumbrado, con más buen
humor general, quiero decir, ese que se convierte en divertido sarcasmo cuando
algo viene a perturbar la paz. Bascome está en la edad en la que
el único problema interesante es que se atasque la tubería del lavabo. Todo lo
demás debe quedar fuera. Abres la puerta de tu algodonosa guarida y todo son
zarpazos del pasado. La lectura moral, epicúrea de la novela, es un manual
sobre cómo afrontar la jubilación. Como el propio Bascome dice varias veces,
vivir es ir restando, podar lo innecesario. Ezequiel, el repartidor de gasoil, “es
esencial”, pero las viejas traiciones y las ambiciones pasadas de fecha son
perfectamente prescindibles. Quizá esta sea la más optimista de las cuatro que
tienen a Frank Bascome como narrador y protagonista, al menos de las tres que yo he leído, precisamente porque el
pesimismo, llegados a cierto punto, también es prescindible. Supongo que esa es
la razón por la que los ancianos sonríen cuando hacen turismo, la misma que les
hace racionar las amistades o mantenerse a una prudente distancia de la
familia. No es egoísmo (Sally no para de ayudar a los afectados por el huracán)
sino afán de perfeccionamiento, depuración de la felicidad.
De modo que esta novela de gente
que se muere entre los escombros del lujo, que contrae una cruel enfermedad o que chapotea
en la ruina resulta un libro incluso alegre, podado de la hojarasca sombría
que, al menos en mi caso, apelmazaba la lectura de El día de la independencia. Ford se sigue dedicando al realismo exhaustivo, pero esa
exhaustividad va tomando diferentes coloraciones según la época de su vida que
retrate Bascome. En Francamente, Frank yo diría que se trata de una
exhaustividad moderada, más ligera que en entregas anteriores pero no que en Canadá, una novela que a mi juicio puso
ciertos límites a la entomología realista.
El método, con todo, no ha
cambiado. Una situación presente (interesante
lo que dice al respecto en la entrevista del Newyorker), ya sea encontrarse con el antiguo comprador, recibir a
una amable desconocida o visitar a dos enfermos, cuya comprensión exige, por un
lado, describir el contexto que da sentido a esa situación, y por otro el punto
de vista minucioso con el que el narrador atraviesa por ella. “Hay que estar
abierto a lo que no es evidente”, le dice Bascome al viejo amigo en las
últimas, cuando este se queja de que en los libros de Naipaul (Narpool) suceden pocas cosas. En eso
consiste el atractivo de la prosa de Ford, en la atención por lo desapercibido.
El novelista es el historiador de lo que no se expresa pero sucede. La realidad
no hace más que asomar. Tan solo la entrevemos, y el artista es el que abre un
poco el hueco, el que hurga en lo escondido.
Dejé pasar Acción de gracias, la anterior novela de la serie Bascome, porque El día de la Independencia me había
saturado. Canadá me reconcilió con
Richard Ford, pero Francamente, Frank
me ha reconciliado con Frank Bascome. Igual es el momento de volver a ella.
Richard Ford, Francamente, Frank, Anagrama, 2015, 228 páginas.