A Miguel Sánchez Ostiz lo leíamos bastante en los 90, cuando estaba con Anagrama, hasta que, creo recordar, se pasó a Seix-Barral con Las pirañas, pero volvió después a Anagrama con novelas de éxito como Un infierno en el jardín o No existe tal lugar. Ninguna de las tres me acabó —entonces— de interesar, pero sí leí hasta el final En Bayona bajo los porches, escrita cuando el autor ya estaba metido hasta los ojos en el mundo de Pío Baroja. Había ya publicado el Derrotero de Pío Baroja, en Alberdania, y faltaba poco para que en Espasa editara su Baroja, a escena y se recluyera definitivamente en la editorial navarra Pamiela, donde, hasta lo que yo sé, sigue publicando. Creo que últimamente se dedica a la historiografía local, a escribir varios libros al año y a quejarse de que no le hacen caso.
Digo esto porque la lectura de Sánchez Ostiz salta de la simpatía al hartazgo casi sin solución de continuidad. En Derrotero de Pío Baroja, que leí cuando salió, tengo el libro plagado de cus mayúsculas, iniciales de la palabra ‘queja’, cada vez que el autor se lamenta de algo que no tiene que ver con Baroja sino consigo mismo, que no le dan bola, mayormente, que no lo invitan a congresos ni le dedican elogiosas críticas ni organizan banquetes de presentación de sus libros. Luego, si lees alguna entrevista de aquí y de allá, las fechas empiezan a cuadrar: cuando deja Seix Barral se va a Espasa y allí escribe un libro, en principio, capital sobre Baroja que la editorial no se molesta ni en presentar, y lo edita con un papel reciclado que se abolla al contacto con la piel. La cuestión es que entre 2002 y 2005 Sanchez Ostiz deja de publicar en editoriales con poderío y en su Pamplona natal (aunque también vive en un caserío del Baztán) se lía a escribir libros de todo lo que le pasa, los días, dice, que no lo ensombrecen las nubes, una depresión de la que él ha hablado muchas veces en público, al parecer resultado de "un contrato roto unilateralmente"...
Todo esto merece la pena saberlo si uno quiere calibrar su atrabiliaria prosa, malhumorada, promptuosa, repetitiva, prosa de no corregir nada y cada cierto tiempo cabrearse por cosas que no tienen que ver con lo que está escribiendo pero que aparecen allí como si en mitad de una película oyésemos una discusión en el vestíbulo del cine, paro luego serenarse y repetir alguna acusación y suavizarla, o bien algo de lo que En Bayona bajo los porches está llena y que a mí me hizo antipática la novela: acusar sin señalar, llenarlo todo de si yo contara lo que sé…, plagar la charla de gestos y visajes, como una vecina que teníamos cuando era niño, natural de Larache, que era capaz de hablar durante largo rato sin terminar ninguna frase, sin nombrar a nadie y sin acusar de nada, pero poniendo verde a todo el mundo, todo a base de gestos e interjecciones, muy divertida.
Eso es lo malo, que Sánchez Ostiz, en el mejor de los casos, resulta divertido, pero no te lo terminas de tomar en serio, y eso que despliega un aparato erudito que en el ámbito del ensayo a mí siempre me ha sonado a inseguridad. En Tiempos de tormenta, el libro que termino de leer, de 2007, los detalles son a veces tan minuciosos que dan risa: a qué hora se encontró Baroja con Fulano o Mengano, dónde estaban las maletas que facturó en París, por qué esquina pasó la mañana del siete de septiembre…, todo ello con un afán de rigor muy encomiable pero que yo creo que le ha jugado una mala pasada. Me explico.
La más ajustada crítica que yo he leído de ese libro miserable que es Baroja o el miedo la escribió Sánchez Ostiz en una nota a pie de página de su libro Pío Baroja, a escena, donde pondera la labor investigadora del sujeto aquel a la luz de todo lo que se inventa, que es casi todo, y todos los infundios y difamaciones de rata de cloaca con que va embadurnando la vida de Baroja. Sin embargo, el libro de Sánchez Ostiz es muy crítico con la posición de Baroja frente a la guerra civil y con los libros que escribió en aquella época, demasiado, a mi juicio, porque no entiende algo que comprendería cualquiera que haya leído las memorias familiares de Julio Caro. Aquel señor de 65 años vivió una revolución cuando ya caminaba por veredas del otoño. No podía ya hacer lo que hizo cuando se fue a los barrios más miserables de Madrid a escribir La lucha por la vida. Baroja no era Hemingway, ni falta que hace. Baroja sorteó como pudo el morlaco de la guerra, sin hipocresía para sacar tajada política y literaria del exilio y sin ingenuidad para meterse de hoz y coz en semejante barbaridad. Entre los muchos reproches que le dedica S.O. (reproches heridos de afecto, siempre) hay uno que da idea del nivel de exigencia hacia el biografiado que practica el biógrafo. Baroja, en la frontera, paseaba hasta el mirador de Biriatu para ver en directo la batalla de Irún, junto con muchos franceses que pagaban algo de calderilla por ver el espectáculo en primera fila. S. O. insiste en que Baroja se comportó como un turista más, pero no dice jamás qué se le ocurre a él que debería haber hecho para pasar a la historia con más, digamos, dignidad.
Y es entonces cuando me doy cuenta de que, por muchas verdades que encuentre Sánchez Ostiz en los periódicos locales, por muchas precisiones de calendario con que desbroce las biografías mitificantes, hay algo muy íntimo de Baroja que no entiende, su meridiana conciencia de cuál era su verdadero mundo: sus libros, sus personajes, su familia. Baroja es el hombre que, por no cambiar jamás de principios fundamentales, unas veces parece progresista y otras reaccionario, según vaya el mundo cambiando de ideas. Hoy mismo, en 2016, la opinión que le merecía a Baroja la política española de antes de la guerra es la que me merece a mí, por ejemplo, la que tenemos nosotros, con la sola diferencia de que ahora estamos vacunados contra la guerra y entonces había demasiada gente sin nada que perder. Sus opiniones acerca del guirigay de las izquierdas, del cinismo cantamañanas de los políticos, de la incapacidad radical del español de ponerse de acuerdo, de la rancedumbre cérea de la derecha, de su falta de escrúpulos a la hora de robar; todo lo que Baroja dijo entonces sienta como de molde a nuestros días, siempre y cuando, por supuesto, uno acepte las reglas del juego: independencia hasta lo arbitrario, y un mundo privado hecho sobre todo de ternura. Lo que hizo Baroja en la guerra fue salvar lo uno y lo otro, por más que insista Sánchez Ostiz en que a Baroja le pasaba lo mismo que a él, que no le comprendían. Baroja tuvo muy pronto la posteridad resuelta. Siempre supo mantenerse a flote como trabajador autónomo, y escribir lo que le vino en gana.
Ya el hecho de que Sánchez Ostiz, el que tanto se queja, sea un escritor profesional con más de sesenta libros publicados y en sus ratos libres se dedique a viajar y a escribir libros de viaje podría considerarse un triunfo, o al menos una posición privilegiada para entender a Baroja. Baroja escribe como si no hubiera tenido éxito, pero lo tuvo. Sánchez Ostiz, como si tuviera que tenerlo, y la verdad es que lo tuvo y lo tiene, pero no el que él deseaba, un tipo de amargura que siempre emborrona las virtudes del más pintado. El resentimiento es mal compañero de viaje. A Baroja no hace falta levantarle una peana, pero tampoco vaciar en él las amarguras. Si lo viésemos con esa distancia tierna y desengañada con la que él en el fondo veía las cosas, no sería menester llevar la contabilidad de aquellos personajes a los que conoció pero Baroja no les hizo el honor de nombrarlos en sus libros, por ejemplo.
Para escribir de Baroja no hay que ser fanático. El biógrafo no está vengando agravios sino diciendo lo que averigua, es decir, seleccionando y desproporcionando en su interés. Sánchez concluye con que la actitud de Baroja ante la guerra, en la época de Miserias de la guerra, es “la del espectador neutral de un conflicto, cualidad a la que alude expresamente en varios lugares, cifrada en un lema que arrastra desde hace casi quince años (…), el de ‘los que no estamos ni con unos ni con otros’”, pero a esa conclusión se llega tras un aluvión de discretos reproches. Cuando citamos la opinión que a Joyce le merecía la Primera Guerra Mundial mientras estaba en Trieste, aquel célebre “sí, me han dicho que hay una guerra por ahí”, comprendemos de inmediato que él quisiera estar a otra cosa, sobre todo porque ya estaba escribiendo el Ulises pero aún no había logrado publicar Dublineses, y porque a Joyce eso de la patria no le había traído más que disgustos. ¿Por qué no podemos comprender, entonces, que Baroja fuera entonces lo que somos ahora nosotros? Yo no sé si Sánchez Ostiz dejaría la arcadia navarra en la que tanto sufre las injusticias del mercado cultural para marchar al frente, en el caso de que ahora se desatase una guerra parecida. Yo no, desde luego. Baroja no escribió A sangre y fuego porque ya no le correspondía, y porque Chaves era veinticinco años más joven que él. Vivir en el pasado, recluirse en sus novelas es lo que, a cierta edad, todos los literatos hacen, empezando por Sánchez Ostiz. ¿Por qué no Baroja? ¿Por qué agarrarse solo a la parte mala de la sentencia que le echó su hermana Carmen y que tantas veces repite el autor, que era muy egoísta y muy tierno? ¿Qué más le importa a la literatura, que Baroja fuera egoísta o que fuera tierno?
Yo no creo que Sánchez Ostiz, ni en este ni en ninguno de sus libros, haya querido cargarse el mito de Baroja, pero no hay dato que aporta sobre Baroja que no pueda tratarse de un modo no ya más condescendiente, sino sencillamente más comprensivo. Lo malo de la prosa de S. O. es ese lastre de resentimiento que encima no parece proyectado hacia Baroja sino que Baroja es la excusa para proyectarlo hacia la caterva de endriagos pancistas que impiden que Sánchez Ostiz publique en las grandes editoriales del país. Un caso clínico que, en todo caso, llena sus libros de literatura, porque debajo de lo que investiga siempre está el personaje dramático que lo investiga, y porque se condena a sí mismo a ser tachado, injustamente, como uno más de la cofradía de esa mala persona que escribió aquel libro infame. De ahí los líos que, después de haber estudiado con rigor las novelas de Baroja sobre la guerra, ha tenido con los descendientes de don Pío, escamados por haber abierto las puertas de Itzea a quien se ceba en los defectos del escritor. En los presuntos defectos, porque esa misma meticulosidad resulta muchas veces miope, descontextualizada, y es fácil llegar a la conclusión de que Baroja estaba solo porque se lo merecía y porque no hizo como escritor lo que tenía que hacer. ¿Habría bastado con firmar un par de manifiestos políticamente correctos? Venga ya, hombre: uno no ha leído a Nietzsche para eso.
Me quedo con uno de los muchos pasajes que, a pesar de todo, hacen justicia al personaje, y que, como todos los demás, tienden a relativizar la marea de hallazgos minuciosos. Primero cita una frase de Baroja fundamental para entender su literatura: “En el fondo como escritor soy un folletinista. No he intentado hacer folletines porque aquí nadie los quiere, el público que se cree culto los desprecia y el pueblo no lee más que periódicos”, a lo cual Sánchez Ostiz remata:
Baroja, que, como sabemos, nunca cambiaba, fue fiel a la idea que tenía de sí mismo y de su manera de hacer literatura. Lo que se conoce con el nombre de actualidad o presente más o menos arrollador, a Baroja le resultaba ininteligible, hostil, dañino, y la noción misma de modernidad algo tan ajeno a él y a su obra que resulta hasta grosero hablar de ello.
Es un buen resumen del libro: una verdad incuestionable seguida de un juicio gratuito, una montaña rusa de lucidez crítica y desbarros intempestivos. ¿Qué entenderá Sánchez Ostiz por modernidad?
Miguel Sánchez Ostiz, Tiempos de tormenta (Pío Baroja, 1936-1940), Pamiela, 2007, 396 p.