28.12.16

Alcachofas contradictorias


En el abigarrado mundo de los pintores flamencos y holandeses que se dedicaron a las naturalezas muertas, Clara Peeters pasó a la historia por dos motivos: por ser una de las primeras mujeres dedicadas en el siglo XVII a la pintura (y la primera de quien se organiza una exposición en el Prado), y porque intrudujo el pescado como tema de bodegón. Su arte, su ars, que diría Rodolfo, no tiene tanto que ver con el más tenebrista de Mahu ni con los suntuosos pronks de, por ejemplo, Heem, que más parecen una despensa repleta de manjares a la que hubieran abierto la puerta para que todo se desparramase. Clara Peeters tiene más que ver con Osias Bert, el pintor de desayunos, más amigos de las composiciones equilibradas y los tonos ocre de las luces, de los detalles del pan y de las flores de colores. Leo que el detallismo de Osias Bert influyó en el bodegón español a través de Van der Hamen, mucho más amigo del claroscuro, en quien ya intuimos los inigualables bodegones de Sánchez Cotán. Clara Peeters no es amiga de que los fondos negros suman al objeto pintado en la penumbra, o lo hagan emerger de ella. Los quince cuadros que se exhiben en una sala del museo están sobradamente iluminados, con esa luz dorada, en tonos ocres y royos con que pintan los holandeses. La sobreiluminación aumenta el apetito, pero realza los objetos hasta sacarlos de sí mismos. A veces están excesivamente vivos, y los ojos de los besugos se parecen a los de los santos mártires, anegados de agua bendita, y los cangrejos ya cocidos, rojo pimentón, miran la escena como policías.
Es en todo caso la iluminación necesaria para que luzca el detallismo. En seguida miramos los cuadros como si estuviésemos en una exposición de orfebrería. Peeters usa esbeltos copones historiados, panes con retículas tupidas dibujadas con un cuchillo sobre la corteza, cristales labrados en cientos de facetas cada una de las cuales concentra destellos diversos y brillos de colores, y algunos el reflejo de la pintora mientras los está pintando. Hasta los más livianos objetos tienen su grabado, su color, su significado. La falta de profundidad no hace sino resaltar su condición simbólica, el realismo minucioso pruduce menos vida que misterio. Peeters se detiene primorosamente en los brillos sedosos del pescado y los juegos de reflejos sobre las pieles de las gambas, cuyos bigotes están delicadamente pintados con pinceles de un solo pelo. Brillan los metales de las jarras y los surcos que ha dejado el cuchillo en las lascas de mantequilla, y brillan las jugosas heridas del pan, cuya miga parece que aún siga fermentando. En cada esquina más tostada de la rosquilla se adivina un estudio previo riguroso de cómo se tuestan las esquinas de las rosquillas. Todo eso tiene misterio, tendemos a pensar que tiene que significar algo, porque de lo contrario no tenemos más remedio que alabar la pericia, la puntillosidad, y dejar a un lado las impresiones de conjunto. La carga simbólica supuesta lo acerca a la modernidad.
Es muy significativo, a este respecto, el caso de las alcachofas, que en aquella época, según reza el pie del cuadro, se tenían por afrodisíacas. Son unas alcachofas muy hechas, las hojas han empezado a abrirse y las puntas a repingar. Dentro, los cilios ya están grises y resecos. Sánchez Cotán habría escogido un verde a la medida del tiempo, un verde más pardo y apagado, avejentado, endurecido, pero Clara Peeters pinta las alcachofas con verdes frescos y jugosos, tersos y como recién brotados. Y lo mismo sucede con los pajaritos muertos que pueblan algunas piezas. Están tiesos, tumbados encima de la mesa, patas arriba, pero sus plumas tienen colores tan vivos, rojos tan intensos y amarillos tan cítricos que parecen recién disecados. En ellos, en todo caso, no ha entrado la muerte todavía, o lo ha hecho en su forma definitiva, sin pasar por ese vivero de sentimientos que es la lenta descomposición de los cuerpos. 
Todo está como devuelto a su suntuosidad de objeto, igual la cubertería de plata que la mosca gorda encima de la jarra. No hay más que comparar la mosca de Juan Fernández El Labrador que hay posada en un racimo de uvas maduras, una mosca humilde, enclenque y gris, con la de Clara Peeters, que parece de bronce, y está tan bien alimentada que recuerda un escarabajo de esos egipcios con significados de ultratumba. La diferencia entre las dos moscas es la que hay entre el realismo ascético y el hiperrealismo aparatoso.
Mención aparte merecen los pescados, la gran contribución de Clara Peeters. La pintura flamenca tiende a la exuberancia. Las ostras son carnosas, blandas y rosadas, con el nacarado del mar. Los peces, que miran al más allá, tienen esa piel amarronada y verdosa de las carpas, comedoras de barro, y los labios gruesos de los monigotes que pintaba Brueghel. Son, en general, peces recién pescados, que parece que aún boquean, pero hay un espléndido arenque escabechado de más profundidad espiritual que las lubinas de piscifactoría, enjuto, cubierto de los bronces del vinagre, y detenido en la expresión de angustia de antes de escabecharlo. 
Pero no es la tónica general. Clara Peeters prefiere alimentos de primera calidad, ajenos al tiempo y a la idea de muerte, listos para servir en las mesas de los señores, que siempre han preferido las flores de papel, los capullos llamativos que solo han de lucir un día en la solapa. Lo duradero, en sus cuadros, es el metal, no los frutos carnosos, que habría que cambiar en cada sesión. Clara Peeters trabaja sus colores lo que sea menester para no presentar en la mesa un pescado en malas condiciones. Es lo que tienen las sociedades opulentas, que nunca encuentran tiempo para ver la hermosura de las hortalizas pochas o los tordos mal matados. No hay sangre seca en los cuadros de Clara Peeters. En realidad no hay ningún tipo de sangre. Los manteles conservan los pliegues porque están recién planchados, y las aves de caza forman como colegiales con sus mejores galas. Hay bodegones para los martes de invierno y bodegones, como estos, para las fiestas de guardar.

El arte de Clara Peeters, Museo del Prado, del 25 de octubre de 2016 al 19 de febrero de 2017.

1 comentario:

  1. Me gustan mucho tus gafas, todo se ve mejor cuando nos dejas probarlas y ver contigo.
    Solo comentarte algo, las brácteas de las alcachofas (que no hojas) eran puntiagudas y coriáceas, ahora la selección de variedades ha domesticado lo que en el mercado es menos vendible. La flor (bueno, las flores porque es una compuesta) está en el interior y todavía no ha florecido en la que vemos pintada, digamos que es un capullo muy protegido. Sánchez Cotán elegía ese verde grisáceo porque él pintaba cardo, el hermano de la alcachofa, la especie más valorada por lo menos en España tal como comenta Andrés Laguna.
    En este bodegón he encontrado dos autorretratos de Clara, igual que en otros en los que es más evidente, y en vano los he encontrado en los ojos del pez, al modo de Salgado.
    Siempre he pensado que en cuadros como estos, y en todos los flamencos anteriores, el realismo no es tal, es un hiperrealismo al que nuestra mirada habitual no llega. No vemos tanto, no vemos tan preciso. Esa particularidad lo hace distante, como encontrar cerezas y alcachofas al mismo tiempo, cuando son de tiempos diferentes. Estas naturalezas muertas parecen paisajes imposibles.

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