28.1.17

La edad de no ser nadie


La lectura, hace relativamente poco tiempo, de Francamente, Frank, y una bloguería de Marcelo, aparte de un ambiente propicio para las novelas largas, me animaron a leer Acción de Gracias, la tercera de la tetralogía Bascome de Richard Ford. De El periodista deportivo tengo buen recuerdo porque hacía que la propia vida, contada en esos mismos términos, tuviera un relato interesante: un americano medio, desengañado, ácido y culto, capaz de encontrarles a las situaciones normales su lado más patético sin usar jamás la brocha gorda. Era, recuerdo, el escepticismo mostrado con sarcasmo inteligente y tibio, un modo de encarar el mundo alrededor, incluido el que podía vivir quien lo leyese. Sin embargo el recuerdo de El Día de la Independencia no es tan estimulante. Creo que me cansé de verlo vender casas, aunque merecería una segunda lectura porque ahora, como el propio Bascome, estoy interesado por cosas que antes me dejaban frío.
Pero la edad anima a buscarle algún sentido a todo esto. En Acción de Gracias Bascome ya tiene 55, está en lo que él llama el Período Permanente, cuando cualquier variación de lo definitivo ya tiende a empeorarlo. Los cincuenta son, al menos narrativamente, más interesantes que los cuarenta, cuando se supone que aún se puede perfeccionar, al menos en madurez, en dominio de uno mismo. A los cincuenta, cualquier excepción a ese dominio es una vergüenza o una enfermedad. 
            Bascome tiene cáncer de próstata, está muy bien tratado en la clínica Mayo. Su segunda mujer, Sally, se ha largado con su anterior marido, al que creía muerto. La última, Ann, intenta acercarse compasivamente a él pero retira la mano antes de tocar el fuego (la venganza de Ford en Francamente, Frank es magnífica). Su hija Clarissa acaba de dejar una relación homosexual y está liada con un verraco. Su hijo Paul es gilipollas, un casi treintañero de diez años incapaz de procesar la importancia de las cosas, histriónico y desesperante, sin un pase. Aunque quizá el que más aparezca, y con más afecto, sea el hijo de nueve años que murió en El periodista deportivo y desencadenó su divorcio de Ann. 
        Mucho más que a todos ellos ve a Mike, su socio  en el arte de vender casas por la costa de New Jersey, en barrios donde cualquiera que se pasea por allí ha tenido acceso a una hipoteca de un millón de dólares o trabaja para ellos, un asioamericano que aspira a quedarse con el negocio, practicar el budismo, ganar mucha pasta y tirarse a cuantas más mejor. O al viejo Wade (ya Marcelo nos recordaba su aparición en El periodista deportivo), con quien asiste a una demolición controlada en, quizá, el mejor pasaje de la novela. O a una camarera neurótica de un bar de lesbianas de polígono, en el pasaje algo forzado de la ventanilla del coche. Todos personajes episódicos, por más que sus familiares (o su socio) entren y salgan de la narración. Frank Bascome está esencialmente solo, y la enfermedad lo he enternecido lo suficiente como para organizar un Día de Acción de Gracias en el que todo el mundo tenga la obligación de ser afectuoso con él. 
Frank ve venir la muerte, la entiende, la hace verosímil, hay una clínica Mayo que se lo demuestra con todo lujo de atenciones, aunque puede venir de cualquier modo, con cualquier error. Puede venir, por ejemplo, del error de creer que aún hay algo que queda en pie, algo tan romántico y pasado de rosca como llamarle la atención a un gamberro quinceañero. Eso también es muy cincuenta, creer que tu autoridad moral puede suplir tus ya evidentes mermas físicas. Uno se convierte en un señor, un ciudadano cada vez más frágil pero vestido de señor. Puede acabar peleándose con un borracho en un tugurio (en un arranque que choca con la actitud siempre reflexiva, previsora —aunque se equivoque— de Frank Bascome), o pelado de frío dentro de un coche, pero camina por un territorio para el que ya no le quedan fuerzas. 
Al personaje le van sucediendo cosas, y esas cosas apenas determinan el desarrollo de las posteriores. Están pintadas con el mismo tono gris metálico, pero son partes, en general, autónomas. Están hiladas en torno a un tiempo limitado, siguen en presente el transcurso del día. “Los momentos decisivos de la vida vienen a nosotros de manera enteramente caprichosa”, y la sorpresa de lo que podría haber salido mejor (o todavía peor), pero nunca como uno quisiera, es la fuerza que mueve la corriente del relato.
Richar Ford lleva la etiqueta de realismo exhaustivo. Y tanto. El personaje baja de un coche, pone un pie en el asfalto y, antes de que ponga el otro, el narrador nos ofrece un minucioso inventario de los establecimientos que hay en esa parte de la calle. Es un decir. Con frecuencia es llamativo el perfume a exactitud, como si Ford estuviera siempre tomando notas en el lugar donde suceden los hechos, tomándose su tiempo para averiguar lo que un vendedor de casas sabría después de mucho tiempo trabajando en la misma zona. Y sí, suena a exhaustivo, pero es agradable porque mantiene el lado panorámico de la novela. La prosa suena a reescritura permanente, con datos de ambiente de todos los colores, de un realismo pericial, reticular.
El realismo, en cambio, está más presente en los temas que en los hechos, aunque, tratándose de Estados Unidos, la extravagancia de los hechos suele ser del más crudo realismo. Pero sí: la familia descompuesta, casi imposible de zurcir (ni aunque creas que te estás muriendo), llena de víctimas de sus propios sueños, cerebros estragados por la fantasía de sí mismos. A Frank, aunque ya está demasiado acostumbrado a la soledad, le gustaría darle a la noche del pavo un sentido de recomposición, de presentación de bienes duraderos, pero todo es escurridizo y las piezas no podrían encajar aunque quisiesen.
Así que uno viaja en el Suburban de Bascome (con la ventanilla rota) y va viendo ejemplos de descomposición social, de locura colectiva, de pérdida de más referencia que la de uno mismo y el brillo de sus zapatos. Hasta que, después de tanta gente más bien rara, pero verosímil, irrumpe lo excepcional, lamentablemente también verosímil. Uno no debería preocuparse tanto por la salud en un país en el que un mocoso puede ir asaltando casas con una metralleta. Caminan bajo los tiestos en medio del ventarrón. Ocurre, y es un tema real y preocupante, pero es excepcional, contingente, que decía Ferlosio, no panorámico.
¿Es eso un defecto? Nada más terminar pienso que habría sido mejor la novela sin un final dramático y redondeador, más coherente quizá sin que a última hora no hubiera venido ese rayo de sol con la reaparición de Sally. No sé si guarda esa reaparición las proporciones con la ingente cantidad de detalles que puebla la novela, un días después que pone demasiadas cosas en su sitio. Las cosas no estaban en su sitio. Las cosas no tenían sitio. Pero debe de ser también muy cincuenta buscarle un sentido a lo inamovible, cambiar de residencia y volver a empezar aunque sea poco tiempo. En algún lugar Bascome dice que toda la novela norteamericana se sustenta en el hecho de que un personaje se cansa de vivir en una ciudad y se marcha a otra. En ese, y en unos cuantos otros sentidos más, no sé si será una genuina gran novela americana, pero sí, desde luego, una novela dispuesta a agotar las posibilidades de interpretación de un sentimiento, de una forma muy concreta de estar dentro de la vida. 
Richard Ford, Acción de Gracias, Anagrama, 2008, 731 páginas.

9.1.17

Cuestiones ferlosianas


Dice el maestro: “todo es aburrimiento y vergüenza”, pero lo dice sin los habituales determinantes con que lo diríamos: todo es un aburrimiento y una vergüenza. Con sendos artículos indeterminados marcamos el punto de vista, porque la frase solo puede ser entonces un juicio del que la pronuncia dirigido al mundo en torno y ya no es necesario agregar un pleonástico para mí que queda más que sobreentendido. Pero si decimos todo es aburrimiento y vergüenza, sin la indeterminación valorativa del un/una, no está claro que no atribuyamos tan decepcionantes estados de ánimo a los demás y no a uno mismo. Si decimos todo es desolación incluimos a los otros como sujetos desolados, pero también a nosotros mismos, del mismo modo que aquí el sentido podría ser el de ‘todo el mundo se aburre y todo el mundo siente vergüenza, hasta yo’, y no solo ‘todo (lo que hace todo el mundo) me parece un aburrimiento y una vergüenza’. 
Así decimos que todo es vanidad pero no no que *todo es una vanidad, puesto que nos reconocemos incluidos en ella, pero nos parece más natural decir todo es una mierda en vez de *todo es mierda, justo por lo contrario. Es posible (de hecho no me extrañaría nada) que Ferlosio haya echado mano, al final de la entrevista, del matiz épico y solemne de ciertas elipsis de determinantes. Todo es confusión nos parece más elevado que todo es una confusión; todo es horror, más triste que todo es un horror, pero en ambos casos se sigue apreciando que sin el determinante hay como una más desolada implicación emocional del hablante. 
Porque, además, si Sánchez Ferlosio hubiera dicho que “todo es un aburrimiento y una vergüenza”, con voz de juez expeditivo, no habría introducido ninguna forma de desolación ni de fatalidad. La cosificación que, aun siendo indeterminados, aportan los determinantes hace que todo parezca tener solución y que cualquiera con los ojos bien abiertos pueda verla. Pero así, más en abstracto, al quitar los determinantes se ha extirpado la determinación del juicio. Ya no cabe decir: esto es un aburrimiento y por lo tanto habría que hacer algo, sino dar un leve suspiro y constatar que no tiene remedio. Al cosificar no nos hacemos responsables de la cosa. Pero todo es vergüenza no deja sujeto sin acusar.
Linda con la hipálage, puesto que nominaliza el adjetivo para sacarlo de la mera opinión, y en vez de recurrir al todo es aburrido y vergonzoso, deja la impresión de que los aburridos y los avergonzados no lo están de estarlo, por así decir, no se aburren del aburrimiento y no se avergüenzan de la vergüenza. Perder el tiempo no les parece intolerable, ni tampoco perder la dignidad o hacer el ridículo. La elipsis amplifica. Los pueblos se pervierten y se descomponen cuando necesitan leyes para todo, porque se desvinculan de aquello que no se puede regular. No hay ningún decreto que prohíba el aburrimiento, el adocenamiento, la inacción, la repetitiva vulgaridad, ni tampoco que exija decoro, una mínima cultura, un cierto sentido de las relaciones sociales, de la jerarquía de la realidad y la presencia de los otros. Ningún artículo estipula qué condena merece un sinvergüenza o un zángano.   
Por eso la elipsis debería ser de obligatoriedad, todo debería ser un aburrimiento intolerable y una vergüenza deshonrosa para todo el mundo, no solo para mí, pero más bien me quiere sonar a las palabras del anciano viajero que anduvo muchas leguas hasta llegar a la ciudad de sus antepasados, con intenciones de asentarse o como poco reanudar los vínculos con sus vecinos, y, visto que aquello era un desastre, que todo andaba manga por hombro y la gente había perdido el amor propio, volvió sobre sus pasos con la cabeza baja, y al llegar a las murallas, lleno de polvo del camino, a la pregunta del vigía que asomaba la cabeza por una de las aspilleras de la fortaleza, alzó las manos y se sostuvo con ellas la cabeza mientras la meneaba como queriendo decir que sus ojos habían contemplado algo tremendo, y miró al suelo y dijo: “Todo es aburrimiento y vergüenza. Abre, abre, que yo no quiero saber nada.”

1.1.17

Sileno sin pudor



Los carteles de la exposición Ribera Maestro del dibujo del Museo del Prado nos advierten de que en los siglos XVIII y XIX al Españoleto se le consideraba un pintor sádico. No me extraña. Sus muchos esbozos de martirios lo confirman. Se centró, sobre todo, en los de San Sebastián y San Bartolomé, y no porque los acribillasen a flechazos o les arrancasen la piel a tiras, respectivamente, sino porque estaban atados a un árbol, colgando de las manos, postura predilecta de Ribera porque marca los músculos delgados de los brazos y los huecos de los ijares, y porque, supongo, permite que se desentienda de los gestos y concentre todo el dramatismo en la rostro desencajado. 
No hay solo mártires, claro. Abundan los equilibristas, los reos de la Inquisición, todos colgados de las manos, aunque a veces las pruebas de que le interesaban más los brazos que los martirios son muy elocuentes. Hay un San Bartolomé que en principio podía no estar atado a ningún sitio, tan solo implorando al altísimo, y al que, una vez acabado el dibujo, le pintó un árbol detrás para llevar la escena a la hagiografía. En otro caso, unos individuos están descolgando a un ahorcado, subidos en las ramas, agachados o también colgados para facilitar la faena. Es esa cosa cruel del clasicismo que siempre me ha fascinado: no enseñamos un cadáver sino la belleza de sus músculos. El mero hecho de que Ribera eligiese aquellas torturas que exigían brazos en alto ya es significativo, aunque su firma está más bien en el inquisidor que contempla cómo un torturado se descompone vivo y lo anota como si estuviera viendo pasar cajones de merluzas recién pescadas.
Pero esta inclinación puede verse en otras partes del cuerpo. En un óleo sobre el martirio de San Bartolomé hay un diálogo muy armónico entre la bestialidad de la escena (de la elección del autor) y el sadismo de los torturadores, uno de los cuales lleva el cuchillo entre los dientes como los matarifes y, a pesar de que solo se le ve el perfil (abusa mucho Ribera de los perfiles, dicho sea de paso), muestra todo el vicio con que los psicópatas se entregan a sus rituales macabros. 


En otro cuadro, de ambiente mitológico, Apolo desuella a un sátiro cortando a la altura de los tobillos y arrancándole a estirones el pellejo, y la crueldad ahora está en la dentadura del sátiro, que gañe con su parte de animal en la matanza, y Ribera se regodea en una dentadura repulsiva, de una repulsión por encima de las modas de higiene bucal. En aquella época todo el mundo llevaba los dientes hechos un asco, pero este tono pardo verdoso de los dientes del sátiro es como un color hediondo similar al que utiliza para cubrir de piltrafas de carne podrida el esqueleto de un monstruo donde va (de perfil, siempre de perfil) la bruja Hécate, con un cargamento de niños narcotizados con cara de persona mayor que ella utilizará para sus ungüentos mágicos. 
Ribera, dicen los carteles, está entre el clasicismo y el naturalismo, aunque yo en ese cuadro de Hécate lo veo huido de Caravaggio por el camino enloquecido que lleva a Goya y a William Blake. De la mitología echa mano siempre de lo más sangriento. Tiene donde elegir, pero le inspiran especialmente el Laoconte de Roma, para sus escenas de brazos, algunas de sorprendente ritmo. En Sansón y Dalila, por ejemplo, una mezcla sanguina y lápiz negro, los brazos trazan un ballet de formas que recuerdan a Matisse. Pero su obra maestra en materia mitológica, al menos en esta exposición, es el Sileno borracho, pero no el que todo el mundo conoce, en el que la cabeza del viejo está a la derecha y los pies hinchados a la izquierda, sino al revés, en una escena menos envarada donde aparece un burro y unos niños también borrachos y en la que el gesto de Sileno es completamente diferente. En aquel era la caricatura del borracho sediento de vinazo. En esta es una cara mucho más profunda, la cara del borracho claudicante, del que siente todo el asco y el hastío de quienes lo contemplan pero ya no tiene ganas de disimular. La barriga se posa sobre el suelo como un balón de grasa, con una desnudez obscena, abandonada, la de quien ya ha perdido cualquier forma de pudor. En el cuadro más conocido, el simétrico a este, Sileno está en la euforia babosa de quienes piden seguir la juerga, pero aquí es un beodo consciente, como esas ocasiones, de camino a casa, en que una mente lúcida es transportada por un cuerpo borracho, y el gesto es más bien de resignación, de soportar el mundo como es y no tratar de decorarlo. Así es el fumador que reincide después de un ataque de tos, o el yonki que apenas puede sostener la jeringuilla, o el jugador ausente de quienes sienten pena de sus adicciones.

Porque, por lo demás, me temo que en Ribera demasiadas veces el dibujo se come al retratado. Sus estudios de ojos y de orejas, son, en general, demasiado explícitos y perfectos, de academia de dibujo. Los trazos suelen ser muy cortos, de ir colonizando el voluminoso blanco, y solo en algunos apuntes como los del dignatario turco los trazos rápidos dan más vida al personaje que el alarde de pulso de muchos otros perfiles. No sé si, para su época, era un gran dibujante: ya se sabe que la minuciosidad, en dibujo, es síntoma de limitación, y el horror vacui, el bosque donde se esconden los espíritus inseguros. Sus cabezas grotescas tienen algo de flamencas (labios gordos, bocas anchas, sinuosas), y en su búsqueda de la fealdad se entretiene en bocios y malformaciones, y lo mismo con las escenas de mendigos, gitanos y enterradores. Pero esa búsqueda de la fealdad no necesitaba de adiposidades: sus angelotes de la Inmaculada también parece que los estén torturando, o, como en el caso de Sileno, continúen una juerga inacabable.