11.8.18

Más miedo que peligro


El prefacio de Catilina no es el más adecuado para que uno tenga simpatía por Salustio, cuando dice que prefiere dedicarse a la labor de historiador, una vez se ha apartado de la política, que a servilibus officiis como la agricultura o la caza. Pero bueno, Catilina siempre empezará un poco después, en L. Catilina, nobili genere natus, fuit magna vi et animi et corporis, sed ingenio malo pravoque, la frase con la que cualquier estudiante de latín dio sus primeros pasos. «Es necesario», había dicho antes, «describir brevemente el carácter del personaje antes de dar comienzo a la narración», es decir que, como luego en Jugurta, el personaje es el drama, el episodio, y cuanto le rodea la historia propiamente dicha, pero aquí el protagonista no se diluye en favor de otros, que en este caso podrían ser Cicerón, César o Catón, sino que es él el principio y el fin, desde sus intrigas a su último valor suicida. Salustio no le niega un último favor al patricio, aunque fuera un criminal.
Ese carácter es el prototipo del hombre corrompido y siniestro, el que, pasando por Jugurta, llegará al Sejano de la obra de Tácito, y que representa la decadencia de Roma, nada más lejos de aquella valerosa juventud que actuaba antes de hablar y esgrimía los valores de la generosidad, la austeridad y la fidelidad. Según Salustio el triunfo de la codicia y la ambición empezó tras las Guerras Púnicas y cuando Sila tomó el poder y el robo y el saqueo se convirtieron en privilegio del individuo, no en necesidad de la patria. El ejército vencedor corrompió a la juventud, «como si creyeran en definitiva que ejercer el poder consiste en infligir agravios», que se arrojó a la molicie y a la delincuencia.
De esta juventud se rodeaba Catilina, quien disfrutaba de «relaciones impuras» y se dejaba llevar por el amor de Aurelia Orestila, a cuyo hijastro, que podía ser un impedimento, Catilina mandó asesinar, «causa fundamental», según Salustio, de que acelerara sus fechorías. A partir de aquí, sus deseos de poder perturbaron su mente.
Otra de las grandes frases de Catilina es su célebre Quae quo usque tandem patiemini, o fortissimi viri?, de la que luego, a la cara, se mofaría Cicerón en su archiconocido Quo usque tandem abutere, Catilina, patientia nostra? La primera procede del discurso a los conjurados (algunos sospechosos de conjuras anteriores) y le siguen manejos no demasiado secretos sellados con sangre y vino. De hecho es otra mujer, Fulvia, la que se aprovechó del bocazas de su amante para denunciarlo todo. 
En Jugurta las únicas mujeres son las prostitutas que acompañan al ejército, pero aquí las mujeres mandan, intrigan y seducen. Si Fulvia, poco honesta a ojos de Salustio, es la que hizo saltar la liebre, Sempronia es el modelo de mujer perversa y viciosa que se alió con Catilina. Entre unas y otras, Cicerón se enteró de lo que pasaba, y cuando la conjura está lista ya solo queda un pequeño detalle: matarlo a él, a Cicerón, algo que no sucedió, gracias, otra vez, a Fulvia. Antes bien Cicerón llevó el asunto al Senado, pero la ciudad ya estaba conmocionada: "Cada cual evaluaba los peligros con el rasero de su propio miedo".
El discurso de Cicerón, brillante, no se reproduce aquí sino en la primera Catilinaria. Lo que sí se reproduce es la bilis de Catilina: incendium meum ruina restinguam, «apagaré mi incendio con ruinas», bramó, y bien que lo cumplió. Hemos llegado a la mitad del relato, pero ya todo conduce a su final: la alianza con Manlio, su falso repliegue a Marsella, y algo que a Salustio le dolía especialmente, que, pese a la reacción del Senado, nadie quiera denunciar a Catilina, y que la misma plebe lo apoyara, lo que sirve al historiador para dar una definición de pueblo que estremece: «…de siempre entre la ciudadanía aquellos que carecen de recursos envidian a las personas de bien, encumbran a los criminales, odian lo tradicional, ansían cambios, pretenden invertirlo todo por odio a su propia patria, se alimentan de tumultos y revueltas sin inquietud alguna, porque en la pobreza es difícil sufrir pérdidas». Entre los ruines intereses del populacho y los jóvenes tribunos agitadores (lo que viene a ser el populismo), la persecución de Catilina se retrasa, y tienen que ser los bárbaros, los celtas alóbroges, los que primero se dejan querer por el conspirador pero luego, con prudente astucia, se ponen al lado de Cicerón, quien les pide que finjan para meter a la bestia en la jaula. Bien es verdad que con tanta agitación habían producido plus timoris quam periculi, más miedo que peligro, y unos cuantos destacamentos en los lugares adecuados impedían proceder al método preferido por aquel entonces: quemar algunas casas y derribar otras para impedir el acceso. Pero los alóbroges cumplen su cometido y el plan de Cicerón funciona. Como diríamos ahora, por fin se puede imputar a Catilina.
No deja de sorprender que fueran tan meticulosos con la ley antes de echarle mano al sedicioso, teniendo en cuenta que el resultado iba a ser el mismo, pero para Salustio es buena oportunidad para plantearse un par de cuestiones. Cicerón «estaba convencido de que su castigo le acarrearía consecuencias a él; que quedaran impunes, sería un desastre para el Estado». Pero la plebe es frágil, y una vez apresado el cabecilla Léntulo, el pueblo, de pronto, se hizo partidario de Cicerón. Otra vez el mensaje de Salustio es el de un viejo republicano: la gente siempre va con los que ganan, comoquiera que lo hagan. 
Cicerón no quería implicar a César en el asunto pero Salustio sí, y de paso ilustrar las dudas del gran orador sobre el castigo a los culpables. Así, César pide a los senadores que no se dejen llevar más por la cólera que por el prestigio, y pide, después de una larga alocución algo pazguata, la confiscación de los bienes y la dispersión de los presos. César invoca la ley Porcia, la que facilitó el exilio, y se le nota mucho que, más que la magnanimidad de los jueces, va buscando el alivio del reo. 
Pero la última carta de Salustio, y la otra parte de la duda de Cicerón, estaba en el emblema de los republicanos conservadores: Catón. Su discurso es un elogio de la austeridad y el patriotismo: «mientras vosotros tomáis decisiones por separado, cada uno para sí, mientras en casa sois esclavos de los placeres, aquí del dinero y las influencias, lo que se está produciendo es el asalto a un Estado indefenso».
Catón pidió la pena capital, como así fue ejecutada en la cámara Tuliana, donde también murieron Jugurta y Vercinguétorix, y que habría encantado a Poe: «a unos doce pies bajo la superficie: lo rodea por todas partes un muro y, por arriba, una bóveda formada por arcos de piedra, pero, por el abandono, las tinieblas, el olor, su aspecto es repulsivo y pavoroso». Allí mueren ahorcados los principales cabecillas de la conspiración, pero Catilina, por su cuenta, lanza un ataque a la desesperada sobre Roma con dos legiones, incluidas las tropas de Manlio, y un total de unos dos mil soldados, aunque otros dicen que fueron veinte mil. Su ataque suicida, su arenga sobre el valor, su arrojo en primera línea con la espada le conceden una cierta prestancia, la reputación del criminal. Su cuerpo fue encontrado inter hostium cadavera, entre cadáveres de enemigos, no abrumado, asaltado y vencido por ellos, como sucedió con el resto de sus tropas. Para Salustio es, después de todo, lo único que lo dignifica: no ser valiente sino llevar sangre patricia.
Suele decirse que el final es algo abrupto, que la muerte de Catilina, a partir de su discurso final, es demasiado rápida, como si así Salustio le recortara líneas y grandeza. Queda el paisaje humeante de sangre después de la batalla, y la gente dándoles la vuelta a los cadáveres para saber si eran de amigos o incluso familiares suyos, o bien de un enemigo. El final no puede ser más frío: «De esta forma tan diversa corría por todo el ejército la felicidad, el pesar, el duelo y la alegría».

Gayo Salustio Crispo, Obras, ed. Juan Marcos Fernández, Cátedra, 2018.

7.8.18

El cura Jugurta



Para sobrellevar estos calores he estado leyendo la Guerra de Jugurta, de Salustio, en traducción de 2018 a cargo de Juan Martos Fernández. Salustio nos ha dejado dos espléndidas tragedias narrativas, Catilina y Jugurta, aparte de una porción de fragmentos de sus Historias. Había aprendido en Tucídides (y en Polibio) que hay una historia de los hechos y una historia de los personajes. Los hechos se relatan, se cuentan, se inventarían (como antes de Salustio hicieron los analistas romanos), pero los personajes se pintan, se plantan en un conflicto trágico, y necesitan de una minuciosa descripción del entorno, es decir, de la Historia, para comprender su significado. Los hechos se cuentan en prosa de campaña, llana y llevadera, aprovechando las batallas para pintar hermosos frescos narrativos, y a los personajes se les escriben discursos hondos y complejos, y se les dedican estudios psicológicos para subrayar su grandeza o su patetismo. 
Dice Polibio al principio de sus Historias que no se puede comprender lo sucedido solo con retratos parciales, porque al final no hay más que unos membra disiecta que el auditorio recompone con su imaginación. Es decir, que la historia no es tragedia, que la tragedia es particular y circunscrita a un personaje, que obvia el conjunto y distorsiona con su desproporción, y la historia es un sistema científico de causas y consecuencias. Naturalmente, los grandes historiadores, incluido Polibio, echaron mano de las dos. En la cultura clásica es muy importante el ideal del todo compuesto por partes singulares, de trabajar tanto la estructura como los excursus, de que la totalidad no merme la fuerza ni la calidad (ni la extensión) de los retratos parciales o los episodios.
Catilina y Jugurta son dos de las máximas expresiones de este modo de proceder. Por un lado exhiben la perfección del retrato trágico, pero por otro podrían encajar en una Historia de grandes proporciones. ¿No había empleado Heródoto un libro entero para hablar de Egipto en una gran Historia de las guerras entre griegos y persas? Claro que, si todo se contase con esas proporciones, con esa intensidad artística de lo particular, la obra sería interminable. Cornelio Tácito, tiempo después, demostró que no. Lo que conservamos de sus Anales cierra el círculo de la historiografía romana, pues nunca un inventario de acontecimientos llegó a tal extremo de perfección artística y con tantos espléndidos retratos parciales.
Al leer Jugurta, por ejemplo, es imposible no acordarse de Sejano, el valido de Tiberio al que Tácito pinta como enfermo de maldad, astuto, intrigante, retorcido, desconfiado, miserable y traicionero. Del otro del que me acordaba leyendo a Salustio era del cura Merino que pinta Baroja. Hace bien poco leí la biografía de Aviraneta y hay pasajes que parecen escritos por el mismo autor.
Lo bueno de este tipo de personajes es que invitan a un estudio de la corrupción moral, cómo al enfermar las entrañas se perturba la mente. Tras quedar abortada la trama del numidio Bomílcar contra el romano Metelo, 

a partir de ese instante no tuvo Jugura ni un día ni una noche tranquila: no se sentía suficientemente seguro en ningún lugar ni con ninguna persona o en ningún momento, recelaba igualmente de sus conciudadanos y de los enemigos, escudriñaba todo y cualquier estrépito le causaba espanto, por las noches descansaba cada vez en un sitio diferente, muchas veces impropio de la dignidad real; de vez en cuando se despertaba alarmado y, empuñando las armas, formaba un escándalo: tan dominado estaba por el terror, como por una auténtica locura. 

¿Cuántas veces no habremos leído o visto en el cine una escena parecida? Los ojos inyectados, el mirar ceñudo, la boca tensa, entreabierta, suspicaz, los movimientos de animal salvaje acorralado. El único problema que a un lector moderno le puede plantear es que la cosa se queda ahí. A un buen tramo del final resulta que Jugurta ha terminado con su papel trágico y queda en un segundo plano, siempre escondido tras las asperezas del paisaje (como Merino), siempre a la prudente distancia para que su presencia no desaparezca del todo, pero lejos del centro del escenario. Ahora son Mario, en nuevo cónsul, y Metelo, el patricio que lleva la primera parte de la guerra contra Jugurta, los que celebran un agón a distancia que es también un alarde de oratoria y una reflexión sobre las relaciones entre política y sociedad.
Porque, si los discursos de Metelo, más breves, más proporcionados, también más enjundiosos, se encajan en su muy profesional actuación, siempre algo soberbia pues se trata de un patricio, en cambio el único discurso de Mario, el hombre del pueblo, es largo y repetitivo, demagógico y machacón, siempre a vueltas con la idea de que él ha llegado a cónsul por sus propios medios, por su valor y por sus hazañas, y no como otros, es decir Metelo, por el capricho de un linaje. El argumento es bueno, pero su amplificación y reiteración casi literal es una manera que tiene Salustio de decir que con una sola verdad como esa, muchas veces repetida, es suficiente para convencer a una plebe servil. Ay, los antiguos. 
La pieza se termina con la aparición de un tercer romano, Sila, de quien se anuncian los desastres pero se relatan con respeto y pulcritud sus aciertos en aquella guerra, cómo su inflexibilidad y también su astucia sirvieron para terminar con el asunto de Jugurta. Mario, a fin de cuentas, venció por casualidad, concretamente porque un ligur que llevaban de soldado salió por la noche y encontró unos caracoles, y tras ellos un punto estratégico desde donde sorprender al enemigo. La ironía por bandera. 
Claro que el todo, la superestructura, la Historia, es el primer encuentro entre Mario y Sila, jefe y subordinado, posteriores protagonistas de la gran tragedia republicana, y la parte, que aquí ocupa casi toda la obra como una pieza separada, es el destino trágico de Jugurta, cuya desesperación lo difumina y banaliza, sobre todo cuando emergen esos grandes personajes que ya sabemos que son los auténticos protagonistas.
En todo caso, leer a Salustio en una buena traducción, su sintaxis bimembre reticular, tan precisa, tan equilibrada (por eso canta tanto el discurso de Mario), acaba resultando, en esta época de chicharrinas, incluso refrescante. A ver Catilina.

¿Tienes frío?


Las dos mujeres en primer plano no parecen haber caminado juntas muchas veces. La de la derecha lleva el atuendo de las campesinas, la saya, la toquilla, el pañuelo y el mandil, todavía colorido, ella joven aún, y el niño de al lado su hijo. La mujer tiene el andar ya un poco ladeado de quienes acostumbran a cargar el peso en las caderas, las cántaras, los baldes, y usa mandil grande, de no quitárselo nunca. Camina inclinada hacia el niño, al que han vestido de domingo, con su jersey estampado y sus zapatos blancos, los bombachos cortos (las piernas ateridas), y una manta recia por encima con la que el niño no se cubre entero, acaso sofocado por la caminata, y parece decirle algo a la mujer, quizá su madre, que se inclina más para escucharle, no te preocupes, ya llegamos, ¿tienes frío?
La mujer de la izquierda, en cambio, camina con el torso erguido. Da la sensación de que viste una falda más a la moda, y de que tiene bastante con una chaqueta. La manta o el abrigo lo lleva colgado del brazo, y si no fuese por el canasto que sujeta con la mano y por el lazo del delantal (más corto, más ordenado), diríamos que es una mujer que pasea por una gran ciudad, que acaba de salir de una oficina, o que va a comprar. Junto a ella va una niña, su zancada es larga para su estatura, seguramente le cuesta seguir el paso. También lleva su falda y sus zapatos blancos, y una manta que le cuelga del cuello, con la que tampoco se cubre. El más abrigado de todos es el soldado que carga con un saco. La mujer mira adelante; todos, mujeres y niños, miran adelante, sin bajar la cabeza, al frente nublado y vacío, entre las acacias escuálidas de la carretera de Valencia. Los niños caminan en silencio. Es invierno crudo, últimos de diciembre de 1937, poco antes de que las tropas republicanas y luego las nacionales terminen de destruir la ciudad de Teruel.

Revista Turolenses, nº 5, mayo de 2018