Todo lo provocador y extemporáneo que a principos de los 70 resultaba un ensayo sobre Baroja y el surrealismo, casi medio siglo después parece de lo más normal. Entonces y ahora (entonces con efectismo vanguardista, ahora con entusiasmo minucioso) Juan Pedro Quiñonero supo hurgar en esa afición de Pío Baroja por la imaginación onírica y una, digamos, protoescritura automática. Ricardo Baroja pegaba con engrudo los bordes de los folios para escribir, con aquellas vetustas y ensordecedoras máquinas, en un primitivo papel continuo. Parece broma pero tenía las mismas razones que los surrealistas, no descentrarse y poner todo lo que viniera a la mente. Tiempo después, aún en la era analógica pero mucho después del furor automático, Benet hizo algo parecido para escribir Una meditación.
Hace tiempo que se aceptó esa filiación surrealista (avant la lettre, ya que estaba en París) de El hotel del cisne, y en sus fantasías humorísticas, desde Silvestre Paradox y Paradox, rey a farsas míticas como Jaun de Alzate, Baroja emplea el sueño como referente, de lo que pasa por dentro de los personajes o por fuera de ellos, es decir, por dentro del autor. Y, teniendo en cuenta que sus primeros brotes presurrealistas son de principios de siglo (rastreables en las novelas de Silvestre Paradox y en Camino de perfección, sobre todo), Quiñonero apunta a Dostoievski como fuente de la pesadilla como material literario, y de la lógica del sueño como modo de contar una historia.
La diferencia entre esos pasajes oníricos de Baroja y los que luego popularizaron los surrealistas es que son imágenes verosímiles, sueños posibles. Me refiero a los pasajes de las primeras novelas, a las que «se publicaron veinticinco años antes que el Manifiesto surrealista», no a El hotel del cisne, escrito cuando el surrealismo ya estaba sobrepasado por los acontecimientos. El fragmento de Camino de perfección que cita Quiñonero para ilustrar las «visiones y alucinaciones que no desentonarían en un relato visual surrealista de Luis Buñuel», el de la momia que Fernando Ossorio cree ver en el crucifijo de la pared, es una forma de expresionismo que un poco más tarde cuajará en escritores como Gutiérrez Solana, y después en Cela. De hecho, estoy por pensar que el onirismo de Cela (Elvirita, Mrs. Caldwell) tiene más procedencia Baroja que Breton.
Pero es verdad que en el onirismo barojiano no hay esa autocomplacencia que hace de los surrealistas meros prestidigitadores. Sí, es más Dostoievski. Aquel artículo de 1899, «Hacia lo inconsciente», que es donde Quiñonero sitúa el primer reflejo de lo que luego sería vanguardia ajena, era reflejo indeleble de la impresión que a cualquiera que tenga sensibilidad le puede causar la lectura desequilibrante de Los demonios. El hecho de que Buñuel y Baroja también tuvieran cosas en común, como también documenta Quiñonero, me temo que se debe a otras razones, sobre todo a que tenían un modo bastante parecido de ser artistas y ciudadanos, y esa imaginación algo bruta que mezcla el instinto y la perturbación. Ambos son maestros en aislar un hecho de aquellas circunstancias que lo hacen comprensible, o de formular una información con la solemnidad de lo que no tiene sentido.
Pero en ese principio, en esa búsqueda juvenil de lo inconsciente y primitivo (la escena con Laura en Camino de perfección), yo creo que también se mezclan otras afinidades muy de la época. A Baroja le gusta Poe, es uno de los pocos autores que imita sin reparos (Médium), como es lógico en un buen catador de folletines góticos y en un Madrid por donde circulaban rimeros de novela sicalíptica. Que todo eso, la búsqueda de otras formas de representación de la realidad, ya lo tuviera Baroja en 1899, no significa sino que Baroja era un escritor moderno.
Ya fuera Dostoievski, ya una fantasía inquieta al servicio de un tema serio (el cerebro volador de Paradox con el alma amarga de Fernando), las observaciones al respecto de Quiñonero siguen con la misma buena puntería. Porque además todo está contado desde un entusiasmo contagioso, sobre todo la hermosa correspondencia de la vida de Baroja y de sus personajes con la del autor. Si es verdad que hay novelas Paradox y novelas Ossorio, Quiñonero sería un niño silvestre («sus aficiones eran las mías entre los quince y los dieciocho años», inventos incluidos), que se ha hecho adulto con el empuje idealista de un Juan Alcázar, ese gran personaje (galdosiano) que ardió en las brasas del anarquismo y la cultura, y tomó, a su modo, París, pero no con una obra a la moda sino con algo íntimo y sencillo, el busto de la Salvadora. «Creí reconocer —dice, a propósito del Baroja de «La lucha por la vida»— en la literatura barojiana una profunda bondad, generosidad y admiración apenas contenida hacia unos héroes y heroínas de arrabal». Entiendo esa identificación, sobre todo la del extranjero vagabundo, en esa geografía meticulosa que Quiñonero también nos regala en este libro, desde la calle Tudescos a las orillas del Sena. Y eso que París, la llegada a París, como sucede con quien sabe de un sitio por Baroja, a Quiñonero le resultó decepcionante, como es para un viajero que regresa al lugar de su infancia, que está el lugar pero no la infancia.
En mi opinión, Baroja nos brinda un método para contarnos nuestra propia vida, en el que caben los ramalazos románticos esproncedianos como los que abren el ensayo de Quiñonero, a manera de obertura pirotécnica, con ese primer sentimiento barojiano que es el de abrazar al autor entero, su imaginación y su vida; pero también una forma escueta y conmovida de ver con ojos solidarios (pero sin paños calientes) nuestro insensato deambular por la existencia: «Nada me costó reconocer en algunos de los rasgos y soliloquios del Andrés Hurtado barojiano mi propio desencanto solitario y dolorido», dice Quiñonero.
Buen libro este de Quiñonero, con espacio para la crítica biográfica, para la literaria, para enmarcar los pasos de don Pío en su propia vida y, sobre todo, para hacer de la obra de Baroja un manual de reconocimiento de personas y lugares, siempre que se esté dispuesto a mirar.
Juan Pedro Quiñonero, El niño, las sirenas y el tesoro, Pamplona, Ipso, 2019