Oscuro significa en esta novela desconocido, irrelevante, lo que en español, hablando, por ejemplo, de artistas, llamamos gris. Jude está oscurecido por sus ambición de conseguir un título universitario en la brillante ciudad de Christminster, la Oxford de Thomas Hardy, y eludir con ello su destino de pobre, de oscuro. Jude trabaja, cuando le dejan, de picapedrero: restaura frisos de iglesias o, sobre todo, cincela lápidas de cementerio. Dentro de su oscuridad, Jude es un artista autodidacta, que se empeña en aprender latín guiado por la estrella oxoniense inalcanzable, y cuyos pares son más los escultores medievales que los trabajadores de las canteras. Pero es oscuro, y en esa oscuridad lleva escrita —esculpida— su tragedia.
La novela es una tragedia al estilo de Dostoievski, es decir, una sucesión de escenas dominadas por un diálogo sin límites en el que todos los personajes hurgan en sus sentimientos y actitudes en largas, densas y a veces solemnes intervenciones, ya se trate de la matahombres del arroyo, Arabella, o la que da un sentido más místico y retorcido al mito del perro del hortelano, Sue, por no hablar del maestro venido a menos, el pobre Phillotson. También Los hermanos Karamázov es una obra de teatro de muchas horas nacida de una semilla trágica. Y por mucho que Hardy cite a los trágicos griegos y sus personajes digan «Ay, ay», la idea de una trama que se retuerce por obra de la indecisión de los personajes y de la presión de los entornos no es, como dicen los manuales, «una superación del realismo», sino más bien la adaptación dostoievskiana de novelas como L'Assomoir de Zola, con la que esta novela guarda más de una coincidencia.
La trama que envuelve y asfixia a los cuatro actores principales de esta obra es un «artificial sistema de cosas bajo el que los normales impulsos del sexo se convierten en cepos domésticos y lazos que atrapan y sujetan a quienes aspiran a progresar». Jude, el erudito frustrado, se casa con la pelandusca y libérrima Arabella, quien lo abandona para marcharse a Australia y allí liarse con otro pringado. Sin embargo (la semilla trágica) marcha embarazada de Jude, y será madre de un niño viejo, el personaje más inverosímil de la obra, que acaba trayendo la ruina de su padre. Es el pecado original de Jude, el cataclismo que provoca una atracción física. Bien es verdad que Arabella tiene también el alma trágicamente corrompida por el desamor, y en consecuencia es una tiparraca condenada a una miseria económica y espiritual. Pero Jude, el soñador, se encandila con su prima Sue, que ni hace ni deja, y quien primero se casa con otro fracasado, Phillotson, por pura cobardía convencional, sin amor y sin deseo, y luego vuelve a Jude envuelta en dudas para convertirse en el prototipo de mujer desesperante. Es decir, todos se equivocan y todos rectifican (y vuelven a rectificar, cómo no, en el caso de Sue), pero su equivocación primera es trágica y anega cualquier forma de redención: todo sale mal porque empezó mal.
No hay, en esta novela, y quizá sea, aparte del papel del niño, lo que menos me gusta, ninguna posibilidad de que los personajes mejoren. La impresionante lección de literatura que uno aprende con el marido de Ana Karenina, Alexéi, cómo son capaces Tolstoi y él de rehabilitar su verdadera dignidad; o cómo María, la hermana del príncipe Andrei en Guerra y paz deja de ser una dama insoportable y rancia y se convierte, junto a Natacha, en un ser cercano y querido, no son fundamentos dramáticos de Jude el oscuro. Nada de eso hay aquí. Cuando Hardy publica esta novela, no hace ni siquiera veinte años de la publicación de Ana Karenina, y a partir de entonces el escritor debe saber que se enfrenta al hecho probado de que el pesimismo, desde el punto de vista dramático, es bastante plano. Si algo queda de los dramas incurables de Dostoievski es una piedad hacia sus personajes que los rehabilita como personas. En eso consistía, en realidad, la superación del naturalismo; algo que, en honor a la verdad, sí hizo Galdós.
Jude el oscuro es de 1895. Shopenhauer ya era la excusa perfecta para eliminar esa piedad. Empieza la literatura despiadada. Para Hardy, Jude no deja de ser un pobre fracasado; Arabella, una perdularia; Sue, una ñoña, y Phillotson, un gilipollas. Sí, es posible que el entorno, el cotilleo, la malevolencia de la gente, la provincia medieval, todo eso sea lo que determine sus tragedias. Pero Jude siempre pudo ser un poco más firme y otro poco más listo; Sue pudo superar alguno de sus dengues; Arabella podía, en algún momento, no ser tan bruta, y a Phillotson, si el temple y el buen sentido sirven para algo, no se le deja que no tropiece dos veces en la misma piedra. El pesimismo es la conciencia de que allí nadie va a cambiar y el ambiente va a ir enrareciéndose hasta que se termine de corromper y huela mal. No hay esperanza en los siempre interesantes diálogos, esa facultad que antes tenían las novelas de que los personajes no tuviesen que hablar siempre con frases cortas e informativas. Aquí se habla, se discursea, más bien, incluso se echa un sermón que habría sido más hermoso si hubiera servido de algo.
Pero las escenas se suceden sin sutura, Hardy agarra las vidas y las zarandea, las hace hablar y pensar, las hace sufrir. La prosa es adictiva porque no se va nunca por las ramas; tan solo, como Dostoievski, por las raíces. Esa tristeza sin vuelta de hoja que producen las novelas de Zola permanece aquí sin más superación que la capacidad de reflexión. En términos de afecto hacia sus personajes, Hardy no ha superado nada. La tesis es de piedra, y en ella, penosamente, Jude cincela un destino irreversible. Jude el oscuro, la tragedia del hombre corriente, enfrentado al muro de sus deseos y a la muralla de un entorno mezquino, es una de las novelas más tristes que he leído en mi vida. Que Hardy es un gran escritor lo prueba el hecho de que se la bebe uno en un suspiro.
Thomas Hardy, Jude el oscuro, trad. Francisco Torres Oliver, Alba, 2018 (=1996), 550 p.