Queda media docena de tomates verdes en las matas, pero esta mañana nos hemos levantado con tres grados centígrados y no está nada claro que puedan madurar. Son días de hacer salsa de tomate, de comerlos crudos con cualquier pretexto. Los rosas de Barbastro han hecho honor a su fama de gordos y lustrosos, como alimentados con piensos compuestos, y los de corazón de buey a su aspecto animado. Yo casi prefiero estos últimos, exquisitos en su negación de la tersura, irregulares, lobulados, asimétricos, protuberantes, cada tomate una forma individual de crecimiento, hasta el punto de que, cuando sale alguno de proporciones paradigmáticas, ovoides, carnosos, estriados, sin esa tirantez botulímica de los tomates del mercado, uno tiende a admirarlo pero no a pensar en él, como sí sucede con las formas que adquieren cuando crecen más por un hemisferio que por otro. Los irregulares me parecen más cercanos, como me pasa con todo en la vida.
Eso sí, el rojo carmín del corazón de buey no lo tienen los de Barbastro. Es un rojo muy hecho, una lenta concentración de rojo. Cuando les da el sol toman el brillo de los estucos pompeyanos (ese rojo violento que le salió a las paredes ocre cuando entró en erupción el Vesubio), y cuando les hacemos una foto, al igualar luego las luces queman de escarlata la pantalla. Pero a la luz del día es un rojo sangre, camino de la púrpura, un rojo serio y profundo de procesión zamorana. El rojo que utiliza Sánchez Cotán en Bodegón con flores, hortalizas y un cesto de cerezas, el último que se ha aceptado como auténtico, hace bien poco tiempo, es un rojo más terroso, teñido de ocre, igualado con los tonos de las verduras pero llamativo como las flores. Y aun así yo no veo a Cotán utilizando el rojo, una de las varias razones que se me van acumulando para pensar que ese bodegón no es suyo.
El sabor se mezcla con el tacto. Al describirlo no damos con el punto exacto de dulzor y de acidez, que en el tomate van juntos pero no revueltos, sino que recurrimos a la sensación que nos produce su carnosidad, el hecho de que tras la pulpa blanda venga un jugo tan excitante. El tomate es lujurioso, delectable, una alegría, digo, excesiva para los hábitos de los cartujos, pero que da ese punto rollizo, como un recordatorio de la buena salud.
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