15.11.19

Piedra, 2


Me he pasado la mañana recogiendo, transportando y apilando lascas de rodeno para empedrar el caminillo que atraviesa los frutales. Son piedras terrosas, al sol es difícil distinguirlas de la arena, pero cuando les cae el agua sacan unos colores muy sofisticados, del rosa pálido al óxido de hierro pasando por todas las variedades pétreas del rojo: el indio, el ladrillo, el granate e incluso el rojo sangría. Sería tentador asimilarlo al ródon griego pero procede de ravidus, que es un color pariente del gris, ya tire al amarillo o al rojo. Y la verdad es que decir que las piedras tienen distintos tonos de rojo grisáceo no es andarse muy descaminado.
Las losas eran demasiado grandes y pesadas, pero había que andarse con cuidado porque además eran muy frágiles. En realidad son polvo, arena compactada con cuarzos y feldespatos que llenan la piedra de motas escintilantes. «El polvo es siempre el mismo polvo», nos recuerda un poema de Juan José Cruz. Y su evolución natural es descompactarse y ser otra vez arena de reloj. De hecho, las losas de las escaleras se redondean, las huellas forman surcos en los caminillos, bien es verdad que después de mucho pisarlas. Me gusta esa condición orgánica, su parentesco con la tierra. En la sierra de Albarracín se ve de cuando en cuando una paridera en ruinas, levantada con mampostas de rodeno y lentamente derretida por la lluvia y el viento. A la gente suelen darles pena, una estampa más de la despoblación, de los oficios de antes, etc., o bien alegría si pueden comportarse como agentes de erosión y llevarse las piedras a su casa. A mí, más que abandono, me inspiran la victoria implacable de los elementos. Los palacios duran tan solo unos siglos más que esas cabañas. Se confunden con el barro, se los traga la tierra.
Entretanto, las losas afilan las navajas pero también rascan las manos. Si son muy grandes elijo un punto del que puedan partir las grietas, y con un golpe nada fuerte se abren y los bordes se descascarillan. Al ponerlas luego en el suelo, el azar va formando la armonía de lo irregular: primero, a los lados, las que tienen alguna arista recta, y en el centro las que quepan sin separarse entre ellas más de dos o tres centímetros ni seguir otro patrón que el de no parecer ordenadas.

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