Sigue el viento en la enramada, el cielo está despejado. El día nace incómodo, raboso, pero se puede soportar. No llega al concepto de criminal, hace un día criminal, ni por el frío, que no pasa de fresco y eso que todavía es muy temprano, ni por el viento, que gira sin ton ni son. A este tipo de días mi madre los llamaba antipáticos, hace un día muy antipático. Fiel a su extraordinario sentido del lenguaje, siempre era muy, nunca solo antipático, y no era una cuestión de grado sino de eufonía y cromatismo. El viento estorba como un batallón de limpieza en un salón de baile. Y eso que aquí estamos a resguardo del viento del norte, el cierzo terrorífico, y solo nos llegan los céfiros de poniente que se concentran y soplan aguas abajo. Al sur tenemos la muela que nos protege de los ábregos, y hacia levante, bien que más lejos, la sierra de Gúdar amansa los euros.
Arriba, en las llanuras de secano, el bóreas se ensaña con las capitanas, esos hierbajos de tallo duro, que secos parecen de madera, muy ramificados, que se sueltan de la tierra con el vendaval y el viento las hace rodar por los barbechos y las convierte en balones leñosos que rebotan contra las piedras y saltan las vallas de los huertos. Es el principal peligro del otoño. Esos mancaperros, zombis vegetales, ruedan hasta quedarse atascados en la acequia, y con tres o cuatro que amontone la corriente ya es suficiente para armar una presa infranqueable. El agua entonces rebosa y anega los huertos y las construcciones, y si concentra su presión en alguna pared demasiado vieja, o en un cuello demasiado estrecho, puede reventar un talud y desparramarse furiosa hasta la acequia de abajo, que es más ancha y se la tragaría, o seguir por el campo de calabazas, inundar el camino y morir en el río. Y del río ya sabemos a dónde se va.
Por eso estos céfiros pesados pero no peligrosos nos molestan con el barrunto de que muy cerca los austros amenazan. Nos pasa lo mismo con las tormentas. Con lo agradable que resulta escucharlas caer sobre las losas del patio y las hojas de los árboles, el temor de que puedan descontrolar las aguas hace del placer una sospecha, como si cada vez que leemos tuviéramos miedo a quedarnos ciegos.
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