3.11.19

Viento


Nada sucede poco a poco. Siempre hay un violento desencadenarse de los hechos. Iba yo anotando la evolución tranquila del otoño en las manchas de ocre que le salían a los chopos cuando un ventarrón lo ha puesto todo patas arriba. Los arces se han quedado en su esqueleto, los álamos del río están ya medio desnudos. Han aguantado las hojas todavía verdes de los árboles más grandes y de aquellos más medianos que crecen en algún reser. Pero una sacudida de viento ha borrado el orden pictórico de las cosas. Nadie pinta un cuadro del que solo se han caído las hojas de una rama y que tiene el aspecto de algunos mamímeros con el pelo del invierno a medio caer, calvos a rodales, con la pelambrera despeluchada, sin vida. Todo lo que se acerca a su final adquiere una velocidad extraña, las noches de insomnio o de vela son más breves en sus últimos momentos, y no porque veamos el final sino porque ya no podemos asimilar tantas señales de que ya no hay vuelta atrás. El tiempo se nos escapa de las manos, una ráfaga de cierzo las desnuda.
«Eres más pesado que un día de aire», se dice por aquí, y esa pesadez consiste en su absoluta discontinuidad. La ventolera y el remusgo se suceden sin orden ni concierto. Es, como dice Virgilio, el penetrabile frigus de los vientos del norte, que silban o aúllan, que parecen rondar a lo lejos o se estampan de pronto contra los cristales. No hay melodía en el viento. Una sola ráfaga puede hinchar las velas, nunca uniformemente tersas, más bien al capricho de las bocanadas de viento contra el inquieto lino. El viento nos desarma cualquier previsión musical, y eso es lo que lo hace pesado. Durante años viví en un ático que estaba orientado a la sierra. Como las ventanas eran de hierro viejo, las cambiaron por otras modernas de aluminio y el resultado fue que cada vez que rugía el aquilón se metía por algún nuevo intersticio y ululaba. Nunca encontré un compás de viento repetido.
Cae la noche. Como sucede con la lluvia recia, emergen los sonidos del campo que sí tienen cadencia, o una previsible irregularidad. No protagonizan el pensamiento pero lo acompañan, y se quedaría más desorientado si reinara el silencio absoluto. Ladran los perros, crepitan los leños, chilla un pájaro tardío, suena el motor del frigorífico, las páginas de un periódico. Todavía no es el final.

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