Cada estación del año tiene, a su vez, cuatro estaciones dentro de sí. Hay una primavera del otoño, un festival de frutos, un canto a la sazón. Es la gloria de Baco y de Pomona, el baile de los Faunos y las Dríades, el alivio hacendoso de las fábulas. Después llega el verano amarillo, regocijante y cantarín, turístico y superficial, impresionista, luminoso, de una belleza estática, admirativa, no contemplativa. Los bosques de colores solo producen el placer de verlos, la superficie del ocio. Dondequiera que enfoques la cámara hay una sinfonía de tonalidades. Más tarde vino la hermosa lucha de los árboles contra los elementos, sus batallas contra el viento, la defoliación más o menos paulatina, los grandes colores, el otoño más sentimental y melancólico, y el más dramático, porque son días de vertiginosa decadencia. La velocidad de la ruina nos hace pensar. Ya no hay tiempo para enjugazarse con estampas otoñales. Sin embargo, si de contemplación se trata, este tercer cuarto de la estación es más atractivo que el anterior. El veranillo es belleza estática y amodorrada; el otoño avanzado, un violento dejarse caer por los cambios de tiempo y la furia de los elementos, como los héroes de Shakespeare, a los abismos del frío.
Pero ahora hemos entrado en las postrimerías. Las hojas de los manzanos y los membrillos han llegado a un marrón más o menos claro, pero parecen más pequeñas, están todas exhaustas, como encogidas, las ramas empiezan a transparentarse, negras de sombra y espesura. Es un grado de decrepitud que ya nos hace desear que pronto estén las ramas tan limpias como las de los chopos, que solo mantienen las pocas hojas que en su caída se encajaron en el nacimiento de alguna rama, más alguna, dos o tres por árbol, diminuta, en lo más alto de la copa, la última hoja de la rama más tierna, quién lo iba a decir.
Así que apartamos la mirada de los árboles caducos y, casi como consuelo, vemos que los pinos siguen lustrosos. Lo primero que hacemos cuando asoma sus orejas el invierno es volver a lo permanente, a las arizónicas de la valla, las yedras del muro, los acebos puntiagudos, la hierba dura que resiste las heladas. Cuando levantemos otra vez la vista, el invierno lo habrá cubierto todo de un velo azul. Admiraremos entonces lo que hasta ahora no ha sido más que muda compañía.
La naturaleza necesita de creyentes como tú...
ResponderEliminarUn poco franciscano me estoy volviendo, sí...
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