La transición a un mundo enteramente virtual está siendo más rápida de lo que imaginábamos. Si la ciudadanía sigue llevando su confinamiento con sosiego y entereza es porque ya no hay ni un solo momento del día en el que no pueda si quiere estar conectada a internet o viendo el mundo a través de una pantalla. El decorado permanente, ya sabido, no exige atención. La vida ahora es una especie de domingo frío. Esta tarde de viernes hay buenos motivos para descansar, para apagar el móvil, el ordenador, la tablet y la televisión. Pero qué iba entonces a quedar de nosotros. Pienso estos días en cómo pudo ser una epidemia de estas características cuando solo había radio. Es el único electrodoméstico comunicativo que pienso mantener este fin de semana encendido, en Radio Clásica a piñón fijo, salvo los ratos que escuche a Manolo Fernández o a José Miguel López en Radio 3. Ellos me dan acceso a otro tipo de virtualidad para la que ahora también tenemos las circunstancias adecuadas. Puedo escucharlos como los escucharía hace veinte años, o más, los suficientes para que no hubiéramos aún salido del teléfono de baquelita. O eso, o un libro, o nada. Y gracias. Puedo trasladarme en el tiempo y vivir lo mismo que habría vivido antes de la invasión en la que colaboro.
Durante la semana uno se pasa toda la mañana dale que te pego con el ordenador, y cuando por fin lo deja tiene que contenerse si no quiere volver al barro. El descanso consiste en lo mismo que el trabajo: ver imágenes bidimensionales, leer mensajes breves. Digamos que lo que cansa y desespera es dejar de hacerlo. Cuando salgamos de aquí habremos invertido los términos, como estudiantes que no van a clase y cambian el horario, de modo que los ratos de ausencia de pantalla, que ahora, un poco tópicamente, tanto ansiamos, ocuparán el tiempo del fatigoso trabajo. Descansar de la incongruente vida real será otra vez volver a conectarnos. Sobrellevarla quizá implique adoptar las costumbres de las generaciones posteriores, que han sabido sacarle el mejor partido a la tecnología y, aunque estén juntos, hablan por escrito. «Hablar es siempre un poco un deslizarse», dice Álvaro Pombo en su Vida de San Francisco de Asís, que me está encantando, y con los mensajes escritos uno como que se sujeta más. Éramos consumidores habituales del mundo virtual que han sido condenados a vivir en él. No sé cómo vamos a salir de esta.
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