Las tres semanas de teletrabajo me dejaron con necesidad de tomar algún que otro depurativo. Por ejemplo, escribir a lápiz. Cuando huyes de las pantallas te encuentras con todo lo que fue quedando en el camino. Y es distinto. El lápiz, como decía Ramón, escribe sombras de palabras. Es imposible alcanzar esa velocidad convulsa del ordenador. En la historia de la literatura nunca se mencionan los métodos de escritura. Es imposible que Kafka escribiera a máquina, y es imposible que Faukner escribiese a mano. Ganó, durante todo el siglo XX, Faulkner, porque inoculó en los escritores la costumbre de tomar nota de todo lo que pasaba por su mente, en vez de ir dibujando las palabras y tener que recordar a cada paso por dónde había empezado la frase. Hay, digamos, una literatura analógica y una literatura digital. Azorín con una máquina de escribir es como si yo me pongo a buscar setas. Vázquez Montalbán solo utilizaría el lapicero para darle vueltas al café.
Pero bueno, el caso es que de vez en cuando siento esa necesidad. Empuño el incomparable Palomino Blackwing y me dejo llevar por el sonido del roce del grafito sobre el papel ya viejo de un cuaderno marca Ancla. Todo se remansa, todo vuelve a su condición de acto, no de medio. En mi desintoxicación digital descubro que hablo de cosas completamente distintas, menos vistosas, como si hubiera cambiado el violín por el violón. Como si hubiera bajado la voz. Termina una larga pieza de Thelonius Monk y un locutor sin histerismos, serio, neutro, transparente, informa de que ya llevamos once mil setecientos cuarenta y cuatro muertos. Nada más. El programa de jazz de Radio Clásica pone ahora una pieza de Eric Clapton y Wynton Marsalis, magnífica. Uno se sobrecoge y guarda la compostura como cuando antes, en los tiempos del lápiz, un féretro pasaba por delante. La gente dejaba de hablar y componía un gesto de respeto. Incluso me sobrevuela la idea de que sea una actitud un poco frívola, como si estar permanentemente informado y escuchar o leer lo que se dice sobre la epidemia fuese una deuda moral para con los fallecidos.
El lápiz me dibuja en otros tiempos, quizás aquellos a los que ahora me gustaría huir. Por puro hartazgo necesitamos encontrar agarraderos nuevos. Afuera todo es catódico y tristísimo. Adentro huele otra vez la madera de cedro, que es la que emplean para los ataúdes, pero también para los lapiceros.
MUY BONITO A LA PAR QUE DIDÁCTICO.
ResponderEliminarUN ABRAZO
TERE
El otro día me vino a la mente cuando leía esta entrada y hoy me he acordado de anotarlo. La sensación que expresas al coger la pluma es la misma que siente Winston al comienzo del “1984” de Oruell y en una distopía muy similar al presente: “Winston puso un plumín en el portaplumas y lo chupó primero para quitarle la grasa. La pluma era ya un instrumento arcaico. Se usaba rarísimas veces, ni siquiera para firmar, pero él se había procurado una, furtivamente y con mucha dificultad, simplemente porque tenía la sensación de que el bello papel cremoso merecía una pluma de verdad en vez de ser rascado con un lápiz tinta. Pero lo malo era que no estaba acostumbrado a escribir a mano. Aparte de las notas muy breves, lo corriente era dictárselo todo al hablescribe, totalmente inadecuado para las circunstancias actuales. Mojó la pluma en la tinta y luego dudó unos instantes. En los intestinos se le había producido un ruido que podía delatarle. El acto trascendental, decisivo, era marcar el papel. En una letra pequeña e inhábil escribió: 4 de abril de 1984”.
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