17.4.20

La contagión, 33


No todos somos igual de aprensivos. Entre el hipocondríaco enfermizo y el estómago de acero hay muy distintas sensibilidades. Cada vez que tengo que salir de casa soy consciente de que mi grado de aprensión es más alto de lo que pensaba. La radio dice que todo el mundo está en su casa, pero yo veo mucha gente por la calle. En la carretera sigo siempre la máxima de Paul Auster para todo conductor prudente: imagínate que los demás coches van conducidos por un loco o por un borracho. Así que antes de decidir si puedo correr o no riesgo me alejo por instinto de la sorprendentemente alta cantidad de gente que no se molesta en llevar una jodida mascarilla. Muchos han comenzado a vivir de incógnito, a llevar un papel en el bolsillo por si viene un guardia, a arrastrar una botella de butano por si lo pillan. Paras a echar gasoil y hay un tío con un palillo entre los dientes y los ojos entornados que no parece imaginar siquiera que la muerte puede estar anidándole en las uñas. Y es incómodo sentir lo que en condiciones normales sienten los enfermos de aprensión. Uno camina envuelto en escrúpulos. A nada se dispara la desconfianza.
Tiene guasa que cuando se decretó el estado de alarma yo tenía entradas para El enfermo imaginario, la tragedia de Argán, quien tenía sus motivos para ser hipocondríaco. El propio Molière murió cuando lo interpretaba, se lo comió su falta de aprensión cuando daba vida al más aprensivo posible. Así nosotros íbamos a reírnos con el viejo melindroso a una ciudad que de pronto se ha convertido, desde lejos, en una especie de Chernobyl. Cuando se reponga la obra, en las primeras funciones (Moliére solo duró cuatro o cinco) el público se sentirá más identificado que nunca con Argán, y le ocurrirá lo mismo que a muchos nos ocurre con El misántropo, que lo entendemos mejor que el propio comediógrafo: donde él ve una farsa, vemos los demás una tragedia, la tragedia de la lucidez.
Falta tiempo para que vuelvan los olores de la multitud, los estadios abarrotados, las manifestaciones multitudinarias, los conciertos asfixiantes, las fiestas donde no cabe un alfiler, pero sí un virus. Y no sé si a todos se nos pasará. Igual encontramos la excusa perfecta.

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