18.4.20

La contagión, 34



De muchacho, entre los atributos del artista estaba el dormir poco. No había entrevista en la que no se preguntase por las horas de sueño. «Ya dormiré cuando esté muerto», decía Fassbinder con los ojos inyectados. Pasa el tiempo y uno aprende que el sueño es una tregua, cuanto más larga mejor. Meterse en la cama es saber que nada malo ha de ocurrir hasta que vuelva a maltratarnos la conciencia de un mundo desquiciado. Eso, en las épocas sin sobresaltos. Pero luego viene el insomnio, la vigilia como condena, que ataca incluso cuando no hay motivos de preocupación. La cabeza entonces es un electrodoméstico que hace ruido por las noches, un pitido interior, de máquina forzada, una conciencia innecesaria en la que los objetos parecen estar más quietos que de costumbre, persistentes en su cruda indiferencia. Uno intenta retrasar lo más posible la convivencia con el orfidal porque tiene la sensación de que la vejez es un bote de pastillas junto al despertador, pero ni el ejercicio físico ni la valeriana ni una novela de Juan Benet hacen ya ningún efecto. Solo cabe esperar tranquilamente a que se pase. En estas circunstancias, además, hay noches en las que uno ni siquiera tiene demasiada prisa por dormir, porque sabe que en esos sueños fugaces de última hora se amontona la insidiosa realidad, el bombardeo que me traspasa el cráneo a pesar de mis propósitos. 
Ayer, a eso de las siete de la mañana, caí rendido y vino a verme un personaje que últimamente frecuenta mis semisueños, esa odiosa sensación hiperrealista de soñar que sigues despierto. Es un chino que conocí en Dublín, ya mayor, sordo de nacimiento, que iba de un lado para otro con bolsas de basura llenas de papeles. Se pasaba las horas en la biblioteca de Trinity, en torno a él flotaba un olor a humedad revenida y de vez en cuando emitía sonidos desarticulados. Escribía, siempre en inglés, con una letraja deforme con la que iba surcando el papel como con una gubia. Viene a verme ese tipo, entona sus gritos de sordo, casi puedo leer sus interminables inscripciones, pero rápidamente me asusta haberme convertido en él y me vuelvo a despertar. Si entonces cometo la torpeza de poner la radio, todavía me da más miedo. Aquel hombre es como un último superviviente que tratase de burlar al insomnio escribiendo su crónica del fin del mundo.

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