23.4.20

La contagión, 39


Más de un amigo me ha preguntado cómo es posible, con las tragaderas lectoras que yo tengo, que no pueda soportar a Vargas Llosa. El otro día volví a intentarlo con un largo artículo sobre Galdós que publicó en El País en el que no decía más que lugares comunes y demostraba que no lo había leído, o que, de leerlo, no había entendido una palabra. Aparte de que para rellenar el texto hacía como los chicos con los trabajos escolares («nació en…»; por eso yo no los mando nunca), demostró no conocer ni por el forro las grandes obras maestras de don Benito, todavía un modelo de escritura.
Y, como el artículo se le hacía largo, aprovechó unos cuantos párrafos para decir que Proust tampoco le gusta porque tiene frases muy largas y habla de un mundo «pequeñito». Qué sabrá él, y eso que le han dado el premio Nobel. Me pilla, además, después de unos días en los que he vuelto a su lectura. Llevaba ocho años sin hacerlo, y al contrario que entonces, que volví a la traducción de Salinas porque la más reciente de Mauro Armiño me parecía menos poética, esta vez he sacado el mamotreto de Valdemar y tengo que desdecirme: la de Armiño me parece más oral, más fluida, menos cursi. Quizá no me devuelva el sentimiento de los tomos de Alianza, pero me produce un efecto amniótico (no hipnótico), un estar alejado del mundo, refugiado en un seno de hermosura, en un encierro como este en el que necesito rodearme de todo lo que alguna vez me ha hecho feliz. Hoy, Día del Libro, no tengo ganas de novedades, quizá porque intuyo que todo se está yendo al carajo y solo nos queda esa burbuja de tiempos mejores, no necesariamente antiguos, más bien, valga el retruécano, tiempos intemporales.
Así que he desempolvado el mueble de leer, que usé por última vez para disfrutar de Guerra y paz en la espléndida traducción de Lydia Kúper: la tabla que apoyaba mi madre en los brazos del sillón para sus labores de punto, cuando ya la pobre no podía ni moverse; el atril casi vertical en el que estuvo el diccionario de latín mientras yo iba traduciendo las Geórgicas, el cojín de flores que ponía ella en la mesita baja para descansar las piernas. Y así, hundido en mí mismo, paso las horas a la sombra de las muchachas en flor.

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