1.12.20

El método Ford


Leí El periodista deportivo hace treinta años, nada más salir la traducción. Recuerdo con detalle dónde y en qué circunstancias lo leí, pero sobre todo recuerdo la impresión que me causó. Aquello era un modo de contar, es decir, uno de esos libros que enseñan lo más difícil para un novelista, cómo se puede captar la realidad contemporánea. Entonces me dejé llevar por el libro, como si me hubiera ido unos días a vivir al territorio de Frank Bascome. Ahora disfruto más del método, que sigue tan vigente como el primer día. Y el método es, en primer lugar, una situación más que un argumento: un ciudadano de clase media, 39 años, separado de su mujer a raíz de la muerte de su primogénito, que va dando tumbos sentimentales y laborales en la difícil tarea de encontrarse a sí mismo. A partir de aquí, Ford, en la tradición del dirty realism que se llevaba entonces (una denominación que creo recordar que no le gustaba), despliega su realismo topográfico, porque son los objetos, los coches, las carreteras, los establecimientos comerciales, la ropa, los materiales de construcción los que levantan el fresco de realidad. Ford idea unas escenas sencillas, verosímiles, de tensión discreta y creciente, como hacía Carver en sus cuentos, o como hizo el venerado Chéjov (Carver escribió un libro de poemas con fragmentos suyos, y Ford editó una antología de sus cuentos), o como después hicieron James Joyce en Dublineses o Sherwood Anderson en Winnesbourgh, Ohio, quizá los pioneros de este tipo de realismo. La narración transita por relatos independientes, escenas descritas minuciosamente, hasta que hay algo, una reacción, un detalle que aniquila la buena voluntad de los personajes y los vuelve a sumir en el vacío.

Bascome no es un sujeto ejemplar. La vida lo ha zarandeado y él apenas ha sabido sobreponerse, pero no por ello infecta el texto con jeremiadas. Su actitud es más bien la de quien pone al mal tiempo buena cara, quien se encoge de hombros e intenta que la sangre no llegue al río. Su inmensa desolación se revela precisamente en su intento de negarla, o por lo menos de tomarla como algo normal, en todo caso comprensible. Pero Ford introducía dos elementos más: sus hermosas descripciones, que en cierto modo rehabilitan la sordidez que late bajo el límpido cielo, y las reflexiones sin límite poético ni intelectual, o sin más límite que el ritmo sostenido que anima la novela entera. Es, desde luego, una novela «muy escrita», medida y pulida, sin apresuramientos monológicos y sin que el autor termine nunca una página porque se ha cansado sino porque ya ha llegado al tono general al que se sometió desde el principio.

El libro se publicó en 1986, cuando Ford (Rock Springs) había ascendido a la división de honor de Raymond Carver, y hay mucho en El periodista deportivo de episódico, de un cuento tras otro, unidos por el fino y resistente alambre de la historia general: la pérdida del hijo, los sentimientos resbaladizos hacia su exmujer, las ganas de salir a flote con nuevas compañías, los reveses, las capitulaciones. Tan solo hay un elemento argumental que, sin dejar de ser realista, suena un poco más novelesco: la nueva relación sentimental de su exmujer. Poco, ciertamente, porque también eso resulta ser la venganza de otra novia… El resto, más que realismo, es la misma realidad con sus elocuentes y minúsculos detalles.

Creo que sigue en pie esta forma de narrar. La mantuvo Ford en El día de la Independencia y en Acción de gracias, aunque en ellas ha crecido la sensación de absurdo con la que Bascome sigue mirando el mundo, la derrota como punto de vista, el fracaso como paisaje, la contradicción que anida en casi cada uno de nuestros movimientos. Se anuncia una nueva entrega de Bascome, después de que hayamos disfrutado, tras la estupenda Canadá, de un espléndido retrato de sus padres, modélico también, y de Francamente, Frank. Richard Ford es, ya hasta el final, un compañero de viaje. La realidad sigue pudiéndose contar así, sin panfletismos ni saltos mortales, sin ocurrencias ni sorpresas, sin extrañas casualidades ni esas rimas del azar que acaban resultando algo cansinas, cuando no falsas. La realidad transcurre desarticulada, inasible pero compacta, como el río que nos empeñamos en remontar porque nos parece una derrota dejarnos llevar por la corriente. Los héroes nadan río arriba, pero los ciudadanos comunes bastante tienen con seguir a flote.

Si comparamos, por ejemplo, El periodista deportivo con cualquiera de las novelas de Johathan Franzen, veremos hasta qué punto se mantienen vigentes sus respectivos modos de practicar el realismo. Lo de Ford parece escrito ayer. Lo de Franzen nunca pasará de ser escritos de juventud, adiposos, llenos de trucos infantiles, obsesionado con una brillantez sin interrupción que pronto hace aguas, y, desde luego, en absoluto perdurables. Ford, ya digo, juega en otra liga. Se le compara con John Updike, pero aquí es posible que me traicionen mis querencias generacionales. Es curioso: cuando la leí entonces, el protagonista tenía quince años más que yo, y ahora soy yo el que tiene quince años más que él. Lo que entonces me parecían miserias de la vida adulta, ahora me suenan a esa tierra de nadie que es el final de la juventud. Entonces la leía con curiosidad; ahora, con un poco de compasión incluso, no sé hacia quién. Lo que no ha cambiado es la certeza de que sigue siendo el camino para hablar de ciertas cosas. Me gusta recordarlo en tiempos de panfletos básicos, realismos ideológicos y reportajes dominicales, por no hablar del insoportable autobiografismo y la fraudulenta autoficción. Cuenta Ford (hace años) que su mujer leyó una vez unas páginas suyas, acaso mientras escribía esta novela, y con cierta desolación le preguntó: «¿De veras piensas que el mundo es así de triste?». Ford debió de explicarle que ese era su punto de vista, no su vida, y que no afectaba a su existencia verdadera. Pero al ver la inquietud de su esposa también debió de pensar que había acertado con el método.


Richard Ford, El periodista deportivo, Anagrama, 1991, 396p.

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