Tengo por casa nada menos que siete biblias diferentes, lo que, para un tipo descreído como yo, no deja de ser llamativo. O no tanto, porque, para alguien que se ha dedicado sobre todo a leer, sería imperdonable no haber caído en la extraordinaria calidad literaria de la Biblia y su decisiva importancia en toda la literatura posterior. Desde el hermoso, imponente ejemplar de la Biblia Guadalupana, en versión de Torres-Amat, que siempre hubo en mi casa, y que tiene los mismos años que yo, a la Biblia del Peregrino, en tamaño bolsillo y encuadernada con cremallera; desde la Biblia de San Jerónimo del escolapio navarro Felipe Scío, del siglo XVIII, hasta la inevitable edición de Nácar y Colunga; y, por supuesto, las dos ediciones que leo más a menudo: la Vulgata, en muy asequible latín, y la Biblia del Cántaro, de principios del XVII, que es la versión que publicó Cipriano de Valera sobre la Biblia del Oso de Casiodoro de Reina, que también anda por ahí. Esta edición de Reina-Valera es una joya absoluta de las letras castellanas, y es la que Eduardo Mendoza ha utilizado para Las barbas del profeta, su última reedición, que pertenece al género de lo que podríamos llamar libritos deliciosos.
Eduardo Mendoza tuvo una idea estupenda: volver sobre los pasajes de Historia Sagrada que le obligaban a leer en el colegio y que, para un niño aficionado a la lectura, eran el complemento perfecto de los tebeos que devoraba cuando había terminado los deberes. Yo también me recuerdo, a principos de los 70, sentado en un sillón, con las piernas colgando, mientras mamá limpiaba la casa los sábados por la mañana, leyendo fragmentos de aquella enorme Biblia y flipando con las ilustraciones: Sansón descuajeringando a león, Judit rebanándole el pescuezo a Holofernes (y luego llevando la cabeza, cogida de los pelos, «como si fuera un bolso»), o la pobre mujer de Lot convertida en estatua de sal. Cuando se dice ahora que los niños tienen demasiado acceso a los contenidos violentos, me acuerdo de aquellas barbaridades que uno veía con tranquilidad de arrapiezo aplicado y devoto. Y recuerdo también, dicho sea de paso, que mi madre me miraba con el recelo de quien no está segura de si su hijo se lo está pasando bien con las ilustraciones o, vade retro, es que los curas le han metido en la cabeza eso que entonces se llamaba vocación.
Porque entonces, ocioso es decirlo, el país estaba lleno de curas y los niños nadábamos entre cocodrilos. Por eso este libro de Mendoza me resulta tan gratificante, como de molde para una tarde fría y desabrida, al lado de la estufa. El acierto de Mendoza consiste precisamente en comentar aquellos pasajes bíblicos desde la óptica del niño, siempre dispuesto a creerse lo que sea salvo que no tenga demasiada lógica. En efecto, yo también me preguntaba cómo era posible que Caín hubiera tenido descendencia si la única mujer que quedaba en la tierra era su madre. Claro que entonces no había leído aún a Sófocles, pero la lógica del incesto no entraba en mi cabeza. U otra pregunta que entonces nos hicimos todos: si Noé metió una pareja de todas las especies en el arca, ¿metió también un par de pulgas y un par de moscas? Esa lógica inocente, tan divertida, es la que anima Las barbas del profeta, aparte, por supuesto, de lo puramente literario, cómo maneja la Biblia los recursos argumentales, los mitos, las intrigas, las anagnórisis o revelaciones, etc. El niño se enfrentaba entonces a una duda que sería la que acabaría desautorizando el edificio entero: cómo es posible que sean santos los que dieron tanto mal, para lo que el cura de turno tenía la respuesta preparada en el bolsillo de la sotana: porque se arrepintieron. ¿Y entonces, se puede matar a media humanidad y, si luego te arrepientes, te hacen santo? Ese tipo de preguntas, no obstante, eran respondidas con un sonoro capón que hacía resquebrajarse las paredes del cráneo. Por eso nos las guardábamos para nosotros.
No tendría tanta gracia el libro de Mendoza si además no hubiera recurrido a una de sus especialidades, la mezcla de registros. Un ejemplo, tomado al azar, sería la incomprensible actitud de Abraham con su hijo Isaac (la misma de Agamenón con su hija Ifigenia, por cierto). A los niños nos parecía que aquel padre era un capullo. Mendoza lo dice de otro modo: «Si Jehová le ha prometido un hijo a edad avanzada y una numerosa descendencia para decirle luego, cuando ya lo ha tenido, que sacrifique al hijo, lo lógico es decirle a Jehová: ¿tú de qué vas?». Podría haber tirado más del hilo, porque también lo de David, para seguir con el registro, tiene tela. Mendoza no saca a relucir la historia de Abisag la sunamita, una chiquilla que metieron en la cama del rey, a ver si el viejo se animaba. Muchas biblias expurgaron esta indecente maniobra, pero Unamuno, que conocía el paño, le dedicó un interesantísimo capítulo en La agonía del cristianismo.
El lector, en fin, sonríe casi a cada página del libro, unas veces por el placer que produce el siempre hermoso castellano vehicular de Mendoza, y otras por los golpes de humor travieso, marca de la casa, que van jalonando las escenas. Mendoza ya se había metido en este mundo, en antiguos y más rigurosos estudios de historia sagrada e incluso en novelillas tan estupendas como El asombroso viaje de Pomponio Flato, que yo sigo recetando año tras año a los alumnos avispados que se saben divertir. Lo de librito delicioso no es en absoluto una catalogación condescendiente, como si fuera una obra menor. En absoluto. A veces pienso que la máxima aspiración de un escritor es llegar a estas gemas menudas, y que tan orgulloso debe de sentirse de sus espléndidas obras largas como de estas pequeñeces, tan inteligentes, tan estimulantes, tan gozosamente bien escritas.
Eduardo Mendoza, Las barbas del profeta, Seix Barral, 2020, 198 p.
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