Pombo ha escrito una magnífica novela. Inteligente y libre, estimulante y decidida. Hará mal el lector en conformarse con la pirotecnica verbal de las primeras páginas, esa, digamos, apoteosis del políptoton que por momentos nos parece un alarde poético y verboso, solo un alarde… Pero las buenas novelas cambian, las buenas novelas terminan los exordios rimbombantes y empiezan a correr sin darle mucho tiempo al autor a que se engatuse con verbosidades. Las buenas novelas se van solas, como los niños, y desprecian todo aquello que no sea intensidad narrativa, esfuerzo y sometimiento del autor a la historia que le va saliendo. Porque es la historia la que sale, no el autor quien la construye. Pombo parte de una situación que nos recuerda muchas de sus otras novelas: el niño Nicolás tiene algo de Pelé (El metro de platino iridiado) pero también de Ceporro (Aparición del eterno femenino); el joven desnortado Manuel nos transporta hasta Quirós (Los delitos insignificantes) o a Esteban (El cielo raso), agobiado de pulsiones autodestructivas (Contranatura); la pija boba de Adelaida estaba ya en Virginia (El metro); la, en principio, insensible Rosalía tiene algo de la madre de Violeta (Donde las mujeres). Y podríamos seguir así: es la famila Pombo, empezando por él mismo, el coronel Ybarra/Pombo, militar octogenario, lector de filosofía y teología, retirado en su terraza del corazón de Argüelles, contento con sus diez Camel diarios, con su ama de llaves (el aña Rosi de El metro, que si hablara más sería un poco como Celia Cecilia Villalobos) y con su gato negro.
¿Se repite Pombo? A veces sí, quizá, pero no aquí, de ningún modo. Aquí Pombo es el escritor valiente que se entrega a sus personajes, a todos, hasta al gato. Se entrega a la novela entera como ente autónomo que no necesita de festivales poliptotónicos, sino de alguien que quiera escuchar y comprender. Hacia el final de la novela, y como el que no quiere la cosa, como si fuera un dicho más, cita Pombo el célebre principio de Ana Karenina. Y el lector no se lo toma, claro es, en su sentido literal y tópico, sino en una, otra de las grandes enseñanzas de los rusos: la novela como redención, como argumento moral para la rehabilitación de almas descarriadas. Desdeña Pombo los hilos morbosos de los que cualquier otro escritor convencional habría tirado sin pudor. Nada de eso. El randa de Gerardo, por ejemplo, aparece y desaparece porque su presencia es tóxica para Manuel, y lo importante no es ese aburrido regodeo en la toxicidad sino la compasión hacia sus víctimas. El escritor al uso tenía ahí un novelón, una serie HBO, lo que quisiera, pero Pombo vuela más adentro, al ser que es y no es al mismo tiempo, al gato de Schrödinger que llevamos todos dentro. Todos somos buenos y malos, moralmente vivos y muertos, hasta la imbécil de Adelaida, que acaba dando más pena que asco.
La novela fluye en una contemporaneidad cogida por los cuernos, sin componendas fáciles: los matrimonios inestables, la tentación feminazi, la necesidad de sacrificar la propia vida para dar sensación de que se vive más, la paradoja del espectador viciado con aquello que lo escandaliza, este mundo nuevo desalmado, de un egoísmo radical, venenoso. No rehúye Pombo ninguno de los asuntos que van descomponiendo nuestro estar en este mundo, ninguna de las altivas equivocaciones que sin embargo, ay, también son comprensibles. Pombo ve a sus personajes, los escucha y los invita a merendar, y a él van todos (al coronel Ybarra) como iban a María (otra vez El metro), a verse en un espejo sin sobreiluminaciones, sin bombillas que realzan la pared de cemento armado que nos acompaña.
El gato, los gatos, Rudyard y Barraquito, el elegante y el buscavidas, el negro ébano y el negro carbonero, eso somos, con nuestro lado displicente y nuestro fondo necesitado, altivos y cobardes, palaciegos y callejeros, capaces en nuestra inutilidad de descender al piso bajo mal iluminado y acurrucarnos en un alma limpia (Ñaco, el joven vecino de alquiler a quien los viejos propietarios señorones miran con prejuicios de casta), y allí salvarnos de nuestra pobre dualidad y regresar enteros, comprensivos, humildes y redimidos. Gran personaje el coronel Ybarra, la prueba, otra, de que la autoficción no es más que un punto de partida, un había una vez que se disuelve cuando coge vuelo la ficción. Era poco, paradójicamente, esa exhibición poética de las primeras páginas. La novela estaba todavía en pisos altos y en terrazas luminosas. Pero luego baja, la novela y la prosa, el contar y el ser contado, a los territorios de la verdadera intensidad.
Pombo ha cumplido ochenta años y de pronto sale con esta briosa, hermosa narración desnuda que también es una reflexión sobre la eternidad presente a cualquier hora, no sobre las ganas de vivir sino sobre la alegría de estar vivo y la necesidad de no acurrucarnos como el gato en nuestros miedos, sino de encaramarnos a lo alto del olivo, vivir y trepar y pedir auxilio cuando lo necesitamos. Saber que lo necesitamos. Ese auxilio es lo que, al darlo, nos da la plenitud y al requerirlo nos afirma como seres plenos, no condenados a estar vivos y muertos, más bien orgullosos de nuestra condición contradictoria.
Si la vejez es eso, si la vejez es no renunciar a los sentimientos, abandonar el miedo y mirarse al espejo con valentía, dará gusto hacerse viejo si los achaques no nos convierten en una espera lamentable, y podemos, además, seguir fumando diez pitillos cada día. Dijo Pombo una vez, hace quince o veinte años, que se había retirado de la circulación, que no quería ya exhibir culotes de ciclista metropolitano ni pinchar más uvas de sarao. Dijo que se había convertido en jubileta, y que esperaba de la vida una vejez larga y productiva. Larga, de momento, lo está siendo, y, para regocijo de sus fieles, cada vez más productiva.
Pocas veces uno cierra emocionado una novela y antes de celebrarla con un vino no siente el impulso de juzgarla sino de dar las gracias por haberla escrito. ¡Bravo, Pombo, bravo!
Álvaro Pombo, El destino de un gato común, Destino, 2020, 318 p.
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