Cuaderno de invierno, 31
Este irse poco a poco de la nieve tiene algún que otro inconveniente. El hielo no está solo en las pisadas, sino en charcos que se extienden durante el día y a la noche cuajan en cristales transparentes. Salgo esta mañana decidido a coger el hacha y seguir por donde lo había dejado, aquel tocón de ailanto que se resistía, pero al primer resbalón en una de esas placas finas casi doy en tierra con mis huesos, de modo que he considerado más prudente retirarme a leer a John Muir, el patrón de los naturalistas norteamericanos, antes que jugarme el esqueleto. Está resultando algo desapacible esta novena de la tormenta. Así serían los inviernos en Wisconsin, un terreno duro y blanco y negro, meses de hielo y fango, la tierra ya sembrada, la sorda incertidumbre de los días. Aquí caminamos hacia un invierno seco con oscilaciones térmicas de veintitantos grados, y estos días que van del crudo hielo al solecillo tienen algo de paisaje contumaz, un poco impertinente. El movimiento del invierno es el de una mancha que no acaba de limpiarse. Más que un desarrollo, una plenitud o un ocaso, es un parsimonioso restablecimiento. En la ciudad la gente mira el barrizal de nieve para no escurrirse, pero intenta no verla, hacerse a la idea de que ya no está. En el campo las variaciones son más lentas. Hoy han consistido en un blanco que pasa del fondo azul al más violeta, y un reloj de agua que, más que marcar las horas, las acompaña.
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