Cuaderno de invierno, 32
Tan solo era cuestión de esperar un par de días más a que la lluvia o el deshielo terminasen de derretir la nieve, pero he notado en mi cuerpo los primeros síntomas de hibernación, la piel fría, las pulsaciones bajas y pocas ganas de comer, de modo que me he puesto a limpiar la umbría, primero con la pala, para rascar los cuajarones de hielo, y luego con el cepillo de púas de metal, no sea que vuelva a helar esta noche. Han sido un par de horas a lomo caliente, todo sea para no amodorrarme como los murciélagos. No se me iba de la cabeza el drama de Oblómov, la gran novela de Iván Goncharov, el tipo que no acierta a levantarse del sofá, y desde allí contempla la perspectiva de ir a alguna parte, aunque solo sea a beber un vaso de agua, y la repasa cadenciosamente, la visualiza, que se dice ahora, hasta que una losa de pereza le nubla las entendederas, olvida qué es lo que estaba pensando y se vuelve a adormiscar. La inactividad de estos días fomenta esa sensación, y uno ya se ha dado cuenta, y no solo por los novelistas rusos, de que hay una desidia sustancial, una modorra constitutiva, orgánica. Esa galbana profunda, que a tantos arruina la existencia, no depende de la voluntad porque la anula, pero tampoco es natural. Los mastines son ronceros de temperamento y sin embargo no perdonan una ronda de guardia ni un ladrido al forastero, ni mucho menos un gato. Esto es otra cosa, es la impasible aceptación de que ningún esfuerzo merece la pena. El día sale húmedo y pastoso, no hiela pero no se van las nubes negras. El goteo constante de las canaleras y unas rachas de viento que ululan en los respiraderos no hacen sino fomentar la pigricia. Es apabullante la de buenas razones que la justifican. Se necesita un esfuerzo considerable para abandonar la piltra y hacer algo de apetito, obligarse a mirar los bloques de hielo que levanto con la pala y no darle la espalda al movimiento de los días. Aunque no sé si merece la pena. A veces uno se siente como esos osos a los que en mitad del invierno despiertan de malos modos y los suben a una escalerilla, a hacer el payaso, y los cansan sin necesidad y los hacen comer sin hambre.
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