Cuaderno de invierno, 28
No quería subir a los cipreses de la acequia, ahora que la nieve se ha sunsido, porque temía encontrármelo sembrado de cadáveres de palomica. Llevo días sin ver ninguna. Algún gorrión hemos visto posarse en los taludes, donde la tierra se había descarnado, y por supuesto cuervos y picarazas, inmunes al hielo, pero las palomas, o emigraron (y es conocida su raigambre cuando crían) o se han congelado. Hace unos meses pasó por casa un cazador, y al comentarle yo de qué modo estaban proliferando las tórtolas turcas y cómo llenaban de palomino los barandales y se estampaban contra las ventanas, me dijo muy convencido que él en una mañana me restablecía el equilibrio ambiental con la escopeta, y que aún podríamos comernos un pichón para almorzar. Yo, espantado por semejante proposición y por seguirle la corriente, le dije que antes habría que haberlo colgado unos días del pescuezo porque si no estaría muy jasco. Me mortificaba promover una matanza de palomas, me sentía como el personaje de Las manos del pianista, la novela de Eugenio Fuentes, que se dedicaba profesionalmente a exterminarlas. De modo que lo dejamos correr, entre otras razones porque cazar tórtolas turcas está prohibido. Sin embargo hace tiempo que no vemos una tórtola común, y la única competencia que les queda a estas otras es una pareja de torcaces, gordas como gallinas guineanas, que crían en los pinos. El arrullo permanente del otoño ha dado paso a un silencio sepulcral. Confiaba en que los gatos hubieran limpiado un poco el lugar del siniestro. Es posible, pensé, que para ellos el único alimento de estos días hayan sido unas pechugas congeladas. Quedarán las plumas en la nieve, coágulos de sangre como helados de fresa.
Pero habrá tenido que ser la tormenta la que haya dado el puñetazo en la mesa. La naturaleza es un crimen atroz que goza de indulgencia plenaria. Al final me he hecho al ánimo y he subido, listo para ver un espectáculo macabro. Galán iba delante, abriendo camino, y se ha parado a olisquear un par de veces pero no ha escarbado. Colgando de una rama de avellano he visto una pluma, y unas huellas de gato. Al pisar el cuello nevado de la acequia, en ocasiones notaba un bulto blando, más duro que la nieve y menos que una rama o una piedra, pero quiero pensar que no eran ellas. Ya aparecerán.
Se habrán quedado tiercas.
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