Eurípides introdujo en la tragedia griega el morbo y la complicación innecesaria: personajes desquiciados, situaciones degradantes, historias rebuscadas, tanto que con frecuencia tenía que resolverlas sacándose un conejo de la chistera, su célebre deus ex machina. Dio en una tecla del espectador que iba más allá de la catarsis y entraba de lleno en el regodeo malsano. Es el padre (el tatarabuelo) del folletín despendolado. Pero no recuerdo un solo protagonista de sus tragedias que fuera idiota, cuyo aciago destino consistiera en ser imbécil. Les podía la pasión, pero no la estupidez.
Jonathan Franzen tiene algo de un Eurípides moderno que introdujera la idiotez como condena de sus personajes. Todos están enfermos de insatisfacción, traumatizados por errores de bulto. En Encrucijadas, los protagonistas se buscan los problemas que no tienen, son patosos, acomplejados, incapaces de tomarse las cosas con calma, y por si fuera poco hasta el azar obra en su contra. Y el caso es que sus problemas, algunos muy gordos, son lo suficiente comunes como para que la imaginación nos predisponga a unas actitudes algo más serenas. Por mucho que la acción tenga lugar en los 70 (algo que solo se nota en detalles de mímesis que son como fotos antiguas sobre una repisa moderna, pero que en general suena a bigotes postizos), el drama de la familia Hildebrandt es una antología de desdichas contemporáneas. Todos están, a su manera, obsesionados con el sexo, pero al modelo simple de ‘padre de familia que busca una aventura con una mujer más joven’, Franzen añade un pastor menonita con antecedentes de menorero, que en vez de escuchar gregoriano en su casa se pasa la vida en asociaciones de adolescentes, esas turbias excursiones que organizaban las parroquias, en las que todo el mundo se olisquea y por las noches fuma marihuana, o ganándose el cielo con su papel de samaritano en miniwesterns como la historia de los navajos. Y al modelo de ‘mujer en crisis de madre y de esposa’, a la que se le han ido de las manos al mismo tiempo los hijos y el marido, le añade una señora obsesionada con la gordura y víctima de un pasado tenebroso en el que no falta de nada, hasta un suicida del año 29. Marion está traumatizada por una tierna juventud en la que cometió ese tipo de errores que marcan pero no machacan, entregada a vicios menores, la comida, el tabaco, la psiquiatra, y asfixiada por la culpa de seguir cayendo en ellos. Claro que estábamos en los 70: el sexo, las drogas y la música folk, Richard Nixon y el último Vietnam, el choque generacional, la avalancha de los tiempos, cuando a una muchacha muy religiosa, la hija, le ocurren penalidades balzaquianas a manos de individuos desaprensivos, que trata de superar acercándose a Dios a través de los canutos. En la proporción estadística que seguramente le corresponde —sobre todo hoy en día, no sé si entonces—, el hijo porreta se adorna con la enfermedad mental y le estalla la caja de bombas, y demás consecuencias catastróficas que Franzen relata con eso que se llama intensidad indeclinable. Ni siquiera el aparentemente más cuerdo, el hijo mayor, pasa de ser un ‘muchacho que toma decisiones de coherencia personal’, algo que en la época —y ahora— lleva a muchos jóvenes, sobre todo anglosajones, a ver mundo antes de proseguir con la vida de siempre, y que aquí se transforma en un ridículo querer ir a la guerra cuando ya se ha terminado, o, menos ridículo pero sin desarrollo argumental, sembrar patatas en los Andes en vez de venderlas en un KFC.
Hay, en todos los personajes, una exageración patética, un rigor de las desdichas, tan agresivo que cuando se quieren redimir lo consiguen entre ellos, pero no con el lector. Ya es un poco tarde. Franzen abarca demasiado en una construcción por meandros, largos y muy detallados episodios de cada uno de los miembros de la familia, contados a toda castaña, como pendiente de que el lector no se enfríe, echando en cada página un tarugo de historia tremenda. A pesar del final bíblico (Dios los castiga en serio y consigue que vuelvan a ser una familia pasable, desavenida y normal), la novela está llena de principios más que de desarrollos. En cada uno de los personajes principales hay una novela resuelta de cualquier manera. Juntos, y a pesar de la pericia técnica, un poco sobrecargada, un poco acelerada, no forman un cuadro convincente de la familia americana profunda de los años 70 sino una serie de episodios que por culpa de la histeria colectiva no contemplamos con traquilidad sino que los conocemos a base de titulares sensacionalistas.
La inevitable comparación con Ford, con Acción de gracias, por ejemplo, deja bastante clara la diferencia. Ford emplea un realismo tan exhaustivo como envolvente, en el que los personajes son víctimas de sí mismos pero no tan estúpidos como para no ser capaces de reconocerlo y convivir con ello. Su narración es un río de aguas tranquilas, de situaciones complejas y prolongadas, duras pero jamás morbosas; de preguntas, no de respuestas, como recomendaba su maestro Carver. Y Franzen es un hábil ingeniero narrativo que cifra la ambientación en la documentación, no en el aire, no en el aroma de los tiempos, y la emplea con una velocidad sostenida y un constante cambiar de principio que hace llevadera la lectura, por más que —y eso es un mérito— Franzen no se limite a un lenguaje simple. Digamos que pone las estrategias de la literatura popular al servicio del lector culto. Noble empeño, desde luego, precisamente porque es muy difícil. Franzen está más pendiente de la velocidad que del paisaje, como el alemán ese raro que lleva en coche a la hija por una autopista italiana… Todo está bien hecho: los diálogos son verosímiles, las situaciones están bien descritas, los dramas bien planteados. Pero es excesivo, con ese exceso que desacredita, con ese pasarse que aburre, con demasiadas coincidencias, ese arte del azar como rima que tan pocos manejan bien. Los conflictos rebosan de carnaza y esa idea que tenemos en Europa del americano medio, entre infantil y condenado a vivir muy deprisa, quizá sea lo que desde el punto de vista estético más justificaría ese contenido tan innecesariamente desmadrado.
Eurípides es el trágico que más ha influido en la posteridad, y también el que acabó con el género. Y eso que Eurípides pecaba por exceso de intensidad, no de peso. Leo en Montevideo, la última novela de Vila-Matas, una cita de Voltaire: «El secreto de aburrir es contarlo todo». Franzen no aburre, pero cuenta demasiado.
Jonathan Franzen, Encrucijadas, trad. Eugenia Vázquez, Salamandra, 2021, 637 p.