«La esencia de la cultura es ornamental», es decir, «tiene su sede por fuera de la funcionalidad y de la utilidad». Este es el punto de partida de Han en su ensayo sobre la vida contemplativa, que le sirve tanto para criticar el rendimiento alienante como para elevar la fiesta al rango de lo gozosamente inútil o creer que la verdadera creación es producto de la serendipia, de que caiga la manzana mientras duermes la siesta. Así, considera la inactividad como un «ayuno espiritual» de efectos curativos, la memoria involuntaria como fuente de felicidad, o el tedio como relajamiento perfeccionado, pendiente de algo nuevo que no es la determinación a la acción sino el acontecimiento inesperado e inconsciente.
Otras dos figuras filosóficas sirven a Han para ilustrar este alejamiento de la acción en el encuentro con el ser. La primera es Heidegger, que se pasó la vida elogiando la actuación para terminar considerando la inactividad. Ser y tiempo, por ejemplo, es un manual para el hombre de acción. En ese libro nada se dice de las fiestas y los juegos, de aquello que no exige decisión, objetivo ni necesidad. Y la misma angustia, que en él siempre fue un impulso hacia la acción, pasa a revelar el ser. Heidegger cae en la cuenta de que en el ánimo festivo «no hay cuidado», no hay cálculo ni prevención ni esfuerzo ni desarrollo. Hay una acción tan poco útil que cabría llamar inactiva. Pero «a las máquinas», nos dice Han, al símbolo de la acción útil, «les es ajena la inactividad completa», porque para ellas no hacer es no funcionar, y en ellas lo contrario de la acción es la inercia. Su utilidad por sí misma es meramente estética, si es que puede haber una utilidad estética.
Sobre este punto, en el que Han insiste aquí y allá, el de la inutilidad del juego y de la fiesta (y por tanto su inactiva perfección), hay un argumento que no me acaba de convencer: «El juego y la danza están completamente liberados del para-algo», dice, a propósito de Heidegger, y con su misma jerga, lo que tendría sentido si considerásemos que la condición tribal comunitaria, que es en la que se basa la fiesta, no tiene utilidad práctica ninguna, lo que por otra parte nos llevaría demasiado lejos. El homo ludens descansa, pero siempre después de haberse cansado. Dice Han que el sabbat es la glorificación del descanso, de la inactividad, única actitud verdaderamente divina. El descanso del séptimo día está infectado de satisfacción, de obra, de deber cumplido. Y lo mismo pasa con el juego: se juega para pasar el tiempo de un modo no obligatorio y después de haber cumplido con la obligación (ludopatías aparte), y se celebra una fiesta para descansar del esfuerzo colectivo. Satisfacer es hacer lo suficiente, estar contento con lo hecho, con la conciencia de la acción. Se celebra lo conseguido, lo hecho. Por eso creo que Han mezcla aquí dos elementos: el individuo contemplativo y la comunidad concelebrante. La inactividad requiere silencio, y el silencio es, por encima de todo, ausencia de los otros. La fiesta es ruido, jolgorio, carcajada, lenguas desatadas, rememoración conjunta y tácita obligación de cumplir con las funciones que asigna la tribu. Lo intemporal de la fiesta es su repetición en idénticas circunstancias, el hecho de que alguien vuelva a sentir lo mismo sin aparente mediación del tiempo. La fiesta es un no parar, un entregarse al pensamiento común, la renuncia ciega a la condición de individuo en aras de una felicidad efímera y postiza.
Pero este ensayo es un elogio de la inactividad personal, individual, y carga contra las otras actividades colectivas en la figura de Hanna Arendt, para quien, según Han, «el hombre está sin atributos solo cuando se encuentra fuera del escenario de la acción», y «la inactividad va acompañada del olvido de sí mismo». Vida y acción son para Arendt una misma cosa, a pesar de los avisos nietzscheanos de huir de la obsesión por lo nuevo. Lo nuevo no es lo que hacemos, lo nuevo es lo que ocurre, y Arendt aparece como una ideóloga del neoliberalismo, encantada de sus logros activos.
Y son estas nuevas circunstancias, sobre todo el mundo digital y la hiperinformación, las que centran su ataque final. «Si el corazón es el órgano del recuerdo y la memoria, en la era digital estamos absolutamente desprovistos de corazón», dice. Las informaciones solo nos ocupan un momento, la información está al alcance de la mano, pero no de la memoria. La verdad, lo que quiera que sea, es otra cosa. «La verdad es un relato. Las informaciones, por el contrario, son aditivas». Pero la información incesante y la conectividad ilimitada solo sirven para aislar al individuo de los demás y, sobre todo, de sí mismo. El ser humano vive entregado a la adicción informativa, a la sensación de estar comunicado, a la negación de la inactividad; es más, sustituyéndola, porque rellena el tedio con más información y más comunicación, cada vez más desganadas, en vez de cultivar su individualidad, su carácter contemplativo. Por la contemplación se llega al símbolo, «y solo por medio de lo simbólico, por medio de lo estético, se construye un sentir compartido, el sim-páthos o la co-pasión». Sin lo simbólico no somos más que fragmentos.
Al margen de ese entrar y salir del individuo a la comunidad, del ensimismamiento a la concelebración, y de la realidad al símbolo, el fondo de la cuestión es moral, en una época en que las cuestiones morales también tienen su precio, para el que se lo pueda permitir. Es verdad que la digitalización aísla al individuo, pero también le permite crear su propio mundo. No es un dato irrelevante que las redes estén llenas de gente que comparte sus conocimientos y actividades, el hecho de que las comunidades se reorganicen según criterios de interés intelectual o estético, al margen de la distancia, del espacio cerrado de la tribu.
Byung-Chul Han, Vida contemplativa, Turner, 2023, 140 p.
Esa visión positiva de la angustia me levanta el ánimo. Muchas gracias
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