20.12.23

El peso de la Historia


Se cumple un cuarto de siglo del estruendoso éxito de El hereje, de Miguel Delibes, una buena excusa para leerlo en la edición crítica que hace cuatro años preparó Mario Crespo para la editorial Cátedra. En aquella primera de Destino tengo subrayada la única falta de ortografía de todo el libro, «deshollaban» (p. 426), que en esta otra edición crítica se repite con escrupulosa fidelidad (p. 492), así como la docena larga de vacilaciones en el uso de la coma explicativa. Tampoco tiene mayor importancia, salvo por el hecho de que ese tipo de errores ortográficos, según apunta ahora el editor, a Delibes lo ponían enfermo. 

    Pero ya hablaremos de la edición crítica. Lo importante, entonces y ahora, es la novela, cómo se ha mantenido su llama desde aquel torrente de ventas y de elogios, cómo se sigue leyendo una pieza que fue considerada un clásico de nuestra literatura desde que aún estaba en galeradas. Y el caso es que se lee con idéntico placer, si bien, pasado el tiempo, cabría matizar de dónde viene ese placer y a pesar de qué leves discordancias se sigue sosteniendo. A mí no me cabe duda: la fuerza de El hereje es su prosa, esa lengua precisa y aromática, de ritmo vivo pero no desenfrenado, de cadencia sosegada pero no premiosa. Delibes, a punto de cumplir los ochenta años, dio una lección de botánica literaria con su hermoso huerto de palabras, jamás traídas por los pelos, siempre parte de un mismo flujo, términos de realia de distintas clases, marinería, comercio, agricultura, caza y pesca —cómo no—, amén de sus insuperables descripciones, marca de la casa. Delibes minia el texto con los atardeceres de Castilla la Vieja, en los que uno siente que respira nada más abrir el libro, o, por mejor decir, nada más terminar el preámbulo marinero, también muy lexicográfico y con un vaivén igual de relajante. Es esta la gran baza de la novela, la portentosa capacidad que tenía Delibes de escuchar lo que escribía, de no pasarse nunca pero encontrar un sitio siempre para el verso que termina una frase, para la frase que enciende una imagen. Por lo menos hasta que encara su parte final (yo creo que la jornada de caza con Cazalla, tan Santos inocentes, es el punto de inflexión), cualquier objeción queda desautorizada en virtud de la hermosura de su lenguaje, que, como le dijo entonces García de la Concha, «sabe a hogaza de pan», certero piropo que tomó prestado del que le dirigiera Cunqueiro a fray Antonio de Guevara. Sí, sabe a campo de trigo, a rebaño de ovejas polvorientas y a campesino prudente y ahorrativo. Sabe al amarillo que pintó Sorolla en la serie de la Hispanic Society que dedicó a Castilla, a un afecto nunca desmadrado, a una luz nunca excesiva, por muy asfixiante que resulte a veces. 

    Cuando se publicó, sin embargo, el deslumbramiento lo produjeron, sobre todo, las hogueras del auto de fe con que concluye el relato, flamígero remate de la historia de Cipriano Salcedo, su nacimiento, su primero feliz y luego tormentosa infancia, su aplicación y perspicacia en los negocios, su matrimonio frustrado, su conocimiento de las novedades luteranas y, en fin, su destino trágico a manos de la sádica Inquisición. Salcedo nació en 1517, el mismo año que se inició la Reforma protestante, y acabó atado a la pira del gran auto de fe de Valladolid en 1559, socarrado entre la excitación y los insultos de la masa inmunda, extraordinariamente bien representada en su ciega bestialidad, en su grasiento salvajismo, que solo tolera el espectáculo del sufrimiento («por respeto a los espectadores había que evitar quemar a un muerto», p. 542), mientras, curiosamente, el autor endulza esos momentos finales con una de esas escenas de amor que al pueblo, a ese mismo pueblo bárbaro y despiadado, tanto le gusta imaginar. Desde que la novela se publicó, esas últimas cien páginas que narran el apresamiento, la prisión, el juicio y la ejecución de los encausados fueron las más elogiadas, tanto por su impresionante viveza como por su carácter cinematográfico, como escritas pensando en las llamas que iluminarían la pantalla, pero también como ejemplo de honestidad moral, de autenticidad religiosa y de alegato en favor de la libertad de conciencia. Desde el punto de vista narrativo, empero, es lo que determina la narración entera y tapa con sus macabros resplandores algunos inconvenientes que uno le pone a su lectura. 

    A poco de terminarla (pp. 519-20), el lector encuentra un conciso resumen de la trama:


Cipriano, tumbado en el camastro, acogió con afecto al confesor. Le agradeció su presencia y le dijo que en su vida había tres pecados de los que nunca se arrepentiría bastante, y, aunque ya los tenía confesados, se los confesaba al padre en prueba de humildad: el odio hacia su padre, la seducción de su nodriza aprovechándose de su cariño maternal y el desafecto hacia su esposa, su abandono, que la llevó a morir trastornada en un hospital.


     Al margen de las persecuciones religiosas, esos son los tres hitos principales, ciertamente, y los que explican lo mejor y lo peor de la novela. El Preludio, en un barco en el que Cipriano ha acudido a entrevistarse con personalidades protestantes, anuncia la predestinación del relato y ha sido comparado con los diálogos renacentistas. Cipriano navega y charla con un marino luterano y un calvinista sevillano, en un tono serio, teológico, que a más de un lector ingenuo le echaría para atrás. El propio Delibes insistió en que quería que el lector se metiese en el meollo de la historia, con minúscula y con mayúscula, es decir, de lo que le esperaba y del ambiente en que transcurriría. Según dejó dicho el escritor, «esta complejidad [de la historia] no puede plantearse de golpe en las cuartillas. Precisa una reflexión histórica más o menos profunda, cara a los lectores, para que acepten todo lo que viene detrás» (Introducción, p. 38). Uno piensa que todo es siempre más sencillo. Los diálogos renacentistas no lo sé si le inspiraron, pero El nombre de la rosa seguramente sí. En las Apostillas, Eco viene a decir lo mismo de las eruditas cien primeras páginas de su novela, llenas todas de herejías, por cierto, como lejano preámbulo a un auto de fe que allí no tiene la relevancia de colofón que tiene en El hereje. Al lector hay que meterlo en materia. «Si pasa por esas páginas», vino a decir Eco, «lo demás es simple diversión». Y algo así sucede aquí, porque nada más pasar el diálogo naútico teológico empieza otra novela distinta, amena y con bastantes peripecias, más propia de la novela griega que tanto le gustaba a Cervantes (y a García Márquez, ojo) que de los circunspectos diálogos intelectuales. Después de muchos intentos profusamente documentados, Bernardo y su esposa, Catalina, tienen un hijo, Cipriano, que cae en manos de una nodriza que es como la Tisbe de El burlador, un ama de cría que sustituye a su madre, muerta poco después de parir, y lo protege del padre, un neurasténico que toma a la criaturica por parricida. Pero el padre, pasado de rosca, arranca al niño de los amorosos pechos de la nodriza Minervina para meterlo en un hospital de huérfanos. Que un caballero vallisoletano lleve a su hijo a enterrar mendigos por la voluntad del viandante no deja de ser llamativo, por no decir inverosímil. Que un mozo se reencuentre con su nodriza/madre y se enrolle con ella resulta más moderno y atractivo, y de paso enciende una mecha que el lector espera que se reanude casi toda la novela, y solo la ve alumbrar muy al final, cuando ya no hay nada que hacer. Por un momento pensé, entonces y ahora, que en ese mismo barco que lo traería de Alemania iban a fugarse Cipriano y Minervina igual que lo hicieran Florentino y Fermina.     

    Pero no. Esto es más grave. Vamos a un auto de fe, no a una historia de amores contrariados. A las manos de Delibes llegaron las fotocopias del formidable y espantoso relato que escribió Menéndez Pelayo del auto de fe de Valladolid (Historia de los heterodoxos expañoles, I, pp. 883-910, en la edición de Homo legens que yo manejo), y allí apuntaba el destino de Cipriano y de la novela, nada de regocijos amatorios. De hecho, después de holgar con la nodriza, quince años mayor que él, Cipriano no vuelve a tener suerte con las damas. Emprende un próspero negocio con los zamarros, los tabardos forrados de lana de oveja, que le lleva a conocer a su esposa, Teodomira, un personaje sin opciones de ninguna clase, una especie de giganta con rasgos de displasia ectodérmica, famosa en su pueblo por lo bien que esquila las ovejas, y con un padre tremendo cuyo cadáver, cuando van a enterrarla a ella, aparece incorrupto y empalmado. Teodomira es, quizá, el personaje al que peor le han sentado estos veinticinco años. Su aspecto un poco monstruoso, su desatada obsesión por la maternidad, su erotismo montaraz, como una serrana brutal, no cristaliza en una tragedia que ennoblezca al personaje sino que la emprende a tijeretazos con Cipriano, a ver si lo capa como a los mardanos de su padre. En realidad, no hay en la novela personajes femeninos que obren de antagonistas en pie de igualdad dramática. Minervina es una niña de quince años para un viejo como Bernardo, y una mom de treinta y pico para un adolescente como Cipriano, y ya hemos dicho que su desarrollo se desvanece hasta el final. Las dos mujeres reales, Leonor de Vivero y Ana Enríquez, son, respectivamente, otra madre y otra dama, protegidas por el cristal de la historia, alejadas en su condición de reales, entre platónicas por la época e inalcanzables por la posición. El lector de hoy, que sigue con entusiasmo la peripecia de Cipriano, no deja de ver en estas mujeres lo que, muy sutil y modosamente, el editor llama «ciertos estereotipos». Da un poco de reparo ser más crudo, pero lo cierto es que hoy parecen fantasías de viejo verde.

    Todo lo cual, sin embargo, está muy bien narrado aunque, a mi juicio, y después de haberlo disfrutado, peca de lo que pudiéramos llamar una huida hacia adelante. El conflicto entre Cipriano y su padre no lleva a un agón entre ellos porque antes se encarga la peste de quitar al padre de en medio; los amores de Cipriano y Minervina se esfuman porque el padre mete al chico en el hospicio y luego se lo llevan sus tíos, y el matrimonio fallido con Teo se resuelve volviendo loca a la mujer porque no puede tener hijos y dejándola morir en el manicomio. Las tres son propuestas interesantísimas que quedan a un lado porque lo importante sigue siendo la hoguera. Las tres, para decirlo al modo cervantino, proponen pero no resuelven, son hitos de paso, que da la sensación de que no valen tanto por sí mismas como en su función ilustrativa de los diversos campos históricos que el autor quiere tratar: las circunstancias sociales (el hospicio, la barragana del padre), la industria y el comercio (los zamarros), la agricultura (los proveedores de la zamarrería), el urbanismo (de la taberna de Garabito a la Chancillería, un paseo que todavía es una rentable ruta turística), de manera que las historias son vehículos para la descripción histórica, y no al revés. En todo caso, hasta que aparecen los Cazalla y entra la peste luterana, lo que tenemos es historia, no Historia. A partir de entonces llega el imponente don Marcelino con su prosa musculosa (Ferlosio) y se acaba cualquier sombra de cervantinismo. La llama que nos guíe ya no será la del amor (a pesar de algún leve escarceo) ni la de la acción (a pesar de las huidas a caballo), sino la de la santa hoguera, los potros de tortura y la carne quemada. 

    Queda claro este deslumbramiento fogoso en la prolija introducción crítica de Mario Crespo, interesante en muchos aspectos, pero no en otros. De un tiempo a esta parte, las ediciones críticas han prescindido de la necesaria concisión, de orientar al lector para que luego él ahonde si quiere, a un desparrame de referencias y citas textuales. Los textos se acribillan de notas irrelevantes y las introducciones pecan muchas veces de ese vicio escolar de ir empalmando citas de estudiosos,  con interpretaciones tan contundentes como gratuitas, como se componían antes los apuntes de las oposiciones. Pero una introducción consiste en un ejercicio de contextualización: en las circunstancias y en la obra de su autor y de su tiempo, en sus fuentes y en su género, así como en las claves que ayudan a entenderla. Estos días, leyendo el Persiles, vi que Avalle-Arce tuvo bastante con una treintena de páginas y unas pocas notas para editarla en Castalia. Esta edición de El hereje tiene una introducción de 144 páginas y 1582 notas, no todas necesarias. 

    Entre los aciertos de la Introducción, destaco el rastreo minucioso de las fuentes, del proceso de escritura y de los testimonios del autor, y no tanto el habitual resumen de la historia y el mencionado rimero de opiniones autorizadas e interpretaciones variopintas. Importa, por ejemplo, el que se plantee si El hereje es o no una novela de tesis, es decir, si todo apunta a ser un ejemplo de la necesaria libertad de conciencia, de los excesos de la Iglesia o de un cierto maniqueísmo anacrónico según el cual los comuneros y los luteranos serían el flanco adelantado de la historia y Carlos V y Felipe II la carcundia contrarreformista. O, dicho de otro modo, si la novela no se busca a sí misma sino que ya está sentenciada de antemano y se resuelve como una reflexión presente trasladada al siglo XVI. Yo creo que la novela es novela pura hasta que aparece la Inquisición, y novela de tesis hasta que la devoran las llamas. Pienso que en el relato previo hay preguntas, y en el último solo respuestas. Es novela mientras acompañas al personaje en sus vicisitudes, y tesis histórica cuando se le cierra cualquier salida.

    Que sea o no una novela de tesis tiene que ver con que sea o no una novela histórica. Delibes lo negaba: «He procurado por todos los medios que la historia no devore a la fábula» (p. 75). Diríamos lo mismo de antes: es así mientras la narración sigue la lógica del personaje, por más que sus hechos estén muy mediatizados por los aspectos socioeconómicos de la época que quiere tratar, y no es así cuando Cipriano se convierte en un personaje testigo, en alguien que estuvo allí, asistiendo a un conventículo, dando la mano a personajes históricos, conversando con figuras de la época. Lo curioso es que Delibes negara, precisamente por eso, que El hereje fuera una novela histórica, cuando ciertamente —piensa uno— es al contrario: estamos hartos de historias noveladas, de enciclopedias dialogadas, de argumentos previos. Una buena novela histórica, y esta lo es, debe armar de verosimilitud la peripecia del héroe. Es histórica porque es creíble la época en la que sucede, pero es novela porque se debe a sí misma, no a los apuntes de Historia de España.

    Y en cuanto a las 1582 notas, en fin, insistamos en que no todas son necesarias ni tampoco era imprescindible que fuesen tan prolijas. Las hay de varios tipos: son muy interesantes las que contextualizan los hechos históricos y rebuscan en la bibliografía que consultó Delibes, así como aquellas que advierten de anacronismos (que le fueron señalados al autor pero él dejó en su sitio) y las que indican las correcciones de Delibes en el manuscrito original. Estas dos últimas, no obstante, son un material copioso que podría haberse compendiado, organizado y resumido en un apartado de la introducción. Las que no son de recibo son, por un lado, esas interpretaciones de crítica pajarera, siempre a vueltas con el narrador diegético y recontradiegético, y casi siempre meras paráfrasis de lo que dice el texto, cuando no conjeturas simbólicas tan obvias como pomposas; y, por otro, las que se empeñan en servir de diccionario auxiliar, como si el lector no tuviera uno en su casa, o, peor, se le hubiera olvidado su idioma. Estas últimas son las que más me irritan, porque una nota al pie no deja de ser una interrupción en la lectura. No entiendo, por mucho que haya empeorado la enseñanza, que a estas alturas se advierta de que un refrán es un refrán, o se explique el significado de palabras como picón, ringlera, majuelo, cazoleta o varios cientos más, y sin embargo se deje sin explicar el sentido ambiguo y arcaizante del adjetivo sesgo. No entiendo que, entre tanta nota, aparezca un muchacho nuevo en el orfanato al que todos llaman Gallofa y el editor no explique por qué, no sea que a algún lector no le suene el célebre «tú bellaco y gallofero eres» al que hace clarísima referencia, o que nos explique palabras de uso común pero cuando sale algo en latín el editor pase de largo sin traducirlo, como si todo el mundo lo entendiese; algo que, por otra parte, no me extraña, porque el único latinajo que usa él, «in media res» (sic), está mal escrito.

    Quizá no haya que hilar tan fino. Con diccionario o sin él, sabiendo latín o sin saberlo, los cientos de miles de lectores que se lanzaron a esta novela hace veinticinco años la disfrutaron (quizá no todos) como la hemos disfrutado ahora, y se asombraron de que a Delibes le quedaran fuerzas para semejante empeño, sobre todo cuando, nada más terminar el manuscrito, le detectaron un cáncer del que solo se recuperó físicamente, pero que le impidió volver a meterse en ningún empeño literario. «Me han quitado el mal pero me han convertido en un mero superviviente», dijo entonces, y recoge ahora el editor (p. 98). Celebremos que le diera tiempo a terminarla.


    Miguel Delibes, El hereje, ed. Mario Crespo López, Cátedra (col. Letras Hispánicas), 2019 (=1998), 549 p.

9.12.23

Materiales para el dolor


Los lectores de Paul Auster llevamos algún tiempo alarmados con el giro cruel que ha dado su vida. En poco más de un año se le ha venido encima la muerte de su nieta, Ruby, una criaturica de diez meses, quien había ingerido una combinación de heroína y fentanilo en un descuido de su padre, Daniel Auster, hijo de Paul y de la escritora Lydia Davies. Daniel, acusado de homicidio involuntario, murió semanas después, de sobredosis, en una estación de metro de Nueva York. Pocos medios literarios hay que no se hayan hecho eco del desastre, así como de la nula relación que el escritor mantenía con su errático hijo. 
Poco tiempo después, su actual esposa, Siri Hustvedt, hizo público que Paul Auster padecía cáncer y estaba sometido a un tratamiento «devastador», según ella, quien también dijo que de unos meses a esta parte los dos vivían «en Cancerland», una forma bastante certera de reflejar cómo la enfermedad anega la vida del paciente y de quien lo acompaña en su calvario. La propia Hustvedt publicó en la red una fotografía de Auster que es la que ahora podemos ver en la solapa de su última novela, Baumgartner, recién publicada. En ella se ve a un Auster estragado por el tratamiento, con gorro negro y gafas oscuras, la piel tirante y sin brillo y una media sonrisa que está a medio camino entre la resignación y la ironía.

Digo todo esto porque resulta imposible leer Baumgartner sin pensar, primero, si la novela ha sido escrita durante su convalecencia, o al menos terminada, y segundo si lo que en ella cuenta tiene algo que ver o puede estar influido por el bombardeo de desgracias que ha padecido en poco tiempo, del mismo modo que también resulta difícil emitir un juicio crítico que no tenga en cuenta lo que uno no sabe si debe ser tenido en cuenta. La novela, desde luego, habla de la pérdida y de la desgracia, de la vejez y de la muerte, y por momentos uno no sabe si sus palabras se refieren a personajes que han desaparecido o a cómo el propio protagonista se enfrenta a lo que le queda de vida. Hablando, por ejemplo, de la mujer de Baumgartner, a la que una ola demasiado fuerte partió la espalda mientras surfeaba en Cape Cod, Auster escribe: «No lo siento por mí, y no me estoy regodeando en la autocompasión o clamando al cielo: ¿Por qué yo? La gente se muere. Se muere joven, se muere vieja, y se muere a los cincuenta y ocho», que es la edad que tenía Ana en el momento de morir.  Pero es inevitable, durante su lectura, ir subrayando frases que pueden tener que ver solo con lo que nos está contando o también con lo que sabemos que está viviendo. Cuando Baumgartner piensa en el libro que tiene entre manos y en la posibilidad de terminarlo, habla de lo esencial que le resulta el tiempo ahora y de que «no tiene ni idea de cuánto le queda». Cuando habla de los padres del protagonista, se centra en la prematura muerte de ambos, a poco de cumplir sesenta años, el uno por una embolia pulmonar (después de toda una vida fumando cuatro paquetes diarios) y su madre de un cáncer de páncreas, «seis meses brutales en los que su cuerpo menudo se redujo a una espantosa delgadez». Poco antes de pensar en ella y revivir parte de su niñez, Baumgartner sale al jardín y disfruta del hermoso día, pero también se hace la pregunta inevitable: «Quién sabe si no es este el último buen día que verá».

Son muchos los pasajes en los que el lector se plantea esta doble lectura, dentro y fuera de la novela, referida solo a su protagonista o también a su autor, y no ayuda mucha saber que parte del material que la compone ya había sido escrito antes de su particular apocalipsis, por ejemplo la historia de los lobos de Ucrania, que apareció en 2020 y había sido escrita durante la pandemia, o determinados temas y secuencias que nos remiten, al menos, al tono de novelas anteriores suyas y a textos autobiográficos. En su historia de amor juvenil encontramos ecos de A salto de mata, pero tampoco es difícil volver a libros como Brooking follies en la historia de Judith o a 4321 en la de la infancia y primera juventud del protagonista, si bien la novela que más me ha venido a la memoria haya sido La música del azar, sobre todo por una cuestión de planteamiento narrativo que hace que el final de Baumgartner resulte previsible desde el principio. También aquella novela de hace treinta y tantos años estaba escrita en tercera persona cuando lo más lógico habría sido escribirla en primera, y la razón, el final de Sachs y del profesor Baumgartner, es en ambos casos la misma.

Baumgartner nos cuenta cinco historias relativamente independientes. En la primera, el profesor de Princeton reflexiona sobre el síndrome del miembro amputado, o cómo una parte de tu cuerpo parece seguir viva una vez que ha desaparecido, que es exactamente lo que le ocurrió, nueve años atrás, con la muerte de su esposa. La segunda le lleva a recoger poemas y fragmentos escritos por Ana y transcribir algunos de ellos, por ejemplo el hermoso relato en el que se nos cuenta en qué circunstancias decidieron vivir juntos. En contraste con ese canto al amor juvenil, la tercera historia es de un patetismo enternecedor, de cómo el setentón Baumgartner da un paso más allá de lo debido en la relación que mantiene con Judith, casi veinte años más joven que él y amiga y admiradora de la difunta Ana. En la cuarta, el protagonista, que ha comparado las familias bien situadas de las que procedían las dos mujeres de las que ha llegado a enamorarse, piensa ahora en la suya, la de unos pobres comerciantes de ropa, él un eslavo atrabiliario aficionado a la historia, ella una mujer maravillosa (nada nuevo en una madre de las novelas de Auster) que tiende a ver como un golpe de suerte lo que para cualquiera habría sido una injusticia intolerable. Y en la quinta, en fin, la hija que no ha tenido Baumgartner, una joven estudiante especializada en la obra de Ana, acude a visitar al profesor para recopilar la información que necesita, y esa visita, en un final un tanto sofisticado (mucho más que el de Sachs, y también más previsible, insisto) es la que determina el, digamos, hylemorfismo fatal de Baumgartner.

No es, pues, una sola historia, más bien varias que se refieren a lo mismo, eso sí, narradas con la maestría, la intensidad y el ritmo hipnótico de siempre, ese juego de prótasis anticadentes (sobre todo concesivas y condicionales) que da la sensación de que el narrador se tome cualquier minucia todo lo en serio que la minucia se merece. Las cinco historias parten, en efecto, de acontecimientos mínimos, que Auster contextualiza y detalla en un ejercicio de constante maestría. Si las circunstancias no fueran las que son, diríamos que, aunque magníficamente bien escrita, Baumgartner no es, en conjunto, su mejor novela. Teniéndolas en cuenta, para el lector de Auster se convierte, además de en un libro imprescindible, en una especie de consuelo.


Paul Auster, Baumgartner, Faber & Faber, 2023, 202 p.

2.12.23

Ese tipo de cosas


Hacía veintiocho años que este libro esperaba en la estantería del modernism anglosajón su turno de lectura, y la culpa de que haya tardado tanto en leerlo es del propio autor. Ahora me entero, en la dedicatoria a Stella Ford de 1927, que el título surgió por azar, por el mero hecho de que cuando le pidieron cambiarlo (iba a ser La historia más triste, pero acababa de estallar la Primera Guerra Mundial), Ford estaba militarizado y no se le ocurrió nada más irónico que titularla El buen soldado, un título con el que la novela tiene, ciertamente, bastante poco que ver. En todo caso a mí me sonaba entonces (en 1995, cuando apareció la versión en español) como un libro de guerra, y aunque después he leído unos cuantos y me han gustado mucho, entonces quedó en espera de mejores momentos. Sí recuerdo que la compré en la librería Antonio Machado, de la calle Fernando VI de Madrid, y también que me habló muy bien de ella un hombre que formaba parte de la plantilla de la librería y se dedicaba únicamente a ir de aquí para allá comentando, sin importunar jamás, los libros que los clientes tenían en la mano, un individuo amarrado siempre a un pitillo, delgado, con gafas de pasta y aspecto de haberse leído la librería entera.
     Pues bien, el turno le ha llegado ahora, cuando viajo por mi biblioteca rellenando huecos de lectura que a duras penas pueden satisfacer las irrelevantes novedades que encuentro en la librería. Y resulta que El buen soldado no va de guerra sino de literatura, más concretamente de cómo contar una historia. Su argumento, si es que se puede hablar de eso, viene a ser el siguiente: un americano, Dowell, cuenta el desgraciado final al que fueron acercándose unos cuantos personajes de su entorno de gente bien: el generoso (y manirroto) Edward Ashburnham, soldado atento con sus conmilitones, propietario dadivoso con sus colonos y amante fogoso y variado, el tipo de aristócrata eduardiano tan fiel al estricto régimen de clases como entregado al bienestar de sus conciudadanos. Este Edward, de contradictoria moral protestante, está casado con Leonora, católica irlandesa, con todos los rigores igualmente contradictorios de los católicos, pero con distintas prioridades. Para ella es más importante que su marido no dilapide su fortuna que el que compongan un matrimonio normal, si es que podemos llamar normal al hecho de que dos personas se tengan afecto y se acompañen y se comuniquen. Esta Leonora entra en ese tipo de paradojas postrománticas (algo de eso hay en la única novela de Baudelaire, La Fanfarlo) por las que una mujer le busca una amante a su marido para asegurarse de que no se termina de despeñar en un marasmo de tristeza y alcohol, pero que, por otro lado, no ceja en hacerle la vida imposible. Y luego están las otras amantes de Edward, empezando por Nancy, la hija de los amigos, la casi sobrina, que es la que Leonora le mete a su marido por los ojos y que acaba volviéndose loca de remate, o la bailarina española que en París sablea sin piedad a Edward, o Maisi Maiden, o la señora Basil, cuyo marido acepta los cuernos a cambio de una generosa compensación económica, o, en fin, Florence, la esposa del narrador de la novela, esposo despechado pero no por eso, al menos aparentemente, vengativo ni resentido. 

Salvo Leonora, la única mujer fuerte y en sus cabales de cuantas aparecen por la historia, y el propio narrador, todos acaban mal, o locos o muertos, unos por suicidio y otros por un fallo del corazón. Porque en ese mundo de gente bien todos tienen de cristal (de cristal muy frágil y muy caro) no solo el corazón sino también el cerebro. Sus respectivas religiones se lo han ido deformando desde los internados infantiles, pasando por una juventud donde el cinismo es una forma de urbanidad y sobre todo en una vida adulta llena de insatisfacciones, de fingimientos y de poca sustancia; una superficialidad que, curiosamente, presiona sus conciencias hasta hacerlas estallar. Quizá sea el tema del decline and fall, tan inglés, o un retrato de cómo la moral eduardiana se iba desecando en su propios placeres  autocontemplativos. Muy inglés y muy francés, desde luego, porque esa distancia cínica, esa puntillosidad desapasionada, esa fría delectación lleva su marca de origen, y no en vano el propio Ford señalaba a Flaubert, con toda la razón del mundo, como el padre de la modernidad en materia novelesca.

Porque todo lo anterior está contado de un modo que los editores insisten en llamar vanguardista (lo propio de quien alterna con Conrad, con Pound o con Joyce y se declara ferviente admirador de Henry James) y que a mí, como siempre ocurre con las mejores producciones de vanguardia, me parece de lo más realista. El narrador, en un excurso a mi modo de ver innecesario, lo explica en la página 255: 


Soy consciente de haber contado esta historia con muy poco orden, de manera que tal vez resulte difícil encontar el camino, por lo que quizá no sea más que una especie de laberinto. No está en mi mano evitarlo. Me he atenido a la idea de que me encuentro en una casa de campo co un silencioso oyente que, entre las ráfagas de viento y los ruidos del lejano mar, va escuchando la historia a medida que brota de mis labios. Y cuando se analizan unas relaciones amorosas —unas largas y tristes relaciones amorosas—, tan pronto se retrocede como se va hacia adelante. Al recordar de repente aspectos olvidados, se tiende a explicarlos con mayor minuciosidad porque se es consciente de que no se los mencionó en el sitio adecuado y de que, al omitirlos, quizá se haya dado una impresión falsa. Me consuelo pensando en que se trata de una historia verdadera y en que, espués de todo, la mejor manera de contar una historia verdadera es hacerlo como quien se limita a contar una historia. Será entonces cuando parezca más auténtica.


Así es. Se trata, en primer lugar, de una historia oral, es decir contada como se cuentan las cosas cuando no hay posibilidad de volver atrás para empezar de nuevo. A no ser que nos la sepamos de memoria, nuestra manera de narrar es más espiral que lineal: vamos y venimos, llegamos a un punto del que nos hemos olvidado una parte importante, insistimos en un episodio en el que quizá no hicimos todo el hincapié que requería, tratamos de imaginar cómo vieron lo mismo que nosotros quienes también lo presenciaron, o lo sufrieron, y que tenían una distinta relación con sus protagonistas, y por lo tanto una distinta percepción. A eso me refiero cuando hablo del realismo vanguardista. Cuando me decidí a leer de cabo a rabo el Ulises, no me encontré con una obra inextricable sino con un catálogo de realismo: no había leído hasta entonces nada tan realista como el episodio del cementerio (que me sigue pareciendo insuperable) o el mismo monólogo de Molly Bloom. Quiero decir que la ruptura de las convenciones decimonónicas no era un salto a lo extravagante, a las nuevas formas de expresión, sino una indagación en cómo contar lo que a diario nos contamos a nosotros mismos. 

Y con El buen soldado he tenido una impresión parecida. Dowell es ese americano (muy, muy inglés, por otra parte) que habla con tanto atildamiento como desgana, que maneja muy bien la lengua y no se enmaraña en frases largas, pero sí cuida la expresión precisa, decora el discurso con fraseología conversacional («Ese tipo de cosas», repite varias veces, como si no le apeteciera cansarse en repujar una escena o matizar un comentario) y, sobre todo, convierte su discurso en una actitud, la de quien trata de ver la historia desde lejos pero no acaba de convencer al lector de que no haya detrás más dolor del que parece. En el fondo el tema es ese: tratamos las desgracias como cuadros preciosistas, prerrafaelitas, con la debida distancia y todo el refinamiento de nuestra amplia cultura, como si no nos afectasen demasiado, pero también con un leve rictus de amargura reprimida, como si formara parte de esa misma exquisita educación no dejarnos arrastrar por las emociones. Los críticos hablan de impresionismo, una fórmula demasiado vaga para reunir esa mezcla perfecta de estética distante y realismo casi naturalista, de conductas ajenas a la realidad y formas de verlas tan pegadas a ella. Ese contraste, el del melodrama de gente bien y el de la manera culta y desapasionada de contarlo, es el que hace de El buen soldado un modelo vigente sobre cómo narrar una historia, incluso ahora, más de cien años después de publicada y casi treinta desde que tuve que haberla leído por primera vez. Nunca es tarde… 


Ford Madox Ford, El buen soldado, ed. de Luisa Antón-Pacheco, trad. de José Luis López Muñoz, Cátedra, 1995, 321 p.

27.11.23

Paradoja de Leviatán


Salvo en países tan peculiares como Japón o Noruega, donde se sigue comiendo la carne, es muy poco, y muy exquisito, lo que se aprovecha de las ballenas: el aceite, el esperma y alguna que otra glándula, y todo con propósitos más cosméticos que terapéuticos. Los antiguos balleneros exprimían los cetáceos, llenaban sus barriles de ambrosía y dejaban que los tiburones limpiaran el resto a dentelladas. El valor mítico del leviatán era el goteo de su preciada sustancia, por más que para obtenerla hubiera que pescar una criatura monstruosa.
     Con Moby-Dick ha pasado algo parecido. Si se ha convertido en un gran clásico no ha sido gracias solamente a su volumen o la majestuosidad épica de su prosa, sino a que desde el principio se ha exprimido el aceite de su argumento, el esperma de su estructura trágica, en ediciones que despreciaban la carne y la osamenta del gigante, toneladas de ciencia ballenera que los editores tiraban al mar para quedarse con el mito de la ambición desmedida. Ni los guionistas de cine ni los sastres de ediciones populares tenían difícil el asunto: les bastaba con eliminar los muchos capítulos dedicados a la artes de marinería o a la fisiología de los cetáceos, y con reducir a cuatro líneas los abundantes monólogos entre bíblicos y shakespearianos. Y es esa traición a la integridad de la obra, ese desperdicio editorial continuado, el que, paradójicamente, le ha garantizado la supervivencia como gran clásico a esta novela, porque mucho me temo que si todo hubiera sido aceite y esperma, si toda la carne hubiera sido suculenta y todos los huesos aprovechables, el peso colosal de la novela la habría hundido en las aguas de la historia. Y, al contrario, si la novela no hubiese sido tan larga y, por momentos, tan grave, no habría gozado de ese respeto que tenemos por lo inabordable, esa unción hacia los libros demasiado largos que nunca nos animamos a leer. La Biblia se aprovecha de que pocos se la han leído de cabo a rabo, y de que muchos han extraído unas pocas historias y mensajes con los que han tenido suficiente para creer en ella.

Herman Melville lo tenía claro: «Para producir un libro colosal, debes elegir un colosal asunto. Jamás podrá escribirse un volumen grandioso y perdurable sobre la mosca, aunque muchos haya que lo han intentado» (p. 560). No estoy de acuerdo en absoluto; es más, creo que buena parte de la gran literatura universal sale de la atención a lo menudo, de los primores de lo vulgar, y que hay un, digamos, colosalismo de lo diminuto que triunfa más incluso de lo que se merece, sobre todo en materia de arte. Pero en el caso de Moby-Dick es evidente que así de colosal era el empeño. Melville urdió una tragedia con «el personaje que Shakespeare olvidó escribir», según la publicidad de una representación teatral de hace años, y sobre esa tragedia, que muy bien podía reducirse a lo que dura una representación convencional, fue acumulando grasa poética y científica y sobredorándola con todo el vocabulario marinero imaginable, que en esta también colosal edición de Akal se hace más llevadero por el glosario de términos náuticos que incorpora. El ingenuo lector que se frota las manos con las primeras escenas de Queeqeg, el buen caníbal, sale pronto a navegar a las procelosas y a veces tediosas aguas de la especulación poética, con frecuencia restallante, abrumadoramente hermosa, sobre todo cuando describe el mar. El capitán Ahab (aquí Ajab) es un ausente, como Ulises, que no aparece hasta la página doscientos y pico, y enseguida se retira, hasta que empieza la jarana pesquera y él se revela como un personaje irritante y contradictorio.

Este Ajab es un barco a la deriva. Melville, primero, lo rodea de misterio, con sus ausencias pertinaces y su tripulación fantasmal; luego, sobre todo gracias al sensato Starbuck, el oficial que le reprocha que ponga en riesgo a la tripulación entera por una obsesión que no deja de ser personal, Melville incluso se mofa de él, de sus problemas para subir al barco amigo, de sus órdenes atrabiliarias; pero finalmente puede en todos el instinto servil hacia un capitán («¡Oh capitán, mi capitán!», nos sonará muy diferente luego en Whitman) que simplemente ha perdido el juicio. Para quien no sepa el final (algo muy difícil después de las ediciones expurgadas que leíamos en nuestros años mozos), el verdadero suspense de la novela radica en saber cuándo Starbuck atará a Ajab a su silla atornillada y pondrá rumbo a casa, si es que, claro, puede reducir también a su guardia fantasmagórica y a una tripulación en la que tampoco abunda la cordura ni los sentimientos nobles. En realidad, salvo el héroe Queeqeg, el narrador Ismael (que, aparte de narrar, calla y otorga) y el buen hombre que es Starbuck, el resto de la tripulación hace honor a su desquiciado capitán: gente sin patria y sin rumbo, sin nada que dejar atrás, salvo, curiosamente, el propio Ajab, quien, a pesar de ser un viejo (tiene exactamente mi edad), ha dejado en Nantucket mujer e hijo que quedarán desamparados cuando la ballena nos haga por fin el favor de quitárnoslo de encima, porque si no es capaz de perseguirla otras mil páginas más.

Decidí leer una versión íntegra de Moby-Dick porque Irving la citaba mucho en El último telesilla, y sí, hay guiños evidentes, desde la amistad entre Ismael y Queeqeg (o el juego del punto y coma) a ese, ciertamente, espléndido final en el que el barco Raquel (como la madre del protagonista de Irving) rescata al único superviviente del Pequod mientras su capitán sigue buscando al hijo perdido en el mar. Ismael encuentra el ataúd de Queeqeg, el último favor del gran amigo, y a él lo encuentra la contrafigura de Ajab, el capitán del Raquel, un marino con sentimientos que no deja tirado a nadie, algo que sí hizo Ajab, que abandonó a su suerte a su familia, a su tripulación, a sus compañeros y a sí mismo por una obsesión estúpida de marinero viejo. Qué poca grandeza en un personaje tan colosal.


Herman Melville, Moby-Dick; o La Ballena, ed. Fernando Velasco Garrido, Akal, 2007, 944 p. 

17.11.23

El canon campestre


Los aficionados a la literatura campestre en general y a Virgilio en particular contábamos desde 2010 con una traducción moderna del Rerum rusticarum de Varrón, a cargo del biólogo e ingeniero José Ignacio Cubero Salmerón, ya difícil de encontrar. Por eso esta nueva traducción de Luis Alfonso Hernández Miguel para la editorial Akal es una excelente noticia, viniendo como viene de un conocido experto en la obra varroniana que ya tradujera De lingua latina. 
   Hernández Miguel, que expone las dificultades de asignar un título concreto al manual de agricultura de Varrón, se decide por el hermoso Las cosas del campo, «bien atestiguado en la historia de nuestra lengua», sin ir más lejos en el hermosísimo libro de José Antonio Muñoz Rojas, a quien Hernández no cita. Tanto res rusticae como rerum rusticarum podrían traducirse, en efecto y sin salirse de la literalidad, exactamente así, pero, aun sin la obra de Muñoz Rojas, tiene en castellano un aire poético del que carece el original. En todo caso, es mucho el afecto que tiene el traductor a la palabra cosa, en ocasiones excesivo, como cuando (en I. 2, 28 o en I. 24, 5-6) traduce sistemáticamente los pronombres multa, talia, similia, etc. por un invariable cosas, que en castellano queda más pobre que en latín. No obstante, ni en los libros II ni en el III encontramos casos parecidos. 

No deja de ser un detalle muy menor, que por otra parte abunda en la escrupulosidad de la traducción, de alto rigor filológico, muy de agradecer en un texto de este tipo, por más que Varrón se lance a equilibrar la frase con largas cláusulas ciceronianas, ensaye juegos paronomásicos o acuda una y otra vez a las etimologías fantásticas. Lo importante en Varrón no es eso sino su condición, Catón aparte, de primera monografía sobre agricultura que tenemos en latín. Por más que la exponga como un diálogo y la estructure como una pieza teatral, su afición clasificatoria y su minuciosa precisión son lo que ahora no solo sigue resultando útil como material antropológico sino incluso literario: la descripción de una pajarera en forma de tablilla de escribir en su casa de campo es sin duda una espléndida pieza literaria, y en ella solo abunda el afán de exactitud al describir.

Varrón se ampara en fuentes escritas (entre las reconocibles hoy en día, Aristóteles y Teofrasto sobre todo) pero también en su propia experiencia como propietario, tan pendiente de que el gasto no supere al beneficio, un recurrente consejo a lo largo de la obra, como de, por ejemplo, alfabetizar a los aparceros, si bien con más ánimo económico que redentor. Y hace algo que conviene tener en cuenta cuando se establecen comparaciones: distinguir la casa de labor de la casa de campo, es decir, la edificación concebida como parte de la explotación y la casa integrada en los placeres agrícolas. 

Esta distinción ayuda a explicar por qué ciertos temas de la obra de Varrón, al parecer escrita muy poco antes  (37 a. C.) que las Geórgicas, no aparecen en la obra de Virgilio. Similitudes hay muchas, y muy reconocibles: el tema del menosprecio de corte y la alabanza hesiódica del campo como ámbito de pureza y respeto de la mos maiorum, pero también la concepción global de Italia, el elogio de sus tierras, como parte de la restauración emprendida por Octaviano. El lector de las Geórgicas no hace sino encontrar lugares conocidos: consejos como que a cada campo corresponde un cultivo diferente, la larga digresión sobre el cultivo de la vid (que en Virgilio incluye una perla de ars topiaria o modo estético de disponer los cultivos), las clases de tierra, las variedades, el trabajo invernal o el mito de la Edad de Oro, por mencionar solo algunos elementos que, nunca con la misma extensión, ambos autores abordan como de especial importancia. 

Porque Virgilio selecciona elementos muy concretos de la exhaustiva exposición varroniana y los amplifica con su maravillosa poesía. Así sucede, sobre todo, en el libro II con los usos reproductores en el ganado mayor, incluso con leyendas como las de las yeguas preñadas por el viento; con la selección del ganado, la morfología idónea y algunos síntomas perniciosos como el color de la lengua en los corderos, y, sobre todo, con esa alusión a la Bugonia y a la reproducción de las abejas a partir de ganado vacuno en descomposición que da cuerpo al libro IV de las Geórgicas, donde reconocemos el ideal (tan extendido en toda la Antigüedad, por otra parte) del orden civilizado en torno al cibus, domus, opus, comida, casa y trabajo, la organización urbana, el sometimiento al rey, las señales de paz y de guerra, o incluso, en un pasaje especialmente feliz del mantuano, la manera de deshacer la discordia escandalosa con un puñado de arena. Cabe incluso preguntarse si el remate de los viveros marinos en Varrón no se corresponde de algún modo con los rebaños de focas de Proteo en Virgilio, aunque quizá eso sería demasiado hilar.

Aunque tan interesante como eso es darse cuenta de qué aspectos de Varrón no consideró Virgilio en su obra. Es ya célebre, y muy estudidada, la cuestión de por qué Virgilio no trató la horticultura, más allá del fragmento del libro IV sobre el viejo coricio en el que, curiosamente, se mencionan verduras y flores (huerto es para los romanos lo uno y lo otro) en las que Varrón no se detiene, más pendiente de los cereales y de los árboles frutales. Pero Virgilio, aparte de no tratar (cosa rara, porque la descripción era su fuerte) de las casas de campo, y mucho menos de las de recreo, que quedan muy lejos de su propósito, no menciona, más que de pasada, a los cerdos, y solo a los borriquillos que van al mercado, pero no a los que se dedican a dar vueltas a la noria y de los que en repetidas ocasiones se ocupa Varrón, y del resto de ganado mayor jamás menciona penosos trances como el de la castración. Ocurre algo parecido con el estiércol, del que Varrón da todo tipo de clasificaciones y propiedades, y con un caso aún más llamativo, el de las aves de granja, principalmente las gallinas, acaso porque son propias de las casas de campo, esto es, se crían dentro y no fuera del hogar; pero tampoco del resto de especies ornitológicas, si descontamos las gaviotas y las crías de ruiseñor decorativas, mientras que Varrón no deja bípedo plume, criable  y comestible que nombrar.

Pero hay un caso muy particular que nos dice mucho de las intenciones poéticas de Virgilio. En las Geórgicas habla de los pastores, de los que también se ocupa Varrón, «de antiquis illustrissimus quisque pastor erat», pero Varrón también habla de su condición de esclavos, merced a la cual los clasifica, junto con los mulos y los perros, en aquella especie de ganado que no produce beneficio por sí misma sino como medio para conseguirlo. Con toda naturalidad, por ejemplo, habla del gallinarius, el esclavo que se ocupa de las gallinas y que debe vivir dentro del mismo gallinero, o de las mujeres de los esclavos, de las que habla en los mismos términos que lo podría hacer de las vacas reproductoras. Esto era lo normal en Roma, pero Virgilio ni lo menciona. ¿También a él le parecía de mal gusto? Cuando habla de la mujer del colono, habla de una dulce campesina entregada a sus labores en la penumbra del invierno, no de una hembra lustrosa para el apareamiento. 

A tenor de la naturalidad con que Varrón trata todo esto, no cabe pensar que hablar de ello hiciera entonces torcer el gesto a nadie, salvo acaso a un gran poeta como Virgilio, entre cuyas omisiones encontramos una parte de su sustancia poética. Lo que encontramos en Varrón es rigor (no etimológico, solo agronómico), un cierto afán de exhaustividad y un ánimo literario que con el tiempo pasa bastante desapercibido. Esta nueva traducción, profusamente documentada, muy cuidadosa con las lectiones textuales y al tanto de los últimos avances en materia de crítica (sobre todo la fascinante edición de Flach, que sigue de cerca), es todo lo que necesitábamos para entender a la principal fuente de la agronomía antigua, de Catón a Paladio pasando por Columella, y un sesudo empujón para que se haga lo mismo en castellano con Virgilio.


Marco Terencio Varrón, Las cosas del campo, ed. Luis Alfonso Hernández Miguel, Akal, 2023, 318 p

1.11.23

El último andador


Algo tendrá el agua cuando la bendicen, y más aún cuando te bebes mil y pico vasos y no te pasa nada, lo que tampoco significa que deje de ser insípida. Al terminar la larguísima última novela de John Irving (las novelas no son sino que se hacen largas o cortas) tengo la duda de si la he terminado porque era Irving y porque ha dicho que será su última gran novela, o porque sabía que el agua era de una fuente saludable y, por más que bebiese, no me habría de sentar mal. El último telesilla no es una buena novela por varias razones, sobre todo, por lo que a mí me importa, dos: que se empantana en las piscinas demagógicas y que, sin salir de ellas, navega demasiado aprisa, como un ruidoso fueraborda.
   Con respecto a lo primero, y a pesar de que Irving siempre ha narrado sobre lo diferente, en esta novela todo es tan alternativo que resulta panfletario, sobre todo porque al final los personajes, algunos muy bien trazados, son igual de buena gente que al principio, ni siquiera mejores. El narrador (un escritor que escribe, ya empezamos) es hijo de una mujer lesbiana, Ray, flexible y menuda, que comparte su vida con Molly, sensata y robusta, pero se casa con Barlow, también muy menudo, un transexual con quien se entiende estupendamente. A su vez, el narrador tiene una prima lesbiana, Nora, que vive con la voluntariamente muda Em, y ambas se dedican a actuar como monologuista (Nora) y mima (Em), en un espectáculo en el que cantan las cuarenta a todos los políticos hipócritas que consideraron en su día el SIDA como un castigo de Dios. La familia también cuenta con dos tíos noruegos que siempre se están riendo y sus respectivas esposas (tías del narrador, una de ellas madre de Nora) que hacen de arpías reaccionarias, y se remata con un abuelo que sufre una regresión hasta que, gateando en pañales, lo parte un rayo, y una abuela que en su última vejez ya solo quiere que le lean Moby-Dick. Por cierto que el abuelo está obsesionado con enseñar a utilizar el punto y coma, algo que el narrador no consigue aprender (y el traductor no lo corrige). Hay más personajes: un joven luchador de clase alta que se deja la vida en Vietnam y a cuyo entierro acuden todos  los desposeídos del barrio, la chica que le lee Moby Dick a la abuela, el padre del narrador, que tiene uno de los papeles más insulsos y pesados de toda la novela, además de su mujer (y madre del narrador) y la propia mujer del narrador (y editora), etc., etc.

Creo que de todos ellos solo quedan vivos tres o cuatro: el narrador, su hijo Mathew, su exmujer Grace y Em, con quien finalmente se va a vivir a Canadá, igual que, al parecer, hizo el propio Irving. Desde el primer tramo narrativo, muy Garp, la novela, a partir de la muerte del abuelo, se remansa en una sucesión de muertes más o menos gratuitas y de los fantasmas que el narrador se empeña en ver y que al lector le cuesta reconocer, todo sobre el tapiz del último medio siglo en Estados Unidos y de lo mal que lo han tenido los diferentes para llevar una vida normal, la que ellos querían llevar. Los ataques al conservadurismo reaganiano son constantes, así como a la iglesia encubridora de abusos o a una moral despiadada con sus propios principios democráticos. No hay, al menos para mí, una sola línea de la novela en la que aparezca el cuestionamiento, la duda, lo contradictorio. Todos son la mar de majos y todos viven como en una tribu de diferentes, como pingüinos que se aprietan para protegerse de la gélida moral. Muy bien, y qué, se pregunta uno más de una vez, porque no sé cómo estarán las cosas en Estados Unidos, pero en esta parte del planeta no hay provocación alguna en el hecho de que la gente ame y viva cómo y con quien quiera. Si todo lo que puede hacerse es estar de acuerdo, el resultado, al menos para quien no es un reaccionario, no abandona la condición de ventajista, porque mucho me extrañaría a mí que un lector reaccionario lea a Irving, ni siquiera sus más breves novelas. No, no son ellos sus lectores, somos nosotros, y nosotros queremos personajes poliédricos y fascinantes como los de Una mujer difícil o Última noche en Twisted River. 

El otro asunto estomagante es la propia concepción de la novela. Bien es cierto que Irving tiene dos lados, uno más estrambótico y libérrimo (Garp, Owen, etc.) y otro más, digamos, realista (esas dos novelas que menciono), y que en esta novela hay páginas de las dos clases. Pero es muy evidente la sensación de que Irving no ha tirado un solo folio, que ha seguido escribiendo a pesar de que los capítulos salieran flojos o las historias no se acabaran de redondear o llegara un momento en que no hiciera más que repetirse, algo de lo que los lectores de Avenida de los Misterios también tienen razones para quejarse, o que sus páginas más entretenidas acaben siendo las que pertenecen al ámbito de la documentación, por ejemplo el episodio de la lucha libre, algo que en su otra macronovela, Hasta que te encuentre, lastraba el ritmo de lectura. Aquí el lastre es el poco cuidado con que está escrita, siempre pendiente de que en cada frase la novela se mueva sin cambiar, alguien haga algo, sujeto, verbo y complemento, pero sin auténtica evolución, sin verdadera trama. Da la impresión de que Irving tiene su estudio canadiense lleno de papeles con personajes a los que acude una y otra vez cuando una sola historia no da de sí o no tiene tiempo de pararse a resolverla.

Un tío mío, que vivió hasta los noventa y siete años, presumía de buena forma física marcándose un garboso bailoteo con el andador en el camino que separaba su casa del bar donde aún echaba la partida. La prosa de esta novela es algo así, una demostración de brío, de potencia narrativa, de multitud de personajes, de ideas llamativas. Pero el caso es que le quitas el andador y todo se viene abajo, sobre todo esos fantasmagóricos guiones cinematográficos intercalados que directamente sobran. Irving ya pasa de los 80 y con esto no quiero decir que esté viejo y caduco, qué va, sino que se empeña, precisamente, en no estarlo, con lo bien que nos lo habríamos pasado si se hubiera limitado a sentarse y a contarnos una historia, una sola historia, el os voy a contar por donde siempre han empezado los viejos narradores, sobre todo si llevan medio siglo demostrando ser tan buenos como él. 

Y si uno llega al final (y sigue dispuesto a leer aquellas novelas suyas que aún no ha leído) es porque también cree en que el novelista tiene la obligación de inventárselo todo, que narrar es crear, que la novela exige, como nos enseñó Cervantes, una escritura desatada, no copiar de la realidad, y en eso Irving ha sido un glorioso militante hasta el final, hasta su última novela, si es que es la última… Pero también Cervantes nos avisaba de dos defectos que pueden arruinar una novela: que proponga mucho y no resuelva nada y que esté, en términos caninos, artificiosamente inflada. Esta novela, me temo, adolece de los dos, porque morirse, a pesar del propio Cervantes, no es resolver nada. Morirse es dejarlo todo a medias. Quizá por eso muchos personajes pasan a ser fantasmas divertidos, y uno sonríe cuando se los encuentra.


Joahn Irving, El último telesilla, trad. Juan Trejo, Tusquets 2023, 1054 p.

7.10.23

El otro don Juan


El paseo machadiano por la ciudad de Soria me llevó a viejas lecturas en forma de círculo que se cierra. Volví a leer Campos de Castilla en la benemérita edición de José Luis Cano para Cátedra, del año 76, y ya era entonces la tercera. Junto a Las inquietudes de Shanti Andía, quizá sea el otro de los libros de lectura obligatoria de mi hermana, que yo miraba luego en casa como quien encuentra una extraña flor que sin embargo le resulta familiar. Es, en todo caso, la edición que luego siempre usé para dar clase. El comentario del Retrato era imprescindible: más que un poema, es un tratado de ética y poética. Con él, bien ilustrado, ya casi era suficiente, pero yo tenía mis querencias: los alejandrinos virgilianos, o hexámetros machadianos, da igual, porque son ellos los dos poetas que me han enseñado a dignificar la hermosura de lo gris, el valor de lo pequeño. Son ellos los que me han adiestrado en captar la emoción sin metáforas gratuitas ni juegos malabares, el estremecimiento de la claridad. Habré leído mil veces El hospicio, al que incluso le hice una ecografía, y he disfrutado más de los nueve poemas de Campos de Soria que de aquellos otros quizá más célebres por su contenido histórico crítico, del mismo modo que me han llegado más los pasajes geórgicos de Alvargonzález que los específicamente dramáticos. Y así ahora, al margen de los poemas del tren, que viajan por toda su obra, me quedo con el Machado de Soria, antes que con el de Baeza, que es un Machado diestro que juega con los poemas igual que Unamuno jugaba con las pajaritas de papel, y en el que la emoción se tiñe un poco de la tarde muerta. Lo que en Soledades era el tedium vitae, en algunos poemas de Baeza suena a cotidiano aburrimiento.

No se trata de ponerle peros a la poesía de don Antonio, pero ese camino sentencioso que inició en los Proverbios y cantares no es, desde luego, lo que más disfruto, y menos aún ahora que de Unamuno, por ejemplo, ya solo leo sus libros de viajes. Y algo parecido me sucede con el Juan de Mairena, cuyo primer volumen (en edición de Antonio Fernández Ferrer) acabo de terminar. Ya comentamos que Julián Marías le negaba a Machado la condición de filósofo, por más que en estas prosas lo intentase con sus juegos sofísticos y palabreros o con su sesuda lectura de Kant, de la que, como buen poeta que es, solo queda el vuelo de la paloma en su paradoja, la única vez, parece ser, que el filósofo cuadriculado se permitió una comparación mundana. 

Esa paloma (la que piensa que volaría más rápido y más alto si lo hiciera en el vacío y no en el aire resistente) es también la mejor enseñanza del Juan de Mairena. Recuerdo que al principio usaba este libro para las frases célebres y las curiosas paradojas, las aporías divertidas y las ambigüedades chocantes. Es, en ese sentido, un libro de profesor, es decir, de aquel que intenta despertar la curiosidad de sus alumnos a base de memorabilia. Pero ahora que ya se han terminado las clases sobre Antonio Machado mi lectura es otra, porque Juan de Mairena invita a preguntarse no qué materiales se pueden usar en clase sino, más profundamente, en qué consiste ser profesor, qué le tenemos que enseñar a los zagales con un libro de poemas en la mano. Por más que los odiosos power point se empeñen en desautorizar la palabra, ahora que el cuerpo «se va poniendo en ridículo» uno piensa que en el fondo se ha pasado la vida respetando a los sabios, pero sin concerles «mayor importancia que al hombre ingenuo, capaz de plantearse espontáneamente los problemas más esenciales». Les hemos enseñado que es un error tomarse a uno mismo demasiado en serio, pero también que «el hombre masa no existe para nosotros». Hemos intentado «enseñarle a repensar lo pensado, a desaber lo sabido y a dudar de su propia duda, que es el único modo de empezar a creer en algo».

Y sí, compartimos con don Antonio la simpatía por Lope (el primero que se ocupó en España de dignificar al campesino) antes que por Calderón, y no nos da vergüenza pensar —y decir— que «Séneca era un retórico de mala sombra (…), un pelmazo que no pasó de mediano moralista y trágico de segunda mano». Y defendemos la pureza, sí, «pero no demasiada, porque somos esencialmente impuros», y al tiempo que hemos trabajado para que cada cual se amase a sí mismo, hemos procurado que eso no fuera una justificación del narcisismo ni la egolatría: «Nunca estéis satisfechos de vuestro hombre ni de vuestra obra».

Ahora que vivo en «la poca prisa del campo» y piso la dudosa luz del día, casi me consuela lo poco amigo que he sido nunca de los programas, porque en el fondo las clases de lengua eran clases de retórica, y «en una clase de Retórica hablamos de todo menos de aquello que suele entenderse por Retórica». Hemos enseñado, sobre todo, a comprender, para lo que siempre ha hecho falta una porción de escepticismo; a cambiar sin moverse y a moverse sin cambiar, a cuestionar los tópicos y al mismo tiempo entender la fuerza que los ha hecho tópicos; a desconfiar del onirismo y de los juegos de palabras («vuestra misión es ver e imaginar despiertos, no pidáis al sueño sino reposo»); a no confundir la masa con el pueblo, los ciegos fanáticos con la sensibilidad de los artesanos, «que saben su oficio y para quienes el hacer bien las cosas es, como para el artista, mucho más importante que hacerlas».

¿Qué tendría todo esto que ver con el sintagma nominal? No lo sé, pero más allá de los exámenes, si algo de lluvia cayó de mis palabras en la tierra fértil, esa era la semilla en la que yo pensaba. Hoy pocos leen el Juan de Mairena, y menos aún entenderían posiciones muy de la época, no digo cuáles porque alguna serviría para incluirlo en el índice maldito. Juan de Mairena enseñaba retórica (o sea, a hablar y a pensar) en sus ratos libres, porque él era profesor de gimnasia. Se le pasó al editor, en su, por lo demás, excelente trabajo, que las asignaturas de gimnasia y de francés (la que impartía Machado) eran entonces un poco de relleno, y las únicas que no necesitaban de una titulación universitaria. Aun así, brama don Antonio contra la sagrada educación física, en palabras que nos recuerdan a los «borriquitos con chándal» de Rafael Sánchez Ferlosio, otro gran machadiano.

En fin, don Antonio, se ha hecho lo que se ha podido. No sé si ha sido adrede lo de estar tan de acuerdo con usted. Quizá ocurrió que nos dimos cuenta de que los alumnos solo aprecian el trabajo y la honestidad del profesor. No se transmiten conocimientos sino pasión por conocer. La literatura no se traspasa, si acaso se contagia. Eso no sé si lo aprendimos de Juan de Mairena o de quienes nos escuchaban y hablaban con nosotros y consigo mismos. 

23.9.23

Con Machado en Soria


No hace mucho visité Soria por primera vez. Ya sé que suena raro: ser devoto lector de Machado, haber viajado por todo el país y no haber visto Soria. Son extrañas casualidades, sobre todo cuando uno llega a una ciudad abierta al río, de extensas alamedas, edificios antiguos, plazas arboladas, calles amplias, con un aire castellano salmantino, más que la granítica Ávila. Y los mismos habitantes que Teruel…
   Paseé, claro, entre los «álamos del camino en la ribera / del Duero, entre San Polo y San Saturio…», y entramos en la iglesia de San Juan de Duero, sus arcos enlazados, y dentro, en el silencio pétreo, me recogí unos momentos de absoluta plenitud, más profunda que después, en San Saturio, hasta donde ascendimos lentamente y me senté en el banco de la muy barroca capilla y en el sobrio cuarto del santero, con el moñaco sentado en su escritorio, junto al fuego, absorto en las Sagradas Escrituras. No fue tan impresionante como en San Juan. Hay lugares bien cuidados y conservados a los que sin embargo les ha desaparecido el espíritu. En San Juan sí estaba. El mío. 

De modo que a la vuelta, por la calle Collado, que parece ser la arteria comercial de la ciudad levítica, entré en la librería Las Heras y me paseé por la sección de temas locales, y allí estaba este libro, Antonio Machado y Soria, una reedición de 2007 del ciclo de conferencias que dieron en 1976 unos cuantos ilustres de los de entonces, a propósito del centenario de su nacimiento. Y como por estas fechas suelo (solía) hablar en clase de don Antonio, lo he leído con una mezcla de nostalgias, la permanente de leer al gran poeta y la eventual de volver a ciertos maestros de los estudios literarios. Y también un poco, cómo no, la de dar clase…

Por las veces que le dan las gracias, el libro fue un empeño de Julián Marías, que ha quedado un poco emparedado entre su maestro don José y su hijo Javier, pero que en alguna época hemos leído (recuerdo el último librillo suyo que leí, Breve tratado de la ilusión) y que veneraba a Machado sin considerarlo filósofo, ni siquiera trasnochado. Aquí, aparte de reunir a varios de los conferenciantes, reflexiona brevemente sobre «la experiencia de la vida» en Machado, que es, dice, «un saber superior, el que ha permitido al hombre, durante siglos o milenios, ‘saber a qué atenerse’». Y aporta algunas claves que tampoco eran entonces mucha novedad, por ejemplo cuando cita su propio estudio de 1949, ‘Antonio Machado y su interpretación poética de las cosas’, donde reparaba en ese «apunte levísimo, una situación o escenario en que se han de vivificar todas las alusiones, que prepara ya el sentido y el tono del poema, y da así el punto de vista desde el cual ha de ser vivido». O sea, Verlaine, el poema de la situación corriente que asciende, por la vía de la contemplación, hasta la más alta poesía.

Pero, salvo sus alusiones al «presente como pasado», el artículo de Marías no aporta demasiado. Suele suceder en estas piezas colectivas que los más ilustres no son los que añaden más sabrosas novedades. El caso extremo, aquí, es el de Lafuente Ferrari, por aquel entonces ya casi octogenario, que dicta una larga, prolija, pomposa y antipática conferencia sobre el «mundo visual» de Antonio Machado en el que, aparte de contar una porción de anécdotas personales que no vienen al caso, y de negar con aire adusto y reaccionario la politización de Machado, quedan sus comparaciones con la «visión grandiosa y desolada» de Zuloaga o, esa sí, con Ricardo Baroja, un hilo del que se podría haber tirado para escribir un buen artículo y no un cajón de sastre.

Tampoco resulta (casi medio siglo después) demasiado novedosa la aportación de Rafael Lapesa, esta sí ordenada y rigurosa, sobre algunos símbolos, más allá de los habituales, en la poesía de Machado, el mar, el sueño, la sombra, las galerías, las colmenas…, símbolos, sobre todo, del primer Machado, lo bastante ambiguos como para que le sirvieran como a Góngora las plumas o el cristal luciente, de leit-motiv, entonces tan frecuentes, de redefiniciones léxicas con valor de comodín poético, de las que pronto don Antonio se apartaría. 

Mucho más interesantes, y útiles para quien ahora quisiera estudiar a Machado, son los artículos de Heliodoro Carpintero, que sitúa y contextualiza perfectamente los cinco años sorianos de Machado, tan definitivos para su poesía, incomparablemente más que los doce que pasó en Segovia, por ejemplo, de la que, por lo que a la poesía se refiere, prácticamente no absorbió nada, ni parece que le interesó gran cosa más allá de sus viajes a Guadarrama, que ya venían de lejos; o bien el de José Antonio Pérez Rioja sobre esta influencia de Soria en la poesía de Machado y su sentido de «lo esencial castellano» y de la «poesía visual» que, a fin de cuentas, nace de las descripciones virgilianas, tan 98, las que llenan el alma como con un soplo de aire puro que a su vez vuelve a exhalarse en apóstrofes emocionados.

Pero lo mejor viene al final, en un artículo de Manuel Terán sobre los años mozos de Machado que nos aporta dos datos muy importantes que no son fáciles de encontrar. Primero, que la Institución Libre de Enseñanza hizo tanto bien al individuo como mal al estudiante, por su orientación al autodidactismo y porque el cerril sistema educativo de entonces hacía pasar por el aro a estudiantes que no habían perdido el tiempo memorizando las lecciones canónicas, de modo que Machado tuvo que cursar un bachillerato para adultos y hacerse profesor sin título universitario, en una de esas asignaturas «de relleno» y en uno de esos institutos de provincias que desprecia Lafuente Ferrari en su tostón de artículo. La I.L.E. pasó de ser un proyecto universitario a quedarse en una iniciativa de escuela primaria que, por cierto, está más vigente que nunca.

Pero lo más novedoso, al menos para mí, que aporta Terán es algo que tiene que ver con la estilística machadiana. La época en la que más he leído a Machado fue mientras estaba traduciendo las Geórgicas de Virgilio. Me fijaba en su maestría para el heptasílabo (el hemistiquio alejandrino), en cómo daba esa sensación emocionante de nombrar y al mismo tiempo ensalzar, sin salirse de la más exacta precisión y sin abandonar una de las normas principales de la rítmica clásica: separar lo más posible los acentos de dos palabras juntas. Machado habla de «colinas plateadas», pero no de plateadas colinas; «grises alcores», pero no alcores grises; «cárdenas roquedas», pero no roquedas cárdenas, y no solo por evitar una esdrújula a final de verso, sino por conseguir ese efecto empático y emocionante que yo buscaba en la traducción de Virgilio, porque en latín también lo tiene. 

El caso es que, para conseguirlo, Machado, como todos los de su generación, acudió a las palabras hasta entonces menos tópicamente poéticas, a los nombres de las cosas, a la poética de la exactitud, de la precisión y la naturalidad. Y da Manuel Terán un dato que me ha hecho sonreír de gozo. Muchos de esos dobletes que nos asombran en Campos de Castilla por su expresividad y su tersura podemos encontrarlos nada menos que en los textos sobre geología de Lucas Mallada, el de Los males de la patria, lo que vendría a unir estética e ideología en eso que llamamos El 98. No sé si Baroja o Unamuno leyeron también a Mallada, pero la técnica de juntar nombres y adjetivos en descripciones de la naturaleza es bien parecida, claro que no tan depurada como en Machado. 

Leo ahora algunos versos de Virgilio de los que traduje entonces. Con que conservaran algo de ese aire emocionado, de ese nombrar la tierra seca y las yerbas pardas con la misma intensidad y el mismo afecto, ya me daría por satisfecho.


Carpintero, H., Lafuente Ferrari, E., Lapesa, R., Marías, J., Pérez-Rioja, J. A., De Terán, M., Antonio Machado y Soria. Homenaje en el primer centenario de su nacimiento, Centro de Estudios Sorianos, C.S.I.C., 2007 (=1976), 147 p.