Cuaderno de invierno, 43
Cuando bajamos a pasear al río vemos las cabras del vecino, cada vez menos, ahora solo tres, cuyo dueño espera a que paran para quitárselas. «Son muy esclavas», dice con resignación, aunque luego añade que si no tuviera los ochenta años que tiene seguiría viniendo desde su casa cada día en bicicleta, aunque estuvieran cayendo chuzos de punta. Pero ya quitó el macho, se conoce que cuando se aseguró de que las hembras estaban preñadas, y vendió o sacrificó (no quiero saberlo) la última camada de cabritillos. Estos días veíamos trancada la puerta del cobertizo y pensábamos que ya se había deshecho de ellas, pero luego las veíamos triscar entre los rastrojos y alguna calabaza mordisqueada en la corraleta donde salen a tomar el sol. Cuando pasamos les decimos algo y ellas nos miran con sus pupilas rectangulares, inmóviles, como esperando que les echemos un troncho de berza o un manojo de alfalfa. Las miro y retiro la vista pronto, como si no quisiera encariñarme con ellas, lo mismo que me pasa con los chotos cuando el dueño, muy ufano, nos dice que ya están a punto para el cuchillo.
Son restos de un animalismo nietzscheano. El otro día caminábamos hacia el cruce con San Blas y nos encontramos con el rebaño de la masada de Artigot, que estaba repelando las mazorcas de un maizal recién segado. Pasamos junto a ellas y saludamos desde lejos al pastor. A la vuelta, el ganado ya había subido por la cuesta y el pastor lo estaba metiendo en la paridera, pero un poco más adelante, orilla del camino, vimos una cabra que se había enredado en una valla. Balaba desesperada y los cuernos le impedían liberarse de los alambres. Mi primera intención fue liberarla, pero, como no sé nada de cabras, supuse que se asustaría y saldría pitando y se perdería, de modo que intenté avisar al pastor, gritando, braceando, a ver si me veía desde arriba. Incluso le dijimos a un vecino que subía con el coche por el camino de la masía que le avisara de que se le había perdido una cabra. Nos dijo que sí, que además lo conocía, y perdimos cuidado. Al día siguiente nos lo encontramos, y aparte de decirnos que estaba sordo, nos explicó que había echado en falta a la cabra porque había un cabrito desparejado, pero que poco después había vuelto ella sola…
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