Una mujer se duerme en el tren al ir a trabajar por la mañana y acaba en un pueblo perdido donde la toman por actriz y la llevan a representar la típica recreación histórica. Un hombre que aspiraba a gran actor vuelve a su pueblo después de una vida de fracasos y allí organiza la ya casi olvidada recreación histórica. Hombre y mujer dejan atrás sus tristes vidas y se pierden juntos en un ensueño de amor.
Landero tira en este punto de un clásico de la cultura contemporánea, el turismo como único modo de resurrección de los pueblos perdidos y la recreación histórica como fórmula fingida, teatral, de congeniar a todos los vecinos y atraer a los forasteros. La España de hoy no se entiende sin ese afán por recrearse, por disfrazarse todos los vecinos para representar un pasado de mitología pobre. Cualquier aldea tiene su fin de semana medieval, su belén viviente o su tragedia de Longinos, y los vecinos que no pudieron saludar desde el escenario del Teatro María Guerrero ni pasearse por alfombras rojas tienen al menos la oportunidad de encarnar por unos días el alma de su pueblo. Y a eso, además, lo llaman futuro. Landero no ha dejado escapar esta curiosa paradoja de la España que se esfuma porque nadie quiere vivir en descampados, y la convierte en el territorio favorito de su poética novelesca, «el caso singular de un vano intento, de un sueño que tarde o temprano acaba desembocando en la inmisericorde realidad, con todo lo que eso tiene de heroico, de lastimoso, de inútil, de cómico, de trágico y hasta de ridículo, según el sueño sea o no más fuerte y verdadero que la realidad misma». Pocas novelas de Landero se salen de esta idea, y cuando el equilibrio entre el sueño ingenuo y la rutina rastrera se decanta por uno u otro lado, la cosa es menos efectiva que cuando ambos son caras de una misma moneda, la que compra, si no la felicidad, al menos una existencia llevadera.
Es el reino de Landero y en él se mueve como Pedro por su casa. El lector no espera giros argumentales ni aventuras apasionantes. Lo que hay es ese mínimo resumen del principio, y a partir de ahí una técnica que, en lo estructural, consiste en ir sacando hilos adelante y atrás, contar de dónde viene cada cual, hacerle una cabeza, como aquel que dice, llenar la historia de prolegómenos, de aquello que leemos antes de empezar lo gordo, aunque luego resulte que lo gordo no está, es otro hilo suelto, otra descripción previa, otro escenario. El encanto de Paula, quien, como la heroína de Miguel Mihura, se redime jugando, está en la necesidad de regresar al punto de partida, al día en que, siendo niña, un mago de la legua la hizo desaparecer bajo una capa carmesí, y en no saber, como una Segismunda de cercanías, si sigue dormida o ya se ha despertado. Y el de Tito, el hombre de voz imponente, es algo parecido, la redención del artista que naufragó en una oficina, imposible sin el apoyo que le prestan sus vecinos, sin que los demás finjan que uno es quien quiso ser y se presten con entusiasmo a ser figurantes de aquella ilusión perdida.
Pero la novela no es una suite deliciosa solo por eso. De no ser por la prosa de Landero, no pasaría de ser eso que Valle-Inclán llamaba «literatura de pobre hombre». Lo agradable —y fascinante— es cómo Landero estira la historia, duplica los nombres y los adjetivos, alarga las enumeraciones, reitera las descripciones y empalma las digresiones; cómo, de una idea mínima, a base de ir saltando de secundario en secundario, de vida en vida y de escenario en escenario, la novela, sin perder el ritmo ni un lenguaje que debe parte de su atractivo a cierto, digamos, revenimiento, no necesita meterse en dibujos para salir airosa y redondearse como lo que es, como una historia corriente y olvidable que por unos días se decora de afecto solidario y admiración sincera.
En cierta ocasión trataba yo de explicarle a un amigo que con los años la experiencia hace que uno empiece una clase que había preparado y al minuto ya se haya ido por otro lado mucho más interesante, y que a veces, con un comentario, con una frase, con una pregunta, puede salir una clase bastante más instructiva que si se hubiese atenido al temario oficial. «O sea, con la minga», me dijo mi amigo. Pues eso: uno termina La última función y piensa que Landero la ha escrito sin complicaciones, dejándose llevar por su propia voz, sin acudir a más documentación que alguna noticia breve de un diario de provincias, y ha conseguido sin el menor esfuerzo una pieza mucho más gratificante que otras en las que al trasluz se podía ver la complicada partitura. El escritor llega a lo más alto de sí mismo cuando da la sensación de que su novela se mueve sola y él escribe como quien lava. Así como si nada.
Luis Landero, La última función, Tusquets, 2024, 220 p
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