Al pasar junto a un árbol viejo lo hemos oído crujir. Hace un día raboso, como se llama por aquí a estos días fríos y ventosos, y también a los zagales contestones y que no se dejan manejar. El Raboso es también, por cierto, un vinazo áspero de la llanura veneciana, hecho con uva picina, que según Plinio el Viejo es «la más negra de todas». Quizá en español raboso tenga que ver, como en italiano, con rabia, palabra que también se usa cuando el tiempo es inclemente: hiela con rabia, sopla el cierzo con rabia, etc. Hoy, en fin, era un día de esos, «para destetar buitres», como decía el otro, y el viento hacía crujir al árbol seco igual que crujen las ventanas desvencijadas de una casa en ruinas.
Estos otros árboles, al borde del camino, no tienen quien les marque las ramas secas. Este que cruje creció enclenque y torcido, como si el viento raboso lo hubiese azotado desde que era un tallo flexible. Algunos crecen rectos al amparo de otros árboles o de algún reser invisible donde no pega el aire tan continuamente. Este creció giboso, y aun es posible que a su disformidad haya también colaborado el que a alguien le sobrase alguna rama fundamental, porque le estorbaba para labrar o porque le daba sombra a un corro de cebada. El resultado es una torcedura dramática, resistente y contrahecha, petrificada en su propio desamparo, rabosa ella misma como el vino ese que, dicen, va tan bien con las carnes fuertes y los sabores terrosos. Cualquier día pasará la motoniveladora, lo arrancarán de cuajo y lo dejarán allí hasta que se pudra.
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