Las colonias de berros en el agua fría, que no sé si son berros comestibles o indigesta berriza, y las lentejas de agua que pitean entre la corriente cristalina forman la primera pincelada de verde brillante que mancha el fondo ceniciento del invierno. Son al río lo mismo que la flor del almendro es al secano. En un avellanar que controlamos han salido las campanillas nivales, con su aspecto de mariposas mustias y mojadas, y de los avellanos cuelgan sus amentos como gusanos de seda. Pero no es tanto aviso de la primavera como flora de temporada. No han salido porque se adelante el tiempo bueno sino porque siempre salen a principios de febrero, una obviedad que tal y como están los tiempos casi es un alivio, por más que veamos también un hato de ovejas pastando entre jugosos herbazales y los campos ya labrados vayan verdeando con los primeros brotes.
Pero esta otra irrupción del verde tiene algo de excesiva, como si a la paleta de tonos apagados le hubiera caído un bote de pintura fresca. La unión, el engrudo, lo que hace tonos tan distintos compatibles seguramente sea el agua, una transición cromática y conciliadora que, más que correr, parece temblar. El río sigue siendo música vistosa entre los campos dormidos. En los paisajes del norte, ese contraste lo hace el musgo entre las piedras, y tampoco los ribazos llegan a este extremo de blancura desteñida. Hay en ellos una vida más constante, solo son las hojas en el suelo o en los árboles las que marcan el paso del tiempo. Aquí hay también partes del río sin una sola mancha que se aparte de la grisalla invernal, donde el agua transparenta lechos negruzcos y los árboles se caen de viejos, nadie los aparta y cubren las orillas de madera muerta. Los troncos se erizan de astillas, paisajes inclementes donde no pueden siquiera posarse los pájaros y esperan tan solo la llegada de un ejército de hormigas que los vayan devorando mientras los cubre la yedra. No encuentro motivos, sin embargo, para identificar el invierno con la muerte ni con ninguna otra forma de final. Siempre pienso que es espera y es principio, un latido silencioso, vibración de lo inminente, y que esos troncos muertos no son más que síntomas de la vida entera. La vejez se parece más a un tórrido verano, no a un invierno colorido.
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