Después de leer Mañana y tarde nos habíamos quedado con ganas de formarnos una opinión algo más matizada sobre el Nobel Jon Fosse y recalamos en Melancolía, dos novelas que, puesto que sus protagonistas son parientes, se sirven en un solo libro. Melancolía I, a su vez, está compuesta por una novela de dimensiones convencionales, otra de las que solemos llamar corta y un relato de los que solemos llamar largo. Melancolía II es una novela breve. Los cuatro textos tienen que ver pero también se pueden tomar como piezas autónomas en la medida en que no necesitan de los otros para cobrar sentido ni los detalles que aportan modifican la interpretación de los demás.
Esa forma de escribir está justificada porque la historia se cuenta en primera persona y el protagonista, el pintor Lars Hertervig, está loco perdido. Sus pocos paisajes mentales son el traje de color terciopelo lila con el que viajó de su pueblo noruego a Alemania para hacerse un gran pintor, pero también los celos que le inspira el tío de su amada Helene, al que se imagina sobándola con sonrisa babosa y que se aparece en la puerta de la habitación de Lars para decirle que se vaya, en escenas cuyos elementos decriptivos recuerdan a las del padre de Gregorio Samsa; pero sobre todo vive sumergido en la paranoia de que él, Lars, sí sabe pintar pero los otros, casi todos, no saben, a pesar de lo cual se mofan de él y lo sablean. La escena en la que Lars, por fin, «entre sus dos maletas», acude al café de los artistas y allí lo embroman y se ríen de él y le hacen círculo como en las pesadillas y lo engañan diciéndole que su amada Helene lo espera al fondo del café, es ya un grado de repetición que va de lo hipnótico a lo desesperante, que es lo que solía suceder con aquellos músicos minimalistas, pero en este caso con la obligación añadida de que todo sea invariablemente desolador. El recuerdo de Poe, que ya nos vino a visitar en Mañana y tarde, es aquí un constante ritornelo. La realidad más inmediata es para Lars también la más inasible, lo más persistente es lo más cruel. Lars debe salir de un laberinto mínimo que lo está mortificando, pero su manera simple y espiral de ver el mundo resulta convincente, es decir, no sería de extrañar que la mente de alguien abatido por la obsesión funcionara de esa forma tan ingenua y machacona, encadenada a las mismas percepciones entre reales y fantasmales.
La segunda parte, la novela corta, sucede cuando Lars ha sido ingresado en un sanatorio y quiere largarse de allí. Quiere volverse a poner su traje de artista y salir de aquel agujero kafkiano (otra vez) en el que la única obsesión del médico es que los pacientes quiten nieve a paladas como forzados y no se masturben. Todo lo que puede satisfacer alguna ilusión está prohibido, empezando por pintar, y un guardián convenientemente intimidatorio se ocupa de que nadie disfrute de un minuto de soledad. Lars se refugia en su amada Helene, con la que puede charlar con la misma verosimilitud con la que ve caer la nieve, y en darse un descarnado placer, con la misma obsesiva insistencia con la que no puede salir de sus repetitivos pensamientos.
Pero hay algo en Melancolía I que no sé si responderá al estilo de Fosse (ha escrito muchos libros) pero aquí decepciona un poco a un lector como el que suscribe, que por lo demás tampoco es muy aficionado a los finales campanudos: el dejar las cosas como están, sin resolver, como si cualquier mínimo retoque final estropease la armonía general, con esa voluntad, digamos, panorámica que busca más la impresión estática del conjunto que la evolución narrativa. Ocurre también en la novela corta que cierra esta primera parte y que apenas tiene que ver con las otras dos. A finales del siglo XX, un escritor de treinta y tantos años decide entrevistarse con un pastor de la iglesia noruega y lo que encuentra es a una pastora que encima está muy buena, lo invita a té y a vino, se ofrece a secarle la ropa y a que la visite cuando quiera, y el escritor, algo desconcertado por tanta amabilidad y por tan sugerente cuerpo, y también empapado por la lluvia, aterido de frío, decide largarse sin continuar la senda que él mismo ha trazado. Se supone que es el autor de la historia del pintor, y se supone también que la pastora noruega tiene algo que ver con la ideación de Helene, la muchacha que centra las obsesiones de Lars, pero todo queda sin hacer, no más que apuntado. El lector es conducido hasta un paisaje y, cuando llega al umbral, se le invita a que vuelva por donde ha venido.
La otra novela corta, Melancolía II, es terrorífica, escatológica en el doble sentido de la palabra: habla del acabamiento de su protagonista, la vieja Oline, y de la inmunda vejez que la martiriza. Oline ya no controla la memoria ni los esfínteres, todo se le olvida y se caga y se mea en cualquier parte. En su cabeza entran y salen escenas de cuando era niña, las espantadas y cambios de humor de su hermano Lars (luego pintor, luego loco encerrado en un sanatorio), las salidas de tono de su padre, capaz de desmontar la casa familiar para llevársela a otra parte solo porque piensa que el vecino le ha tirado una piedra, o el mal rollo con la cuñada, Signe, que va a buscarla porque su marido, el hermano de Oline, está a punto de morir. Oline carga con la cruz de ir a por pescado pero no puede llegar a casa, antes tiene que detenerse en la letrina, los niños se mofan de ella, los gatos se le comen el pescado, solo un vecino se apiada de la pobre vieja y sale a pescarle una merluza, con la que asiste, sin darse cuenta, a la agonía de su hermano… Es difícil añadir ningún detalle que no sea más deprimente todavía. Esa sensación que ya tuvimos con Hamsun, esa obligación de lo morbosamente triste, en la historia de Oline llega a su máxima expresión. Seguramente Jon Fosse probó caminos algo menos desoladores en la larga trayectoria que lo llevó a lo más alto. Nosotros, de momento, ya hemos tenido bastante.
Jon Fosse, Melancolía, trad. Ana Sofía Pascual Pape, Random House, 2023 (1995, 1996), 375 p.
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