Era inevitable, en un libro lleno de citas célebres —y fáciles— mencionar alguna obra de Georges Perec, el más famoso miembro del movimiento OULIPO, aquella vanguardia francesa de los años 60 que utilizaba el juego de la combinación como fundamento de la creación literaria. Somos muchos los que hemos utilizado los Ejercicios de estilo de Raymond Queneau, cien formas distintas de escribir un mismo microrrelato, para iniciar a los alumnos de la manera más lúdica en los misterios de la elocutio. Perec, además de experimentos como el de La desaparición (una novela que en francés no tenía la letra e y en su traducción al castellano se prescindio de la a), nos dejó un libro estupendo, La vida instrucciones de uso, algunas de cuyas historias, que iban saltando de apartamento en apartamento en un edificio a lo Rue del Percebe, me siguen pareciendo ejemplares, como la de aquel constructor de puzzles cuya odisea inspiró, si no recuerdo mal, a Paul Auster para La noche del oráculo, aparte de comentarla en alguno de sus ensayos.
Veníamos de leer Hervaciana, novela de aire autobiográfico, de colegio de curas, que nos gustó mucho y así lo dejamos escrito. Este Arde ya la yedra se emparenta con ella en algo muy propio de Hidalgo Bayal, el entretenimiento escolar, la afición por las palabras, por juguetear con ellas y con las frases célebres que jalonaban los libros de texto. Pero allí había, digamos, sustancia, personajes hondos y cercanos, algo que en este otro libro se disipa por necesidades combinatorias o por un sarcasmo algo forzado hacia el propio narrador y quienes anduvieron un camino paralelo al suyo. Como si el autor fuera consciente de que aquello no termina de salir, hay incluso un capítulo en el que el presidente del jurado juzga con tanta severidad como acierto el verdadero alcance de la novela que el protagonista presentó al concurso. Y dice:
No hace falta ser ningún espeialista en literatura contemporánea para darse cuenta de la inanidad de esta novela, un divertimento insustancial, con palíndromos sin gracia (con esfuerzo, podría señalar tres o cuatro excepciones) y una trama que, además de aleatoria, gratuita, anacrónica, artificial e inverosímil, nada tiene que ver, ni por asomo, con la i.
Y todo ello a propósito de que la novela se titula con otro palíndromo en torno a esa letra. Es difícil no estar de acuerdo salvo en lo de inverosímil, puesto que el relato de la entrega de premios es casi de realismo crudo, con todos sus ringorrangos provincianos, sus despilfarros de oropel barato, donde lo único poco corriente es, en efecto, que un miembro del jurado se haya leído las novelas que se presentan a concurso, y las juzgue con tanta saña como buen criterio. No sé si el autor se pone la venda porque ya siente la herida, o forma parte de la calima desganada que envuelve a la novela entera, pero el caso es que no se puede negar que Hidalgo es consciente de que lo que le ha salido, aun con el contrapunto de realismo sudado que lo equilibra, puede tomarse por un churro, y así lo manifiesta.
Luego vienen las especulaciones: ¿es el churro un género?, ¿se puede aspirar a otra cosa que a un churro partiendo de principios tan churriguerescos? Si, en efecto, el arte consiste en «bailar encadenado», ¿qué más arte que el artificio de forzar la historia con el solo impulso del juego verbal? De salir algo, ¿no sería literariamente puro? Y, en todo caso, ¿se compensa el juego alegre de la primera parte con la sórdida tristeza de la segunda, incluidas sus no sé si necesarias repeticiones?
Podríamos seguir, pero la verdad es que uno ha terminado de leer el libro porque la prosa de Hidalgo Bayal es tan sabrosa como poco corriente, y eso que aquí quedan tapadas las raíces ferlosianas por la hojarasca de la desgana que la cubre de principio a fin. En más de una ocasión el lector se plantea si la verdadera trama de la novela no es el hecho de tenerla que escribir, y si los plazos y los procedimientos que utiliza el protagonista (un mes de sopor, reglas estrictas cada día en cuanto a número de palabras, procedimientos rutinarios para encontrar algo que decir en medio de la inanidad imaginativa) no son los que se ha visto forzado a utilizar el autor por un quítame allá ese contrato.
En la editorial, como suelen, disparan por elevación y en la solapa cuentan una verdad a medias, es decir, un principio de novela que por no resolver no acaba ni de plantear siquiera, pero ahí queda, como si hubiera algo más, cuando en efecto no lo hay, o al menos no aquello que se sugiere. Hablar, en fin, así de mal de un autor al que uno admira quizá sea un caso de confianza que da asco, la misma por la que se valora la originalidad combinatoria del empeño, que siempre da resultados más ocurrentes que satisfactorios incluso para quienes también nos hemos divertido sacando significados de los significantes, dándoles la vuelta a las citas célebres e ilustrando artificios antiguos con procedimientos inusuales. El juego es así, tan divertido como irrelevante. Peor hubiera sido, bien pensado, que aspirase a ir más allá. Que encima, con esos mimbres, buscara eso que se llama trascendencia. Una cosa es ser ocurrente y otra ser ingenuo.
Gonzalo Hidalgo Bayal, Arde ya la yedra, Tusquets, 2024, 339 p.
https://www.troa.es/autor/maria-yuste-navarro_420977
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