En este ferragosto de vientos elementales, ardientes, voraces, uno se retira a la Sicilia más fogosa, la de soles de acero y colinas calcinadas. Y era el momento de leer los Relatos de Lampedusa, en edición comentada por un descendiente de prosa farragosa que no tiene nada que ver con la exquisita transparencia del autor. El libro, en las ediciones corrientes, tiene un largo primer fragmento de las memorias de infancia de Lampedusa y dos relatos, La Sirena y Los gatitos ciegos, aunque aquí se ha añadido otro mucho más breve, La alegría y la ley, que al editor no le gusta y que es de un neorrealismo gogoliano muy curioso tratándose del príncipe que lo escribió, y un buen ejemplo de cómo un cuento se edifica sobre lo previsible para cambiar en el último momento. En este caso, es la historia de un humilde chupatintas, despreciado por sus compañeros, a quien regalan un enorme panettone para fin de año. Lo previsible es que el postre de siete kilos, cuando lo abra delante de su sufrida mujer y sus hambrientos hijos, sea algo así como un pastel de callejón. Pero no: la cosa es aún peor, porque la mujer se empeña en que el marido regale el panettone a un abogado que en cierta ocasión les echó una mano. El final, de un cinismo gatopardiano, lo dejo para quien lo quiera leer.
El otro relato, Los gatitos ciegos, se nota que era el comienzo de una novela sobre la mafia siciliana, la de terratenientes bárbaros y expeditivos que luego hemos leído en algunas novelas de Sciascia, y que debió de quedar interrumpida por la súbita enfermedad que llevó a la tumba a Lampedusa, nada más que dos años después de haber decidido, a los cincuenta y ocho, que se iba a dedicar a la literatura. Solo pudo completar su celebérrima novela, y esta otra se quedó en denso pórtico a una historia de la que nos privó la enfermedad, un cáncer de pulmón de esos que no respetan ni a los príncipes y que se lo llevó en tres meses.
El resto, el largo fragmento de sus memorias, es una fascinante descripción de las casas en las que Lampedusa vivió de niño, y siguió viviendo hasta que las bombas de la Segunda Guerra Mundial redujeron a escombros su palacio palermitano. Quedó en pie la casa de Montechiara, donde il signore di Milano rodó su espléndida lectura de El Gatopardo. Las descripciones de casas están entre mis temas literarios favoritos, sobre todo si son tan grandes y complicadas, tan llenas de alcobas y de pasadizos, tan profusamente decoradas de frescos y volutas, papeles sobredorados y fondos de colores regios, del verde Nilo a la púrpura cardenalicia; casas con caballerizas e iglesias privadas, llenas de santos barrocos, e incluso un teatro como Dios manda donde actúan cómicos de la legua y por una de cuyas puertas laterales entra de balde el pueblo entero y saluda a la familia, que sonríe condescendiente desde su palco principal. A los lectores de El Gatopardo (o a quien haya disfrutado con la prosa de D’Annunzio) estas cosas nos hacen gracia, por más que sean tan incorrectas y tan ancient régime, o quizá por algo que dice el autor (p. 48) y que se ha convertido en cita inexcusable, no tanto como la de que todo ha de cambiar, pero casi. «No sé», dice Lampedusa, «si con esto he logrado sugerir que yo era un niño que amaba la soledad, que prefería la compañía de las cosas más que de las personas», lo que explica que su vida en la casa de Santa Margherita, a donde la familia iba en un viaje interminable de aldeas inmundas y trochas polvorientas, fuera «ideal» para ese niño. Lo comprendo. De mis largas lecturas barojianas conservo un especial recuerdo de su afición a las descripciones de casas, no tan palaciegas ni ostentosas, más sobrias y destartaladas, pero con esos recovecos que siguen siendo el gran placer del niño poco sociable. Las casas y los jardines, porque el suntuoso jardín de Santa Margherita, con sus tritones y sus estatuas musgosas y desnarigadas (todo lo que después aparecerá en El Gatopardo) también me recordaba a la que quizá sea la más larga y detallada descripción de un jardín que yo he leído, la de Baroja en El laberinto de las sirenas, obra que no creo que leyera Lampedusa, aunque las dos comparten ese amor por la simbología de los arriates, las veredas laberínticas o ese desparrame romántico en el que, como dice aquí Lampedusa, es más sugerente el olor de las múltiples fragancias voluptuosas que la visión de los arbustos asalvajados.
Huelga decir que la lectura de estos Relatos me ha llevado con andares de sonámbulo hasta mi vieja edición de El Gatopardo, que volveremos a leer, cómo no. En la penumbra moderadamente fresca de unas tardes tan espantosas hay que refugiarse en esta clase de placeres.
Giuseppe Tomasi di Lampedusa, Relatos, ed. Nocoletta Polo y Gioacchino Lanza Tomasi, Anagrama, 2020, 171 p.
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