16.8.24

Preludio sicilïano




Me ha hecho gracia encontrarme, mientras leía El Gatopardo, con una máxima que habré repetido decenas de veces en mis años de profesor: «Hay gente que dice: ‘¿me entiendes?’, y hay gente que dice: ‘¿me explico?». Dicho por el príncipe don Fabrizio, «de un interlocutor puede lograrse más si le dice: ‘no he explicado bien’, en lugar de ‘no ha entendido usted un cuerno’», lo que incide en otra de las enseñanzas que siempre me he esforzado en transmitir: la buena educación sirve para respetar al otro, sí, pero también para mantener con él la debida distancia. La persona bien educada nunca se toma confianzas, del mismo modo que, como también dice aquí Lampedusa, la impasibilidad es el fundamento de la distinción. El respeto, la distancia…
    Ese es el mundo en el que se ha criado don Fabrizio, El Gatopardo, ocasionalmente intransigente, pero por lo general sensible y comprensivo, dentro, claro, del mullido mundo que le ha tocado. Pero igual que se apiada de la muerte de un conejo en un día de caza (en una escena que recuerda mucho a otra que Lampedusa nos cuenta en sus memorias, la del petirrojo que mató de niño con una escopeta y cuya cabeza vio cómo su lacayo estrujaba con los dedos, «primer y último día que salí a cazar»), o no ve con malos ojos que su sobrino Tancredi, cuya condición de hombre de acción prefiere a la languidez aristocrática de su propio hijo, se aparee con la hija de un palurdo (de un palurdo podrido de dinero, eso sí), a don Fabrizio le molesta que no se respeten las más rancias normas del protocolo doméstico, que se varíen los estrictos horarios del placer o que se cambien de sitio los trastos viejos. Tendrá que ser la propia iglesia, tan rancia ella, la que destaje las reliquias verdaderas de las que no fueron más que afán coleccionista de sus antepasados, pero eso ya sucederá cuando el príncipe haya muerto y sus hijas sean viejas solteronas.

De modo que don Fabrizio vive entre dos mundos. «Pertenezco», dice, «a una generación desgraciada, a caballo entre los viejos y los nuevos tiempos, y que se encuentra a disgusto con unos y con otros». Es decir, comprende el estallido popular garibaldino, por más que deteste el ascenso de la burguesía o la riqueza que no sea de cuna; incluso sueña con que todo, al transformarse, siga como está, pero siempre quedará un residuo de modernidad plebeya que le hará vivir con más nostalgia del pasado que esperanza en el porvenir. El Gatopardo, además, es un viejo prematuro, porque ni a mediados del XIX, en la época garibaldina, se era un abuelo decadente a los cuarenta y ocho años. Arrastra la vejez de su nobleza, y eso que aún le quedan más años por delante que al propio Lampedusa. Tolera lo que detesta, por más que a veces le hierva la sangre, pero confía en Tancredi, su sobrino, y en que el cacique arribista, Sedàra, que no sabe llevar un frac, por lo menos no desentone en los bailes del gran mundo palermitano. Ya se encargará su hija, Angélica, hermosa y calculadora, de que nadie eche en falta una marquesa de verdad.

Y ahí está, creo, la clave pero también el inconveniente que le veo a la novela entera. El Gatopardo es un clásico por muchos conceptos: por su estructura fragmentaria, como a base de momentos que absorben los procesos; por su prosa elaborada pero no sofocante, exquisita pero no barroca, con esa naturalidad culta, tan propia de la buena educación. Ilustra, en general, la ruina de un mundo que se pierde en su endogamia descolorida, en sus palacios suntuosos y vacíos, al tiempo que constata, con el debido cinismo, que las jerarquías cambian de nombre pero no de sustancia. Sin embargo, aquello que al principio se criticó de la novela, que era una novela vieja para ser escrita a finales de los 50, es su primer rasgo de modernidad al tiempo que, a mi juicio, su principal defecto. Es como una antología de un novelón, con un puñado de capítulos selectos, escritos con la densidad poética de una obra breve, pero con el aliento narrativo de una novela larga. Su principio marca un compás que, de seguirlo, nos habría llevado a las mil páginas, y sin embargo los episodios se acaban con bruscos saltos de tiempo que ya solo dan fe de la vejez y de la muerte. Hay, digamos, un espléndido arranque y un elegíaco final, pero el desarrollo se quedó en dos o tres capítulos que solo anuncian la historia en la que al lector le hubiera gustado vivir una larga temporada. Esa desproporción es uno de los fundamentos de la posmodernidad, tanto por lo que tiene de adoptar un género anterior como de deconstruirlo en una narración fragmenaria. Luego hemos visto muchos y buenos ejemplos de cómo se puede escribir en plena modernidad un novelón de corte decimonónico, y quizá El Gatopardo sea en ese aspecto pionera. Pero nos quedamos con los resultados, con el remanso de la desembocatura, no con el ancho discurrir del tiempo. ¿Qué es de Angélica, cómo es su matrimonio con Tancredi? ¿Cómo vive Concetta su despecho, su profunda decepción? Y, sobre todo, ¿cómo se adapta el príncipe a los nuevos tiempos?, ¿cómo se hace viejo?

Todas esas preguntas las esperaríamos ver contestadas en una novela antigua y solo sugeridas en una moderna, concebida en una época en la que la imaginación ya pasa por el celuloide, y más en este caso en el que Visconti, más que adaptar la novela, la devoró. Pero al margen de Burt Lancaster, que ha colonizado el recuerdo y la imaginación, está el verdadero protagonista de la novela, Sicilia, sus mujeres bravas y voluptuosas como Angélica, o céreas y angulosas como Concetta; los bárbaros de lupara como la familia del jesuita Pirrone (en un capítulo que abunda en esa desproporción de la que hablábamos porque es una genuina digressio) o el protomafioso Sinàra, rústicos violentos, hacendosos con avaricia, capaz de encerrar en casa a su guapa mujer porque la considera, ¡él!, demasiado bruta. El menos genuino quizá sea Trapani, un personaje soreliano (a Lampedusa le encantaba Stendhal) que se sale del incesante no hacer del siciliano. Don Fabrizio no deja de repetirlo: «En Sicilia no importa hacer mal o bien: el pecado que nosotros los sicilianos no perdonamos nunca es simplemente el de ‘hacer’». O bien: «Los sicilianos no querrán nunca mejorar por la sencilla razón de que creen que son perfectos. Su vanidad es más fuerte que su miseria». Hermosa y brutal, Sicilia es dura como la piedra y centellea con el sol salvaje, pero también es el reino de los placeres naturales y escondidos, de los aullidos de Polifemo y los gemidos de Galatea, del azul profundo de Odiseo y las margaritas que crecen en las junturas de sillares milenarios. Merece la pena copiar entera una mezcla de oda y elegía que dedica El Gatopardo a su amada Sicilia, mientras discute con el legado Chevalley, que quiere convencerlo para que sea senador. Me lo llevaré copiado en un papel antes de pisar la isla, para saber a qué atenerme.


—Somos demasiados para que no haya excepciones. Por lo demás, ya le he hablado de nuestros semidormidos. En cuanto a ese joven Crispi, yo no por cierto, sino usted, acaso vea si cuando llega a viejo no se sume en nuestro voluptuoso sopor: lo hacen todos. Veo, además, que me he explicado mal; dije los sicilianos y hubiese debido añadir Sicilia, el ambiente, el clima, el paisaje siciliano. Éstas son las fuerzas , y acaso más que las dominaciones extranjeras y los incongruentes estupros, que formaron nuestro ánimo: este paisaje que ignora el camino de en medio entre la blandura lasciva y la maldita fogosidad; que no es nunca mezquino como debería ser una tierra hecha para morada de seres racionales, esta tierra que a pocas millas de distancia tiene el infierno en torno a Randazzo y la belleza de la bahía de Taormina; este clima que nos inflige seis meses de fiebre de cuarenta grados. Cuente, Chevalley: mayo, junio, julio, agosto, septiembre y octubre; seis veces treinta días de un sol de justicia sobre nuestras cabezas; este verano nuestro largo y tétrico como el invierno ruso y contra el cual se lucha con menor éxito; usted no lo sabe todavía, pero puede decirse que aquí nieva fuego como sobre las ciudades malditas de la Biblia; en cada uno de esos seis meses si un siciliano trabajase en serio malgastaría la energía suficiente para tres; y luego el agua, que no existe o que hay que llevar tan lejos que cada gota suya se paga con una gota de sudor; y por si fuera poco las lluvias, siempre tempestuosas, que hacen enloquecer los torrentes secos, que ahogan animales y hombres justamente allí donde dos semanas antes unos y otros se morían de sed. Esta violencia del paisaje, esta crueldad del clima, esta tensión continua en todos los aspectos, estos monumentos, incluso, del pasado, magníficos pero incomprensibles porque no han sido edificados por nosotros y que se hallan en torno como bellísimos fantasmas mudos; todos estos gobiernos que han desembarcado armados viniendo de quién sabe dónde, inmediatamente servidos, al punto detestados y siempre incomprendidos, que se han expresado sólo con obras de arte enigmáticas para nosotros y concretísimos recaudadores de impuestos, gastados luego en otro sitio: todas estas cosas han formado nuestro carácter, que así ha quedado condicionado por fatalidades exteriores además de por una terrible insularidad de ánimo.


Giuseppe Tomasi di Lampedusa, El Gatopardo, ed. Raffaele Pinto, Cátedra, 1991, 285 p. 

5 comentarios:

  1. Anónimo6:40 p. m.

    Esas archiconocidas repeticiones solo molestan cuando las expresan los demás...

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  2. Anónimo6:41 p. m.

    Antonio, te leo y admiro lo que escribes, pero no entiendo las dificultades que pones a los comentarios. Saludos cordiales

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  3. Anónimo6:42 p. m.

    Anónimo: lperezcerra.blogspot.com

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  4. El anónimo anterior soy yo. Creo que la culpa ha sido mía, pero ya he logrado recuperar mi perfil gracias a unos apuntes que me dejó mi hija Laura.
    Saludos cordiales, paisano

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  5. No sabía yo que hubiera tantos inconvenientes. Lo siento, Luis. Intentaremos ser más accesibles.

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