8.9.24

Los pájaros y el templo


En su Viaje a Portugal, al entrar en la iglesia del monasterio de Batalha, José Saramago, el viajante, habla del placer que lo inunda, y se fija en el juego de espacios que  describen las altísimas columnas, a medida que uno avanza por la nave y van apareciendo las capillas. 


O estático torna-se dinâmico, o dinâmico detém-se para ganhar forças na imobilidades. Seguir ao longo destas naves e passar por todas as impressões que um espaço organizado pode suscitar. Porém, não tarda o viajante a reconhecer que não estava tudo dito: pela porta entraram três andorinhas que voaram, aos gritos, nas alturas da nave, e então uma nova impressão tomou, um longo arrepio, assim ficando provado que sempre se pode ir mais longe acrescentando à linguagem outra linguagem, à abóbada a ave, ao silêncio o grito.


Leí este pasaje al salir del impresionante edificio manuelino, sus claustros, sus capelas imperfeitas, sin terminar, apuntado apenas el arranque de los nervios de la cúpula, o su sala capitular, construida por condenados a muerte, bajo cuya clave se sentó su arquitecto, Alfonso Domingues, nada más desmantelar la cimbra, mientras todo el mundo miraba desde las ventanas convencido de que se iba a derrumbar. En ese convento late una armonía sobrecogedora de sobria exuberancia, de austeridad monumental, de apabullante desnudez. Por muy decorados que estén los pórticos y los remates, conmueven en su sencillez flamígera, con las abundancias góticas pero también la claridad renacentista, sin ese amontonamiento adiposo que vendría luego en el Barroco. En el convento manuelino el espacio y el tiempo vienen a ser algo parecido, grandioso, inacabable, y al mismo tiempo recoleto. La nave central tiene una altura mareante, pero es una cáscara de nuez bajo el firmamento que aspira a sugerir. Dice Saramago que mejor habría sido pasar por este monasterio en avión, para no tener que detenerse en explicarlo, una tarea más difícil, dice, que la victoria sobre los españoles que sirvió de motivo para construirlo.

Y eso que venía de Alcobaça, cuyo convento es de una grandiosidad más doméstica. Allí me deslumbraba la cocina, alicatada hasta el lejano techo, el refectorio con su púlpito de piedra para amenizar las comidas con sagradas lecturas, o el claustro que ahora está decorado con evónimos pero en su tiempo sirvió para plantar berzas y lechugas: la vida cotidiana del convento cisterciense, no su fastuosa teatralidad espiritual, tan manuelina, por otra parte. Allí metía la cabeza por la inmensa chimenea y calculaba los espacios asignados a los monjes en el dormitorio comunal, donde caben, sin amontonarse, varios centenares. Allí pensé en la tierra, no en el cielo, pero la alegría sobrecogedora viene a ser parecida. La diferencia está en las golondrinas, esas andorinhas que me recordaron otro pasaje subrayado hace muchos años en el Memorial del convento. «Asciende hasta las bóvedas el canto de los pájaros», dice allí, y es posible que Saramago se acordase, porque su Viaje a Portugal lo publicó trece años después. Los pájaros y el templo, y esa placidez que uno siente cuando viaja por un país tan amigo, sin embargo, de la profusión ornamental, sobre todo cuando está relacionada con la muerte.

Y quizá de ahí, de esa primera impresión que Saramago tuvo que sentir muy joven, naciera el Memorial del convento. Allí también se habla de la construcción de un gran monasterio, en principio para ochenta, pero luego para trescientos monjes, en Mafra, por capricho del rey Juan V, «por un voto que hizo si le nacía un hijo», razón tan peregrina como la que sirvió para levantar el de Batalha, que fue la victoria de Aljubarrota contra los españoles; y allí también hay un espíritu alado que recorre el libro entero, un ingenio volador que solo en parte es fantasía, porque ya nos anota Basilio Losada, en la deslumbrante traducción que le valiera el Premio Nacional en el 86, que fue Bartolomeu Lourenço de Gusmão, el Padre Volador, quien «inventó el globo aerostático y fue uno de los precursores de la aeronáutica». Ambos hechos históricos, el convento gigantesco y el primer avión, sirvieron a Saramago para armar esta maravilla, la que definitivamente lo consagró como el gran artista que es. El trabajo de Losada en la traducción, su esfuerzo por conservar las secuencias rítmicas, los versos entretejidos, la poesía que respira por las páginas, dan fiel idea de la extraordinaria belleza del original.

Porque la historia que nos cuenta el Memorial del convento vuela muy alto pero no se aparta de tan sólidos cimientos. Nos habla de Baltasar, que perdió una mano en la guerra, y de su amada Blimunda, mujer de una pieza, con extraños poderes adivinatorios que llevan al padre Lourenço a pedirle que vaya mirando el interior de los hombres y recolectando sus voluntades, que serán el carburante para su proyecto volador, la passarola, un cacharro davinciano que funciona con «sol, ámbar, voluntades, imanes y laminillas de hierro». Son estos dos elementos, el templo de piedra y el pájaro de hierro, los que estructuran la narración con el peregrinaje de los tres amigos hasta que logran armar el aparato y volar, en una escena que está entre el viaje en globo del Libro de Alexandre y las piruetas del barón Münchhausen, hasta que aterrizan entre los arbustos y la acción se llena de procesiones sagradas, comitivas reales y yuntas de bueyes en fila interminable para transportar un pedrusco que sirva de dintel al pórtico del monasterio. Saramago se extiende en la poesía de esos inventarios, de los séquitos floridos y las hileras de hormigas humanas, de sus trabajos y sus días, en un manuelismo verbal que hace honor, ya lo creo, a la belleza que se propone retratar, y sin embargo resuelve con demasiada prisa, a mi juicio, acontecimientos que hubieran requerido algo más de paciencia. Así sucede con la huida y muerte de fray Lorenzo (feliz casualidad que este Lorenzo también case en secreto a los amantes), perseguido por la Inquisición, que se ocupa de arrastrar piedras imposibles pero considera pecado emular las dotes de los pájaros. Y también con el último viaje de Baltasar, una vez que encuentra la nave voladora y por un azar narrativamente coherente vuelve a ascender a los cielos, o con la búsqueda final de Blimunda, que recorre los caminos en busca de su amado, hasta que lo encuentra en un auto de fe resuelto en media docena de líneas. 

El libro es de tal hermosura que toda esta desproporción entre lo narrado y lo descrito tiene que estar hecha a propósito. Saramago va de las fatigas a los oropeles, del suelo por donde se arrastra la miseria y la vanidad al cielo por el que vuelan los corazones limpios, o las cenizas que se lleva el mismo viento que avivó la hoguera, pero los hechos, lo que se dice los hechos que hacen avanzar la acción, no la piedra ni el monasterio, no el pájaro ni el amor, se narran con sorprendente economía. Da igual. Quizá sea que uno acaba la lectura con ganas de quedarse más tiempo contemplando la gloria del espacio y de la luz, como en los conventos por cuyas alturas gritaban las golondrinas.


José Saramago, Memorial del convento, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1986, 287 p.

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