8.10.24

Biblioteca Enrique Romero Ena


A mediados de los años 70 mis padres compraron un terreno en la vega del Guadalaviar. Eran unos cuellos con bancales cerca de una granja abandonada y de una pequeña masía o casa de recreo, entre las acequias del Cubo y de Valdeavellano, que había pertenecido a las antiguas dueñas de la partida y donde poco tiempo después se instalaron Chelo Férriz y Enrique Romero, y donde Enrique, el hijo de ambos, dio sus primeros pasos. Era una casa como de cuento, con paredes blancas y columnas de ladrillo macizo en las esquinas, en las jambas y en los dinteles. Al piso superior se podía acceder desde el interior de la casa pero también desde la parte trasera, que se veía desde el camino, a través de una escalerilla que comunicaba con una puerta sobre la que había un letrero de chapa, con letras en relieve azul sobre fondo blanco: «GABINETE DE LECTURA Y BIBLIOTECA».

Tendría yo, no sé, igual catorce años cuando le dije a mi padre, que conocía a Enrique, que le preguntase si podía ver su biblioteca. Enrique había sido profesor de mi hermana en el Ibáñez Martín, y luego de algunos amigos míos en la Escuela de Maestría. Una y otros contaban historias fascinantes para un zagal como yo que estaba empezando a descubrir su amor por la literatura. El joven profesor Enrique Romero era entonces un emblema de modernidad libresca. Las autoridades educativas, bastante resecas todavía, le habían pedido que no diera clase con pantalones vaqueros, de modo que Enrique se encargó un traje con chaqueta y chaleco, todo, por supuesto, de tela vaquera. Eran los tiempos en los que el país entero estaba despertando, cuando en los institutos se empezaban a abrir las ventanas de par en par, aunque fuera invierno, para respirar lo que antes era solo imaginable, y profesores como Enrique enseñaban que lo que parecía extravagancia no era más que sentido común, algo peculiar si se quiere, pero igual de sencillo y natural.

De modo que fui un día a su casa de Valdeavellano con mi padre, y Enrique, encantador desde el primer instante, me recibió con su atuendo decimonónico, ya no vaquero, más bien como sacado de una novela de principios de siglo, con su chaleco y su pajarita y su reloj de leontina, la pipa humeante y la sonrisa afectuosa. Si cierro los ojos puedo respirar aquel aroma, el de la leña de la chimenea y el del tabaco de pipa (Erinmore, que yo fumé tiempo después) y el de la madera de las estanterías, que tantas veces olería luego en librerías de viejo de Londres o de Dublín, y sobre todo el de los propios libros, paredes enteras cubiertas de tomos antiguos y recientes, un festín para la mirada que sólo puede comprender quien haya amado vivir entre libros. Y allí, en la planta superior, en el gabinete de lectura y biblioteca, Enrique tenía su mesa de despacho antigua, su colección de relojes de bolsillo, de pipas y de estilográficas, sus lecturas empezadas, su vade de cuero viejo, y yo me senté por primera vez en un sillón de orejas frente a su escritorio y hablamos de las inquietudes literarias de un chiquillo, y allí empezó una amistad que ha durado casi medio siglo, hasta que su corazón ha dejado de latir.

Enrique dejó aquel rincón ameno de Valdeavellano y se trasladó a Sagunto, y yo salí del nido y me marché fuera a estudiar, y desde el principio comenzó entre nosotros una relación epistolar que guardo entre lo más valioso de mi juventud. Me recuerdo preparando exámenes en Salamanca cuando llegaba carta de Enrique, siempre en sobre color sepia, siempre en pliegos verjurados, siempre escrita con estilográfica, a veces con la tinta «aguachada», como decía él, si acababa de limpiar el plumín, y de inmediato lo dejaba todo para contestarle y de paso ir dejando constancia de mis vivencias y mis inquietudes, de mis lecturas y mis pasiones, también en pliegos y también con pluma, porque ya había decidido cuál era mi modelo vital, la isla de libros en la que, tarde o temprano, quería vivir.

Bastante antes de jubilarse como profesor, Enrique y Chelo compraron una casa en El Toro, que rápidamente, con el exquisito gusto de Chelo y el vivir libresco de Enrique, se convirtió en un refugio de sosiego y bienestar. Cada vez que volvía de Madrid iba a visitarlos, a charlar un buen rato y a disfrutar del ámbito de quien construye su existencia sobre un sueño literario. Enrique iba al pueblo todos los fines de semana, y allí abrió y se ocupó durante años de la biblioteca pública. Recuerdo cómo me contaba en una carta que nada más ponerla en marcha hubiera deseado que se llamase Biblioteca Julio Caro Baroja, pero que, por unas cosas o por otras, su excelente idea no llegó a cumplirse. Don Julio era otro de los referentes que compartíamos, junto con don Antonio Machado, cuya obra Enrique se sabía de memoria. Lo recuerdo citando el Juan de Mairena, sentado en su sillón giratorio, y detrás, colgada en la pared, una elogiosa carta manuscrita de don Rafael Lapesa, profesor suyo en Madrid, que Enrique tenía enmarcada y que daba idea del tipo de estudiante que tuvo que ser. Ahora, espero que a no mucho tardar, la biblioteca llevará su nombre, BIBLIOTECA ENRIQUE ROMERO ENA, y la verdad es que no se me ocurre mejor homenaje a quien hizo de los libros un mundo amable donde se respira lo mejor de cualquier tiempo pasado.

A mí se me va un amigo querido. La vida va sombreándose de muerte, como en el final de Guerra y paz. A Enrique confié mis proyectos literarios y pedí opinión sobre cuanto escribía. Él fue quien se ocupó de las gestiones para que yo publicase mi primer libro, y por supuesto quien lo prologó y lo presentó, de punta en blanco, con su pajarita inglesa, su pluma Montblanc Bohéme y un reloj dorado que puso encima de la mesa para que su alocución no se alargase con su delicioso sentido de la amenidad. Alentó mis sueños, escuchó mis devaneos, quitó hierro a mis zozobras, en decenas de cartas donde comentábamos las últimas lecturas, las noticias de un mundo que bullía, los gozos, las ilusiones, y de paso me enseñó que cada cosa tiene su nombre, y que la belleza en la escritura nace de la precisión al elegir las palabras y la naturalidad al ordenarlas. Me queda el consuelo de haber creado yo también un mundo aparte, un poco a semejanza del suyo, y de haber conocido a quien me enseñó lo más importante de mi trabajo de profesor, contagiar el amor por la lectura y enseñar a que cada cual sepa expresar lo que siente, aunque solo se dirija a sí mismo. De él aprendí que un profesor se gana el respeto del alumno con delicadeza en el trato y honestidad en el trabajo, y que siendo diferente también se enseña a ser libre. Ojalá pueda llevar un libro mío a esa biblioteca de El Toro, felizmente rebautizada, y compartir con los suyos las mejores páginas de nuestra amistad.

5 comentarios:

  1. Anónimo3:01 p. m.

    ¡Qué hermosa carta de despedida! Fui alumna de Enrique. Orientó mis lecturas en el instituto y también después en la Facultad de forma epistolar. Su criterio siempre pesó. Guardo un recuerdo lleno de admiración y afecto. Gracias por haber escrito este artículo.

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  2. Anónimo10:39 p. m.

    Sin conocerlo, has hecho que admire a esa persona.
    Eres muy grande amigo

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  3. Anónimo9:36 a. m.

    Pude disfrutar de Enrique como alumna y como compañera de trabajo, digo "como alumna" porque con Enrique el aprendizaje era continuo. Un espíritu lleno de conocimientos, de literatura, de enjundia. Delicado y fuerte, muy fuerte al mismo tiempo. La magia de Chelo y su sabiduría le daban al mismo tiempo vitalidad y sosiego.
    Una carta preciosa.

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  4. Anónimo11:20 a. m.

    Un texto maravilloso, enhorabuena por recoger con precision y belleza el legado de Enrique Romero. Compramos su casa de Valdeavellano, que hemos mantenido en gran parte como la dejó incluso con alguna de sus estanterías de tablones de madera. Al hacer algunas reformas en la cocina encontramos bajo el suelo de la alacena un pasquin, cuidadosamente doblado, con amenazas por sus ideas, peligrosas para sus alumnos. Afortunadamente no hizo mucho caso aunque debió de pasar unos años preocupado. No eran buenos tiempos para el pensamiento libre.

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  5. Anónimo11:12 a. m.

    Conocí a Enrique y Chelo como compañeros. En nuestra primera conversación, advertí en Enrique su amor por los alumnos y por los libros. Mostraba una peculiar imagen de hombre culto, como la portada de un libro interesante y especial. Y si, sus conversaciones eran fascinantes y llenas de sabiduría.
    La encantadora Chelo fue una fantástica compañera. Pronto hicimos amistad y compartimos conversaciones y vivencias inolvidables.
    En el trascurrir de esos años, me di cuenta de que Chelo, con su carácter dulce y generoso, era el complemento perfecto para que nuestro querido Enrique brillará con una luz propia que permanecerá en nuestro recuerdo.

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