5.10.24

La escena desconcertante


Antes de que se publicara en España la fabulosa Memorial del convento, Saramago triunfó en nuestro país con su novela inmediatamente posterior, El año de la muerte de Ricardo Reis. Leída casi cuatro décadas después, uno toma conciencia de lo mucho que influyó en la novela española, en algunos autores (Muñoz Molina) más que en otros, hasta el punto de que podría decirse de él lo que dijo Luis Landero para defenderse de quienes le criticaban el garciamarquismo de Caballeros de fortuna, que García Márquez había «colonizado nuestra lengua». Al menos la literaria, y en cierta, quizá, más restringida forma, Saramago hizo lo mismo con Ricardo Reis.
    Esa influencia llegó al qué contar y también al cómo contarlo, novelas de trama mínima, adecuadas hasta entonces para un cuento, acaso una novela corta, y encarnado este esqueleto con episodios secundarios de carácter histórico, digresiones geográficas y culturales, o un sentido de la ambientación histórica en el que un personaje lee los periódicos de la época y las noticias se van empalmando durante un tramo del capítulo. Y todo esto se contaba con lo que pudiéramos llamar una retórica dilatoria, en la que cada episodio podía esperar y cada detalle merecía su demorado comentario. Fruto de los esfuerzos de los años 60 y 70 por desarticular el flujo narrativo, Saramago proponía largos períodos no particularmente hipotácticos, organizados en yuxtaposiciones cadentes y anticadentes que hacían de la prosa un oleaje continuo en el que se mecía el lector hipnotizado por su poderosa corriente y su espuma poética. Es esto, lo que, refiriéndose a sí mismo, Muñoz Molina llamaba «el rigor poético», lo que hacía cuajar elementos que de otro modo habrían podido parecer deslavazados.

La idea, la trama mínima, era en este caso ciertamente original, pero también desconcertante. Por lo primero, Reis vuelve de Brasil cuando muere su creador, Fernando Pessoa, con cuyo fantasma tratará durante los siguientes nueve meses, el tiempo que tarda en formarse un ser humano y el que, según la novela, tarda un fantasma en desvanecerse por completo. Ricardo Reis asiste, desde Lisboa, a los turbulentos años 30, atento a las atronadoras algaradas españolas y a su estallido final, y conoce a dos mujeres, la hija de un notario viudo que viaja para visitar a un médico que intente —infructuosamente— curar a la joven de un paralís en el brazo izquierdo, y Lidia, la camarera del hotel donde Reis se hospeda al llegar a Lisboa (y donde conoce a Marcenda), hermana a su vez de Daniel, un joven marino, revolucionario de izquierdas, entusiasta del Frente Popular español.

Entre estas dos mujeres está la trama, pero también el lado desconcertante de la novela. A través de Marcenda conocemos al doctor Reis, que conversa educado y distante con los millonarios españoles que han huido a refugiarse bajo el ala de la dictadura portuguesa, entre ellos un tal don Camilo en el que quizá alguien habrá visto una discreta puya a otro Nobel de literatura, y eso que, como ya ocurría en Levantado del suelo, ciertas técnicas narrativas que Cela usó en San Camilo 36 de manera deslumbrante le sirvieron a Saramago (y a Muñoz Molina en La noche de los tiempos, lo que son las cosas) para subir la potencia de la prosa cuando se trata de retratar el caos de la guerra. El caso es que Marcenda es lo que pudiéramos llamar una niña bien a la que Reis galantea cortésmente hasta conseguir el tesoro de un casto beso y las renuncias agitadas de una dama trágica. Bien. Es de suponer que es eso lo que había. Pero también es de suponer que alguien como Reis, aun con el desapasionamiento lírico de Pessoa, no trataría a la otra, a Lidia, la camarera, como la trata en la novela. Lidia es el vínculo con lo popular, la imagen con la que ilustrar lo mejor de la gente humilde. Pero Reis se acuesta con ella antes de besarla, ni mucho menos de rondarla, y lo que deja a uno perplejo es cómo, cuando Reis se instala en un piso, la llama para que le limpie la casa, la manda a bañarse porque está sudada de tanto trabajar, se la tira cuando sale de la bañera y luego, sin ofrecerle siquiera que se vuelva a dar un baño, le dice que ya se puede marchar. No encuentro más parangón a esa actitud que la de Torrente, el personaje de Santiago Segura, muchos años después, y es posible que se atenga a los parámetros del realismo social que quiere describir Saramago a través de Lidia, sin tapujos ni paños calientes, pero a uno lo deja un poco descolocado que el mismo héroe que detesta las diferencias sociales, que describe los métodos para mantener contento al populacho y que no escatima desprecio al hablar de los poderosos, sea el que trata de ese modo a una mujer como Lidia. Da la sensación de que Saramago, el mismo que ha creado a esa mujer encantadora, impone al personaje un papel más severo que el que el personaje quisiera tener, como si fuera el juez despiadado que no permite que la inercia de la narración haga navegar la novela hasta puertos más amables. El final, por ejemplo, lógico si nos atenemos al fundamento de la historia, a la idea de la que partió, deja a los personajes condenados a lo que representan, no a lo que son. Reis, el heterónimo de Pessoa, no es más que otro fantasma y su tiempo se termina, pero entretanto tiene la oportunidad de hacer cosas de vivo que sin embargo le prohíbe el narrador.

Estas sensaciones solo se tienen cuando el lector se entrega a un personaje, por más fantasma o heterónimo que sea, porque solo con los, por otra parte, impresionantes frescos del Carnaval de Lisboa, de la delirante peregrinación a Fátima o de los sucesos del Motín de los barcos del Tajo contra el régimen de Salazar, en los que murieron doce marineros, entre ellos el hermano de Lidia, solo con esas páginas maestras no nos habría llevado Saramago hasta el final con el afán del lector que siente y vive lo que está leyendo. Solo con las páginas del Libro del desasosiego y los versos que sirven de diálogo entre Pessoa y Reis (a veces remetidos de modo que alteran un poco el ritmo narrativo, todo sea dicho), no seguiríamos teniendo la sensación de que la novela tiene una intensa fuerza poética, y que Saramago había llegado con ella a una naturalidad de su propia voz que ya no iba a perder, y que a tantos discípulos habría de ilustrar.


José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, trad. Basilio Losada, 1985, 357 p.

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