17.11.24

La novela profesoral


No estoy al tanto de la biografía de Torrente, pero sí de que pasó algún año en una universidad norteamericana, uno de estos campus donde se mezclan los ocres de las hayas y las mozas que leen poesía, donde conviven profesores pagados de sí mismos y estudios gratuitos que sin embargo justifican su trabajo. Pero la novela de campus suele tirar bien hacia la novela negra, bien hacia la sentimental, géneros que en el caso de La isla de los jacintos cortados se reabsorben en lo que podríamos llamar la novela profesoral. Aquí el crimen, la pesquisa, es un genuino macguffin, la hipotética invención del personaje Napoleón Bonaparte, un asunto que suele aducirse como tema de la novela y que al final resulta ser bastante secundario, hasta que aparece ya en los estertores de la obra, en una reunión en la que fantasean figurones como el almirante Nelson, Metternich y Chateaubriand. Junto a ellos, y en tono de novela galante picantona, están el bello Nicolás, que salta de cama en cama, y un Ascanio cuyo papel nació para protagonista pero queda cubierto por la hojarasca histórica, y que es quien ordena cortar los jacintos que, quietos en sus macetas, no han participado en el movimiento revolucionario. El elenco se equilibra con algunas damas de nombre menos célebre (Flavariosa, Agnesse…) que, además, llevan la representación alegórica cervantina a su extremo erótico más dieciochesco. Entre todos, en fin, le toman prestado el nombre a un camarero italiano y de ahí se sacan a Napoleón, pero esto sucede en media docena de páginas, después de casi cuatrocientas en las que el tema no era ese sino sus aledaños. El primero, el profesor que lanza la hipótesis de la invención histórica, un francés impotente que sin embargo tiene enamorada a la clásica estudiante griega, Ariadna, para desesperación —moderada— del narrador, que puede convivir con ella en su casita del bosque pero no tener conocimiento bíblico. Este lado de la novela suena a mañanas tranquilas viendo caer las hojas desde el despacho asignado en la universidad, imaginando que todas las estudiantes con gafas redondas caen rendidas ante sus tutores en las visitas que rinden a sus despachos, y allí se aman entre libros viejos. Tiene, también, algo de ese estar sentados en el suelo, frente a la chimenea o la enciclopedia histórica, al que solo le falta que al mismo tiempo esté sonando una pieza selecta de jazz, mientras profesor y alumna fuman y se aman. En todo caso, y para darle un aire más informal, el narrador «pone en el magnetófono una cinta de Joan Báez», casi nada.

El otro desvío, la otra ruta napoleónica, es un ejercicio de culturalismo tan deslumbrante como desconcertante. El narrador mira las llamas de la chimenea y reinventa la historia con el expediente de instalarse en ella, igual que la bruja «veía en los espejos lo que la vida había depositado en ellos», en lo que pensaron o vieron hacer sus protagonistas, reunidos todos, a modo de apoteosis teatral, en una isla mítica, Gorgona, donde se celebran banquetes y se aparean personajes de la mitología clásica y de la no menos mitológica historia occidental. Allí todo es presente, porque «no es imposible que personajes de una historia irrumpan en otra que no es la suya», y se mezclan los hechos y los tiempos, que el narrador, cual Sherezade infructuosa (porque cuando se hace de día su amada, después de escucharlo, se larga con el otro), va mezclando en una melopea por momentos agotadora en la que se da más información de la que el lector tiene tiempo de ir ordenando, si es que —se pregunta muchas veces— merece la pena ser ordenada. Por allí desfilan parodias y homenajes, ejercicios de estilo y paisajes fantásticos, todo ello contado con un lenguaje que pocas veces en Torrente alcanza semejante grado de lirismo, versos entre coma y coma que suenan como música para clavecín dieciochesco improvisada como en un piano del siglo XX.

Porque ese, el lenguaje, el impresionante lenguaje, es el verdadero protagonista de la novela. Hasta el lector menos paciente, si se deja llevar por su sensibilidad, continuará con la lectura por más que su contenido le resulte cargante o peregrino. No estamos ante una de esas novelas que se miden según el equilibrio de su estructura o el desarrollo de sus personajes. Era muy de la época (la novela se publicó en 1980 y fue Premio Nacional de Literatura en el 81) el alarde verbal que despreciaba las convenciones narrativas, la sota, el caballo y el rey del argumento, los episodios y los personajes, y en su lugar lo fiaba todo a la yuxtaposición de frases deslumbrantes, largas pero no liosas, con frecuentes guiños coloquiales que, en medio de tan exquisito caudal, saltan vivos y brillantes como los salmones. El Torrente que había demostrado (y seguiría demostrando) dominar el realismo entretenido como quien lava, ahora se propone un denso y brillante ejercicio de erudición literaria en el que muchas veces da la impresión de que la historia nace del diccionario, de cómo colocar las palabras de modo que vayan generando situaciones, en el puro juego de un ritmo que deslumbra y acaricia, y en el que hay que entrar «como los niños, que creen en la verdad de lo que saben que es mentira». Y así la prosa es una música «a la que se acomodaban mis palabras, que, por cierto, me parecieron dictadas o escuchadas, no sacadas de mí», dice el narrador, en una de las frecuentes poéticas que va insertando a lo largo de la novela. «Con esto de que todo suceda al mismo tiempo», por ejemplo, «empiezo a armarme bastante confusión, y ya no sé lo que fue antes, ni lo que vino después, conforme el cómputo ordinario». Y, entre tanto, el supuesto asunto, Napoleón, se sigue retrasando hasta que el lector/Ariadna se lo llega a reprochar, que se divierta tanto con las delicias de La Gorgona y no deje de desviarse del tema, quién y por qué inventó a Napoleón, hasta que por fin Chateaubriand nos explique que lo primero es el nombre, porque «la historia la hacen los héroes, y los héroes son, a fin de cuentas, nada más que nombre y facha, que palabra y retrato».

Terminada la novela, uno se levanta de la butaca como si el concierto hubiera sido un poco largo, y entre aturdido y deslumbrado también con esa cadena de apoteosis con que la va cerrando. Pero el propio Torrente decía que cada novela exige un estilo determinado, en consonancia con su contenido, y si su gran trilogía reclamaba una narración decimonónica, esta era terreno para la filigrana. Después de escribir su novela, el profesor español marcharía del campus norteamericano. Las Ariadnas quedarían en sus mitos y en sus amoríos, pero él se llevaría un buen libro bajo el brazo, como para amortizar doblemente su año de profesor invitado.


Gonzalo Torrente Ballester, La isla de los jacintos cortados, Alianza, 2019 (=1980), 427 p.

2.11.24

Un relato a la deriva




Decía el sagaz crítico Marcelino Cortés que, después de El año de la muerte de Ricardo Reis, Saramago «se amaneró». Y tanto. La balsa de piedra, sin ánimo de incurrir en metáforas manidas, es un peñazo de campeonato, un relato sin ton ni son en el que se mezclan dos líneas argumentales que ni casan bien ni acaban de funcionar por separado. La sensación permanente es que Saramago se duerme en la suerte, ha partido de una buena idea que no resultó ser más que una ocurrencia, qué pasaría si la Península Ibérica se desgajase del resto de Europa, y ha fiado el navegar de la novela a su capacidad de improvisación. No somos amigos de los planes previos ni de los escritores que interpretan partituras, pero tampoco de los que escriben por escribir, largos fragmentos prescindibles en los que se nota demasiado que aquella mañana el autor tenía prosa pero no historia.
    Una de las líneas argumentales es la fantasía de la que parte la novela, justificada sin necesidad como una especie de deslizamiento de la capa superior de la Península, desde el momento en que el mismo título es una paradoja tan inverosímil que no necesita de apoyaturas geológicas. Pero bueno, es literatura y lo aceptamos, y tenemos paciencia suficiente para ver hasta dónde llega la ocurrencia, pero pronto todo se queda en el peligro de que choque contra las Azores, en que Portugal mira a América mientras España mira a Europa, en que la Península, ahora isla, cambia el rumbo, o en que empieza a girar sobre sí misma, sazonado todo ello con ese humor retórico y redicho, de notario zumbón, que en ningún momento arranca una sonrisa porque no tiene ninguna gracia. Los añadidos de política ficción tampoco, ni las reacciones de los demás países ni el movimiento proibérico que se desata en Europa ni la un poco amojamada crítica al europeísmo, o los tres éxodos (o cuatro) que provoca la ruptura, el de los turistas extranjeros, el de los ricos y poderosos, el de los habitantes de la costa y el de la emigración a países europeos. Resulta significativo que, escrita cuatro años antes de que la URSS se desmoronase, todavía se hable de ella como de un ente sólido, como si el telón de acero no se hubiese arrobinado.

Sin embargo, aun embadurnada con buena prosa, la máquina chirría. Igual que la balsa de piedra va sin rumbo por el Atlántico, las líneas narrativas se pierden en sí mismas y no queda claro (en el caso de que tuviera que quedar) qué nos quiere decir con ello el autor, si que un iberexit avant la lettre— sería beneficioso para la Península, si que ni aun así se generaría suficiente confianza entre los dos países, si lo que ocurre es que Europa se ha podrido de capitalismo y merece la pena fundar una isla equidistante de los dos núcleos del capitalismo occidental… No lo sé, pero sí sé que el autor habla como si hubiera que saberlo, como si cualquiera captaría el mensaje profundo, tan profundo que está hundido en la inmovilidad, en un relato paralítico que no tiene bastante con los, por otra parte, destellos poéticos que a veces consigue Saramago, cuya extraordinaria altura solo sirve para tener una imagen más completa de la poquedad en que se sustentan.

La otra línea narrativa, que podría prescindir perfectamente del caso de la balsa, es la que forman cinco personajes (primero dos, luego cinco, al cabo seis) que van viajando por la Península, al principio en un Citroën 2CV, en Dos Caballos, sin artículo, porque así se llama el artefacto personificado, y luego en dos caballos de verdad, cuando el coche se estropea y las vías se colapsan de desidia y desconcierto, de modo que solo es posible avanzar con métodos preindustriales, en una galera como la de los antiguos buhoneros, en principio huyendo del desastre que significaría chocar contra islas que aún no se han movido, pero pronto en un deambular un tanto picaresco en el que, a su paso por Tierra de Campos, tierra de fray Gerundio de Campazas, al narrador le queda tiempo incluso para ironizar contra «oradores prolijos, citadores impenitentes, refranistas convulsos y escritores descomedidos» y que jarse de que «nos haya aprovechado tan poco la lección siendo tan clara». Ciertamente.

Ya en las postrimerías de la novela, el narrador tiene a bien resumirnos la condición de sus personajes (de cinco de ellos, que Lozano llega casi al final), a propósito de que se encuentran sin dinero y tienen que buscar trabajo: Joana Carda, «pese a tener licenciatura en letras, nunca ejerció su carrera, fue siempre, desde que se casó, ama de casa»; Joaquim Sassa «pertenecía a la base de los oficinistas», Pedro Orce «se ha pasado su vida preparando remedios» farmacéuticos, José Anaiço es «maestro de chiquillos», y María Guavaira «es la única que puede ir a pedir trabajo por esas heredades, y hacerlo en proporción a sus fuerzas y a su sabiduría, que no llegan a todo»; una sabiduría que tiene que ver con sus poderes prescientes, de medio bruja, mientras los otros representan una cuadrilla sociológica de aquellos buenos ciudadanos que no saben a qué carta quedarse. No obstante, organizan una especie de comuna sentimental en la que las dos mujeres se ocupan de que los tres hombres estén abastecidos de amor, en páginas que, como nos pasó en ocasiones con el Ricardo Reis, suenan un poco a erotismo de viejo verde. Pero en todo caso unas y otros no terminan de cuajar en personajes bien diferenciados, no se individualizan ni, por tanto, cobran vida, y la mayor parte de las veces lo que dice o hace el uno podría decirlo o hacerlo el otro. Tan solo el perro que los guía, pobre animal que llevan andando la mayor parte de la novela, hasta que deciden subirlo al coche, parece cobrar encarnadura dramática propia. Sí es verdad que ese tono de aventura quijotesca, de viaje naïf de buenas personas en busca de una fantasía confortadora, sea un viaje al pasado o a un mundo mejor, nos recuerda un modo de hacer que en los 90, después de publicada esta novela, tuvo en España famosos y brillantes seguidores, pero en este caso me temo que la cosa no termina de cuajar.

Empezamos, en fin, la obra novelística de Saramago por la que hasta ahora no solo es la que más nos ha gustado sino la única que volveríamos a leer, Memorial del convento, y la responsable de que, a pesar de tostones deslavazados como La balsa de piedra, no hayamos perdido el propósito ni la esperanza.


José Saramago, La balsa de piedra, trad. Basilio Losada, Seix Barral, 1987, 333 p.

20.10.24

Polisemia del encierro


Pocos escritores me arrancan carcajadas de gozo solo por lo bien que escriben, por el desparpajo y la precisión y la soltura de su prosa, por su facilidad poética, por su gracia narrativa. Y entre ellos tengo a Pombo en un lugar privilegiado, su portentoso dominio del ritmo poético y de la fluidez oral, intacto a sus ochenta y cinco años, ochenta y uno cuando escribió El exclaustrado, en pleno enclaustramiento pandémico. Lo que leo por ahí de él sugiere que sigue en forma, y esta novela lo confirma, ya lo creo. Eso sí: en forma para deslumbrar con su lenguaje, no tanto para concebir historias nuevas, que no reutilicen personajes ya vistos o no se acartonen de un teatralismo abstracto, unamuniano, sin más vida propia que la frase que en cada momento les toca decir.

Claro que esto es algo que Pombo lleva haciendo mucho tiempo. Ese tipo de, insisto, teatralidad intelectual, diálogos de ideas sin demasiada vida propia de los personajes, yo creo que entró en la carrera de Pombo allá por El cielo raso, que es de hace más de veinte años, con aquel Esteban, si no recuerdo mal, que era la contrafigura joven del narrador, el sujeto de la tragedia filosófica. Un punto culminante de ese enfrentamiento entre el narrador y un alter ego más joven (algo que había ya iniciado en su muy temprana —y espléndida, de lo mejor suyo— Los delitos insignificantes) estalló desaforadamente en la abrumadora Contra natura, después de la cual Pombo alternó ese sistema con el de recuperar voces femeninas, en las que siempre ha sido especialista, desde la madre, precisamente, de Quirós en Los delitos a Virginia en El metro de platino iridiado, desde la Celia de Telepena de Celia Cecilia Villalobos a Johanna Sansíleri, pero que aquí en El exclaustrado falla porque el personaje femenino, Petri, está doblemente amordazado, por el personaje que la encarcela y la maltrata y por el autor que a una mujer sencilla y natural, no inculta pero casi, le hace hablar así: «Como si la culpa, en abstracto, tuviera más sustancia que nosotros dos juntos».

Pero ya hablaremos de Petri. Desde hace unos años, desde el 16 como poco, desde La casa del reloj y por ahí, Pombo ha introducido, con salvedades, un modo de narrar que sin dejar de ser pombiano resulta más reconcentrado, incluso algo repetitivo: Pombo saca las historias de su estudio, de su situación vital, de su casa en el barrio de Argüelles, de su terraza con vistas al Parque del Oeste o a la Casa de Campo, a donde acuden personajes que cuentan lo que les pasa fuera de ese estudio, pero donde lo único que sucede, en el fondo, es que el narrador dicta su novela o mira el atardecer. 

Hay salvedades como la última, Santander 1936, que era una novela exenta, que no solo ocurría fuera del estudio de Pombo sino fuera de la época de Pombo, por más que hablara de su familia y de que los personajes tuvieran rasgos de esa otra familia novelesca a la que ya estábamos acostumbrados. Pero en El exclaustrado ha vuelto a tirar del hilo de una palabra en un entorno cómodo e idéntico conforme los días van pasando, con personajes que nos suenan a otros personajes y cuyas variaciones no son matices sino síntomas de acartonamiento. La palabra, en este caso (año 20) es claustro, encierro, de la que va saliendo la historia entera en una especie de políptoton continuado. Juan Cabrera es un antiguo monje que se exclaustró de un monasterio benedictino para enclaustrarse en una rutina llena de libros, en un despacho sin vida. De aquellos tiempos del claustro le queda una escena que no ha terminado de digerir: vio cómo tres novicios tenían un comportamiento inadecuado, digámoslo así; cumplió con su deber benedictino de denuncarlo y los novicios fueron expulsados. Uno de ellos es Antón Rubial, ese malo insaciable que a veces aparece en Pombo, ese resentido de sonrisa diabólica que más parece a veces una caricatura del villano que una simple mala persona, quien mucho tiempo después encuentra un modo de vengarse del fraile que lo denunció por algo que el propio exclaustrado, Juan Cabrera, considera «trivial», pero que aquí no vamos a desvelar porque supone unas de las mejores, más luminosas y divertidas páginas del libro.

Este planteamiento da para lo mejor de la novela, un arranque delicioso, con una prosa, como siempre, fuera de lo común, algo así como escuchar fugas de Bach en un mundo en el que se escribe con bombos de piel de cabra, en la que la situación enclaustrada del exclaustrado (Pombo tampoco sale ya mucho de casa, ni siquiera cuando no hay pandemia) se adoba con sus lecturas filosóficas, sobre todo de Sartre y de libros como El idiota de la familia que a uno le entran ganas de leer. Pero en ese cómodo estar junto al radiador de la filosofía, estremecido por los rayos del atardecer, encandilado por la prosa, aparece la historia, el sobrino joven que acude a ver a su tío el viejo teólogo encerrado y de paso le trae una historia del pasado y una trama un tanto forzada. Este sobrino, Jaime, es amigo de Antón, aquel novicio al que echaron por haberlo delatado Juan; y este Jaime se lía con Petri, la mujer de Antón, que vivía enclaustrada en un bar de copas, el Machupichu, hasta que Antón la rescató para enclaustrarla en una situación de perfecta y sumisa mujer casada. 

Petri es una pena, porque es un buen personaje, alguien que merece una novela para ella sola, la muchacha guapa que se harta de sonreír a babosos cincuentones y se lía con un profesor universitario para llevar una vida normal, para cumplir un sueño de ropa limpia y búcaros con flores frescas. Pero este profesor que la rescata también la encarcela: después de exclaustrarla, también la enclaustra, y algo parecido siente con el joven Jaime, con quien su relación no termina de cuajar porque (y aquí viene uno de los volatines algo excesivos de la trama), al liberar a Petri de su enclaustrador, Jaime la manda con su anciano tío, a que vean juntos la televisión, a que hablen juntos y se hagan compañía, a que lleven una vida sencilla de náufragos que huyen de la soledad. Aquí también, detenida, podía la novela haber despegado en algo mucho más interesante que el follón novelesco, folletinesco con el que termina. Antón convence a Petri para que vuelva con él pero la encierra en casa y le quita el teléfono, con lo que Jaime y su tío Juan tienen que acudir a rescatarla…

El que quiera saber cómo Pombo resuelve la trama puede acudir a la novela. Es un final intenso, sí, novelesco, folletinesco, cinematográfico, todo lo que se quiera, pero en esa intensidad final se diluye la gran virtud de la novela y del gran escritor Pombo, su prosa, su voz, sus voces. Nos hemos quedado sin Petri, sin la relación de la muchacha y el viejo, que no era de amor sino de compañía, y no de compañía morbosa sino solidaria, bienintencionada, y sobre todo deliciosamente hablada. Pombo avanza, más que novelando, comentando el argumento, anunciando lo que pasa más que narrándolo. La segunda mitad de la novela se entrega a una narratividad irrelevante, porque lo bueno, lo verdaderamente vivo y novelesco, estaba antes, en escuchar a personajes que salen de un encierro para entrar en otro.

Nada de eso significa que no hayamos disfrutado la novela, esta y las otras tres que dice que ya tiene escritas y las otras cinco que dice que va a escribir, hasta que cumpla los noventa años, en su estudio de Argüelles, conviviendo con personajes que lo vienen a visitar a su camarote intemporal y atizándose un paquete de Camel cada día, qué envidia. Qué envidia de cabeza, Pombo, qué envidia de prosa, qué envidia.


Álvaro Pombo, El exclaustrado, Anagrama, 2024, 228 p.

8.10.24

Biblioteca Enrique Romero Ena


A mediados de los años 70 mis padres compraron un terreno en la vega del Guadalaviar. Eran unos cuellos con bancales cerca de una granja abandonada y de una pequeña masía o casa de recreo, entre las acequias del Cubo y de Valdeavellano, que había pertenecido a las antiguas dueñas de la partida y donde poco tiempo después se instalaron Chelo Férriz y Enrique Romero, y donde Enrique, el hijo de ambos, dio sus primeros pasos. Era una casa como de cuento, con paredes blancas y columnas de ladrillo macizo en las esquinas, en las jambas y en los dinteles. Al piso superior se podía acceder desde el interior de la casa pero también desde la parte trasera, que se veía desde el camino, a través de una escalerilla que comunicaba con una puerta sobre la que había un letrero de chapa, con letras en relieve azul sobre fondo blanco: «GABINETE DE LECTURA Y BIBLIOTECA».

Tendría yo, no sé, igual catorce años cuando le dije a mi padre, que conocía a Enrique, que le preguntase si podía ver su biblioteca. Enrique había sido profesor de mi hermana en el Ibáñez Martín, y luego de algunos amigos míos en la Escuela de Maestría. Una y otros contaban historias fascinantes para un zagal como yo que estaba empezando a descubrir su amor por la literatura. El joven profesor Enrique Romero era entonces un emblema de modernidad libresca. Las autoridades educativas, bastante resecas todavía, le habían pedido que no diera clase con pantalones vaqueros, de modo que Enrique se encargó un traje con chaqueta y chaleco, todo, por supuesto, de tela vaquera. Eran los tiempos en los que el país entero estaba despertando, cuando en los institutos se empezaban a abrir las ventanas de par en par, aunque fuera invierno, para respirar lo que antes era solo imaginable, y profesores como Enrique enseñaban que lo que parecía extravagancia no era más que sentido común, algo peculiar si se quiere, pero igual de sencillo y natural.

De modo que fui un día a su casa de Valdeavellano con mi padre, y Enrique, encantador desde el primer instante, me recibió con su atuendo decimonónico, ya no vaquero, más bien como sacado de una novela de principios de siglo, con su chaleco y su pajarita y su reloj de leontina, la pipa humeante y la sonrisa afectuosa. Si cierro los ojos puedo respirar aquel aroma, el de la leña de la chimenea y el del tabaco de pipa (Erinmore, que yo fumé tiempo después) y el de la madera de las estanterías, que tantas veces olería luego en librerías de viejo de Londres o de Dublín, y sobre todo el de los propios libros, paredes enteras cubiertas de tomos antiguos y recientes, un festín para la mirada que sólo puede comprender quien haya amado vivir entre libros. Y allí, en la planta superior, en el gabinete de lectura y biblioteca, Enrique tenía su mesa de despacho antigua, su colección de relojes de bolsillo, de pipas y de estilográficas, sus lecturas empezadas, su vade de cuero viejo, y yo me senté por primera vez en un sillón de orejas frente a su escritorio y hablamos de las inquietudes literarias de un chiquillo, y allí empezó una amistad que ha durado casi medio siglo, hasta que su corazón ha dejado de latir.

Enrique dejó aquel rincón ameno de Valdeavellano y se trasladó a Sagunto, y yo salí del nido y me marché fuera a estudiar, y desde el principio comenzó entre nosotros una relación epistolar que guardo entre lo más valioso de mi juventud. Me recuerdo preparando exámenes en Salamanca cuando llegaba carta de Enrique, siempre en sobre color sepia, siempre en pliegos verjurados, siempre escrita con estilográfica, a veces con la tinta «aguachada», como decía él, si acababa de limpiar el plumín, y de inmediato lo dejaba todo para contestarle y de paso ir dejando constancia de mis vivencias y mis inquietudes, de mis lecturas y mis pasiones, también en pliegos y también con pluma, porque ya había decidido cuál era mi modelo vital, la isla de libros en la que, tarde o temprano, quería vivir.

Bastante antes de jubilarse como profesor, Enrique y Chelo compraron una casa en El Toro, que rápidamente, con el exquisito gusto de Chelo y el vivir libresco de Enrique, se convirtió en un refugio de sosiego y bienestar. Cada vez que volvía de Madrid iba a visitarlos, a charlar un buen rato y a disfrutar del ámbito de quien construye su existencia sobre un sueño literario. Enrique iba al pueblo todos los fines de semana, y allí abrió y se ocupó durante años de la biblioteca pública. Recuerdo cómo me contaba en una carta que nada más ponerla en marcha hubiera deseado que se llamase Biblioteca Julio Caro Baroja, pero que, por unas cosas o por otras, su excelente idea no llegó a cumplirse. Don Julio era otro de los referentes que compartíamos, junto con don Antonio Machado, cuya obra Enrique se sabía de memoria. Lo recuerdo citando el Juan de Mairena, sentado en su sillón giratorio, y detrás, colgada en la pared, una elogiosa carta manuscrita de don Rafael Lapesa, profesor suyo en Madrid, que Enrique tenía enmarcada y que daba idea del tipo de estudiante que tuvo que ser. Ahora, espero que a no mucho tardar, la biblioteca llevará su nombre, BIBLIOTECA ENRIQUE ROMERO ENA, y la verdad es que no se me ocurre mejor homenaje a quien hizo de los libros un mundo amable donde se respira lo mejor de cualquier tiempo pasado.

A mí se me va un amigo querido. La vida va sombreándose de muerte, como en el final de Guerra y paz. A Enrique confié mis proyectos literarios y pedí opinión sobre cuanto escribía. Él fue quien se ocupó de las gestiones para que yo publicase mi primer libro, y por supuesto quien lo prologó y lo presentó, de punta en blanco, con su pajarita inglesa, su pluma Montblanc Bohéme y un reloj dorado que puso encima de la mesa para que su alocución no se alargase con su delicioso sentido de la amenidad. Alentó mis sueños, escuchó mis devaneos, quitó hierro a mis zozobras, en decenas de cartas donde comentábamos las últimas lecturas, las noticias de un mundo que bullía, los gozos, las ilusiones, y de paso me enseñó que cada cosa tiene su nombre, y que la belleza en la escritura nace de la precisión al elegir las palabras y la naturalidad al ordenarlas. Me queda el consuelo de haber creado yo también un mundo aparte, un poco a semejanza del suyo, y de haber conocido a quien me enseñó lo más importante de mi trabajo de profesor, contagiar el amor por la lectura y enseñar a que cada cual sepa expresar lo que siente, aunque solo se dirija a sí mismo. De él aprendí que un profesor se gana el respeto del alumno con delicadeza en el trato y honestidad en el trabajo, y que siendo diferente también se enseña a ser libre. Ojalá pueda llevar un libro mío a esa biblioteca de El Toro, felizmente rebautizada, y compartir con los suyos las mejores páginas de nuestra amistad.

5.10.24

La escena desconcertante


Antes de que se publicara en España la fabulosa Memorial del convento, Saramago triunfó en nuestro país con su novela inmediatamente posterior, El año de la muerte de Ricardo Reis. Leída casi cuatro décadas después, uno toma conciencia de lo mucho que influyó en la novela española, en algunos autores (Muñoz Molina) más que en otros, hasta el punto de que podría decirse de él lo que dijo Luis Landero para defenderse de quienes le criticaban el garciamarquismo de Caballeros de fortuna, que García Márquez había «colonizado nuestra lengua». Al menos la literaria, y en cierta, quizá, más restringida forma, Saramago hizo lo mismo con Ricardo Reis.
    Esa influencia llegó al qué contar y también al cómo contarlo, novelas de trama mínima, adecuadas hasta entonces para un cuento, acaso una novela corta, y encarnado este esqueleto con episodios secundarios de carácter histórico, digresiones geográficas y culturales, o un sentido de la ambientación histórica en el que un personaje lee los periódicos de la época y las noticias se van empalmando durante un tramo del capítulo. Y todo esto se contaba con lo que pudiéramos llamar una retórica dilatoria, en la que cada episodio podía esperar y cada detalle merecía su demorado comentario. Fruto de los esfuerzos de los años 60 y 70 por desarticular el flujo narrativo, Saramago proponía largos períodos no particularmente hipotácticos, organizados en yuxtaposiciones cadentes y anticadentes que hacían de la prosa un oleaje continuo en el que se mecía el lector hipnotizado por su poderosa corriente y su espuma poética. Es esto, lo que, refiriéndose a sí mismo, Muñoz Molina llamaba «el rigor poético», lo que hacía cuajar elementos que de otro modo habrían podido parecer deslavazados.

La idea, la trama mínima, era en este caso ciertamente original, pero también desconcertante. Por lo primero, Reis vuelve de Brasil cuando muere su creador, Fernando Pessoa, con cuyo fantasma tratará durante los siguientes nueve meses, el tiempo que tarda en formarse un ser humano y el que, según la novela, tarda un fantasma en desvanecerse por completo. Ricardo Reis asiste, desde Lisboa, a los turbulentos años 30, atento a las atronadoras algaradas españolas y a su estallido final, y conoce a dos mujeres, la hija de un notario viudo que viaja para visitar a un médico que intente —infructuosamente— curar a la joven de un paralís en el brazo izquierdo, y Lidia, la camarera del hotel donde Reis se hospeda al llegar a Lisboa (y donde conoce a Marcenda), hermana a su vez de Daniel, un joven marino, revolucionario de izquierdas, entusiasta del Frente Popular español.

Entre estas dos mujeres está la trama, pero también el lado desconcertante de la novela. A través de Marcenda conocemos al doctor Reis, que conversa educado y distante con los millonarios españoles que han huido a refugiarse bajo el ala de la dictadura portuguesa, entre ellos un tal don Camilo en el que quizá alguien habrá visto una discreta puya a otro Nobel de literatura, y eso que, como ya ocurría en Levantado del suelo, ciertas técnicas narrativas que Cela usó en San Camilo 36 de manera deslumbrante le sirvieron a Saramago (y a Muñoz Molina en La noche de los tiempos, lo que son las cosas) para subir la potencia de la prosa cuando se trata de retratar el caos de la guerra. El caso es que Marcenda es lo que pudiéramos llamar una niña bien a la que Reis galantea cortésmente hasta conseguir el tesoro de un casto beso y las renuncias agitadas de una dama trágica. Bien. Es de suponer que es eso lo que había. Pero también es de suponer que alguien como Reis, aun con el desapasionamiento lírico de Pessoa, no trataría a la otra, a Lidia, la camarera, como la trata en la novela. Lidia es el vínculo con lo popular, la imagen con la que ilustrar lo mejor de la gente humilde. Pero Reis se acuesta con ella antes de besarla, ni mucho menos de rondarla, y lo que deja a uno perplejo es cómo, cuando Reis se instala en un piso, la llama para que le limpie la casa, la manda a bañarse porque está sudada de tanto trabajar, se la tira cuando sale de la bañera y luego, sin ofrecerle siquiera que se vuelva a dar un baño, le dice que ya se puede marchar. No encuentro más parangón a esa actitud que la de Torrente, el personaje de Santiago Segura, muchos años después, y es posible que se atenga a los parámetros del realismo social que quiere describir Saramago a través de Lidia, sin tapujos ni paños calientes, pero a uno lo deja un poco descolocado que el mismo héroe que detesta las diferencias sociales, que describe los métodos para mantener contento al populacho y que no escatima desprecio al hablar de los poderosos, sea el que trata de ese modo a una mujer como Lidia. Da la sensación de que Saramago, el mismo que ha creado a esa mujer encantadora, impone al personaje un papel más severo que el que el personaje quisiera tener, como si fuera el juez despiadado que no permite que la inercia de la narración haga navegar la novela hasta puertos más amables. El final, por ejemplo, lógico si nos atenemos al fundamento de la historia, a la idea de la que partió, deja a los personajes condenados a lo que representan, no a lo que son. Reis, el heterónimo de Pessoa, no es más que otro fantasma y su tiempo se termina, pero entretanto tiene la oportunidad de hacer cosas de vivo que sin embargo le prohíbe el narrador.

Estas sensaciones solo se tienen cuando el lector se entrega a un personaje, por más fantasma o heterónimo que sea, porque solo con los, por otra parte, impresionantes frescos del Carnaval de Lisboa, de la delirante peregrinación a Fátima o de los sucesos del Motín de los barcos del Tajo contra el régimen de Salazar, en los que murieron doce marineros, entre ellos el hermano de Lidia, solo con esas páginas maestras no nos habría llevado Saramago hasta el final con el afán del lector que siente y vive lo que está leyendo. Solo con las páginas del Libro del desasosiego y los versos que sirven de diálogo entre Pessoa y Reis (a veces remetidos de modo que alteran un poco el ritmo narrativo, todo sea dicho), no seguiríamos teniendo la sensación de que la novela tiene una intensa fuerza poética, y que Saramago había llegado con ella a una naturalidad de su propia voz que ya no iba a perder, y que a tantos discípulos habría de ilustrar.


José Saramago, El año de la muerte de Ricardo Reis, trad. Basilio Losada, 1985, 357 p.

26.9.24

Naturaleza lírica


Antes de empezar con la clave de bóveda de Saramago que es El año de la muerte de Ricardo Reis, hemos retrocedido a esta colección de relatos de 1978, a medio camino entre el intelectualismo libresco que ya vimos en Manual de pintura y caligrafía y el descubrimiento de la naturaleza, por así decirlo, que iluminaba las, a mi juicio, mejores páginas de Levantado del suelo. Y así, de las seis piezas que componen Casi un objeto, las mejores son sin duda las que se lanzan a la lírica descriptiva como atmósfera envolvente de la fábula, sobre todo la historia del centauro, y las peores aquellas que, en aras de una estructura tan cuidada como confusa, desaparece la frescura que todo relato, a fin de cuentas, debe tener. Decía Poe que la primera norma para escribir un cuento es que se pueda leer —y escuchar— en un sola sesión, como un solo golpe de imaginación. Y ahí es donde, en algún caso, aparece el único defecto que uno le encuentra a veces a Saramago, la prolijidad, el exceso gratuito, aquello de lo que podría prescindirse sin dañar la intensidad ni la hondura del relato y cuya presencia lo lastra de un plomizo regodeo. 
Será por la cercanía —o, más bien, por mi muy limitada cultura literaria—, pero no me cuesta establecer vínculos entre lo que escribe Saramago y otros libros escritos en castellano. Si en el Manual de pintura… la influencia de Cortázar flotaba como el humo de una sesión de Thelonius Monk, aquí es aún más nítida (es decir, más espesa), sobre todo en el relato ‘Embargo’, en el que resuenan títulos tan célebres como ‘La autopista del sur’, ‘No se culpe a nadie’ o incluso ‘Casa tomada’, o en el que abre el libro, ‘Silla’, al margen de que pueda o no referirse a la lenta podredumbre de la tiranía («Cae, viejo, cae»), con ese tono entre científico y filosófico de las andanzas de la carcoma y esa distancia irónica con que Cortázar explica el absurdo de lo más cercano. En ambos casos, y también en el de ‘Cosas’, a esta vena cortazariana se le transparenta la plantilla kafkiana, que llevada al extremo siempre produce efectos muy cercanos al surrealismo. La extraña inconsistencia de la realidad es un trasfondo de pesadilla sobre, en este caso, la imposibilidad del sometimiento absoluto de la población, fábula orwelliana que resulta, sin embargo, densa, cargante, innecesariamente prolongada.

Pero hay otro autor argentino del que no es difícil acordarse leyendo cuentos como ‘Reflujo’ y, sobre todo, ‘Centauro’. En ‘Reflujo’, que por otra parte nos recuerda a El testimonio de Yarfoz, novela de Ferlosio que se publicaría casi diez años después, la idea es el negocio de la muerte con la excusa de su desaparición de la vida pública, la construcción de un perfecto cementerio que, como diríamos ahora, interactúa con la realidad más o menos viva que lo rodea, y eso que es un cuadrado perfecto. También aquí el rey muere no sin antes darse cuenta de que ni se pueden poner puertas al campo ni a la muerte ni a la vida, ni mucho menos a su gran proyecto funerario. Aquí la gracia está precisamente en la poca sangre, en la frialdad arquitectónica de la narración, en el engranaje intelectual de la fábula, en el brillo del acero con que da la sensación de que está escrito.

El otro relato evidentemente borgiano es, decimos, ‘Centauro’, el mejor del libro si no fuera por un final en el que la blanditia viene a estropearlo un poco, porque después de tan hermosa y potente narración la cosa naufraga en una escena que más parece sacada de un King Kong en blanco y negro que del elevado clasicismo en el que se inspiraba. Salvando la sorpresa innecesaria de la naturaleza del protagonista (podía haber dicho que es un centauro en la primera línea y lo habríamos leído con el mismo placer), el arranque del relato es fabuloso, en el doble sentido de traer una fábula clásica como la que trajo Borges con el Minotauro, con esa misma mezcla de fuerza y de malancolía, y en el de que esas páginas son de lo mejor que uno ha leído de Saramago, quien supo ver que en la descripción de la naturaleza también habitaba la más alta poesía. Huye el mito de los hombres racionales que quieren cargárselo a pedradas, se alía con otros mitos (como don Quijote) y debe guarecerse de la ignorancia y la superstición, y se convierte, así, en el último mito, porque 


el mundo transformado persiguió al centauro, le obligó a esconderse. Y otros seres tuvieron que hacer lo mismo: fue el caso del unicornio, de las quimeras, de los hombres lobo, de los hombres con pies de cabra, de aquellas hormigas que eran mayores que zorros, aunque más pequeñas que perros. Durante diez generaciones humanas, este ueblo diferente vivió reunido en regiones desiertas. Pero, con el pasar del tiempo, también allí la vida se volvió imposible para ellos y todos se dispersaron…


    El relato pierde parte de su grandeza en ese final con dama del bosque en el que chirrían un poco esas costumbres tan de la época de sacar mujeres «completamente desvestidas», y adornarlas con descripciones de su desnudez que suenan más a macho tecleante que a personaje mitológico. ‘Centauro’ es, insisto y en cualquier caso, lo mejor del libro, el relato que más se aleja de la prolijidad y al que menos agrava el mensaje, que en este caso no es una queja contra la persistencia del absolutismo sino un lamento por la muerte de la fantasía.

El libro se cierra con otra versión moderna de una fábula clásica, en este caso, al menos en parte, y sin trágico final, de Hero y Leandro, adobado con un recurso narrativo muy de aquella época, también en España, la descripción brutal de la castración de un cerdo, sin ahorro de sangre ni de costumbres tan bárbaras como darle de comer al animal sus propias criadillas. Contrasta la escena con el amor adolescente de los dos muchachos en el río, que precisamente se disponen a gozar de lo que al cerdo le han quitado. Digo que es muy de la época porque semejantes rústicas barbaridades quedaban muy bien en relatos y cortometrajes, un surrealismo de aldea que por lo visto es menos localista de lo que yo pensaba. 


José Saramago, Casi un objeto, trad. Eduardo Naval, Alfaguara, 2022 (=1978), 162 p.

24.9.24

Florida voz


Muy cerca del final de Levantado del suelo, en la página 402, Saramago deja caer un «florido mayo», como aquella novela de Alfonso Grosso que se añadió a la lista de versiones joyceproustfaulknerianas que en España había iniciado Martín Santos con Tiempo de silencio. Fueron años de monólogos interiores, de mezclas de voces y cansinos barroquismos, esa paradójica elevación a un cielo plomizo de las más terrestres pasiones. No sé si Saramago lo cita adrede o no, ni si su trato con la novela española de la época (la suya es de 1980) daba como para establecer ahora conexiones, pero es difícil no hacerlo, no ya con la generación de las melopeas de conciencia, sino con otra, anterior y en principio distante de lo que representó en España Saramago, la generación del Delibes de Los santos inocentes, que solo es un año posterior a Levantado del suelo, o la del Cela de San Camilo 36, al que tanto nos recuerda la parte final del libro, ese ritmo, esa forma de yuxtaponer voces distintas, sentencias amargas, verdades frías. No creo que Delibes leyera esta novela, a pesar de que se publicó un año antes de que saliera su preciosa historia, que a veces, leyendo a Saramago, suena como «el gran grito de milana solitaria» en el jornalero que el señorito latifundista trata como a un perro, o peor, en el lacayo que tiene que cargar a las espaldas el bidón donde los señores hacen puntería, para que cuenten los agujeros, y luego echárselo otra vez a las espaldas para dejarlo en el mismo sitio y que los otros sigan disparando. O como Juan Maltiempo contando los días de aislamiento, en «una aritmética inventada por locos, se pone uno a contar, uno, tres, veintisiete, noveta y cuatro, y al final el error es nuestro, sólo han pasado seis días». Son meras coincidencias porque no puede haber leído el uno lo del otro, pero el tema es el mismo, el latifundio inhumano, la geórgica triste y hermosa de los jornaleros, como esa congeries de labores del campo (p. 110) que el narrador remata con un «santo Dios, qué montón de palabras, tan bonitas, palabras que enriquecen el léxico, bienaventurados los que trabajan» con el que, de paso, menciona la esencia del género, la elevación de lo humilde, la exquisitez de las penurias, la hermosura dolorosa de los trabajos y los días. 
Estaba, en cualquier caso, en el ambiente, en la época, en el florido mayo de las técnicas narrativas, de los cambios de narrador y de los largos periodos sin nexos subordinantes (cosa que luego tanto hará Marías), rematados muchas veces con una cláusula afilada con ironía, lo que también huele al Cela de aquellos años y, lo que son las cosas, reaparecería luego en Muñoz Molina, uno de los autores que más lo han detestado; curioso puente el que, sin querer, claro, tendió Saramago entre los dos. Y también estaba en el aire la misma estructura del libro, tres generaciones de Maltiempos/Buendías, desde el borracho Domingo («bebiendo se huye más»), cuya mujer, Sara, tiene algo de Úrsula, al sobrio Juan y el levantisco Antonio, con «amores contrariados» y bravas mujeres como Gracinda Maltiempo, la esposa de Manuel Espada, que va con él a encabezar la rebelión porque «ya no hay quien retenga a las mujeres» (p. 368), que han pasado de la sumisión supersticiosa y animal a la lucha compartida y al respeto, del mismo modo que Portugal pasa del latifundismo de los años 20, de todos los Norbertos y Robertos y Adalbertos que, como en España, dejaban perder las cosechas para castigar a los jornaleros cuando reclamaban algo tan escandaloso como trabajar ocho horas, a los militares vueltos contra el apolillado Salazar, que metieron un clavel en el cañón de sus fusiles. Y no faltan las historias tan crudas que parecen fantásticas, como la del hijo y el padre obligados a pelearse para regocijo de los guardias, e historias fantásticas que sin embargo son ejemplo del realismo imaginativo que tan bien había empleado, por ejemplo, Delibes en Las ratas, como son las formas de cazar conejos apuntándoles a las orejas o las andanzas míticas del bandolero Gato, que no son tan fantásticas porque «los hombres están hechos de tal modo que incluso cuando mienten dicen otra verdad» (p. 339). Hay, sí, un realismo discretamente fantasioso, oculto en el torrente poético de la crudeza y el testimonio de la rebelión, pero un aire que no tiñe, que solo de cuando en cuando va perfumando de garciamarquismo alguna que otra página y deja un rastro de almendras amargas.

Se dice que fue este el libro en el que Saramago encontró la voz, la integración de los diálogos en el flujo de la prosa con el solo expediente de una letra mayúscula, el constante ir variando los tonos y los narradores (aquí hasta la patria habla en primera persona) y el segmento poético, con versos hernandianos, «la sangre protestaba insatisfecha»  (aparece en la novela un Miguel Hernández «de Fuente Palmera», igual que un buen samaritano llamado Ricardo Reis), o alejandrinos que no irían mal en una geórgica, «se levanta de repente una perdiz silvestre», y que supongo que en portugués suenan tan bien o más que en la traducción de Basilio Losada.

Levantado del suelo es la novela del latifundio, de las hormigas que por fin levantan la cabeza, de los peones que se ponen de acuerdo y dicen que no, de los pobres que sufren palizas de muerte pero son leales a un destino compartido por el país entero. Cuando esta novela se publicó, hacía solo seis años que las fuerzas armadas portuguesas habían derribado el régimen de Salazar y una dictadura tercermundista que llevaba medio siglo sometiendo a sus ciudadanos, de manera que hay un júbilo final, un epinicio apoteósico, una sinfonía de esperanza en el remate de un libro que es un testimonio. Tiene su gracia que Saramago se dejara de intelectualismos herméticos y se abandonara en brazos de la poesía desatada justo para celebrar que en su país ya se podía vivir con dignidad. Es difícil que una celebración de la lucha y la victoria como es esta novela no acarree el lastre del panfleto ideológico. No es así en Levantado del suelo: aquí triunfa la literatura, y quizá sea esa la más alta de sus virtudes.


José Saramago, Levantado del suelo, trad. Basilio Losada, Alfaguara, 2022 (=1980), 436 p.

17.9.24

El mapa fantasma


Lo menos hará diez años desde que el abogado Alfonso Casas me enseñara su colección de reliquias de la batalla de Teruel encontradas por esos páramos pelados. Allí había cascos, tarjetas, insignias, latas de conserva y toda clase de restos de munición que uno pueda imaginar, y solo era una pequeña parte, me dijo entonces, de la magnitud colosal del armamento que unos y otros emplearon para conquistar, defender y reconquistar esta pequeña capital de provincia, la primera que el ejército republicano tuvo bajo su control y la que obligó al ejército franquista a retrasar su entrada en Madrid. Teruel ha sido siempre cruce de caminos, apeadero sangriento, lejos de todas partes y en medio de los más negros destinos.
Alfonso Casas lleva treinta años pateándose trincheras y parapetos, casamatas y nidos de ametralladora, rascando con los dedos en la tierra, en busca de algún fragmento de aquel infierno, al tiempo que va recopilando testimonios de toda clase y materiales bibliográficos: cartas desde el frente, informes oficiales, notas de prensa, cablegramas del alto mando, memorias y estudios que, casi por decantación, han ido dando forma a este estudio.

La batalla de Teruel fue una conjunción de la siniestra parsimonia con la que Franco planteó una guerra de desgaste y aniquilación, y la entusiasta pero mal organizada respuesta del ejército gubernamental. Mientras Mussolini se desesperaba por la calma con la que Franco se tomaba las matanzas, en el bando republicano no había una sólida estructura de mandos intermedios que garantizase una coordinación eficaz. Unos no tenían prisa por terminar la escabechina, y los otros demasiada por alardear de victorias puntuales. Negrín reprochando en Barcelona a Indalecio Prieto, ministro de Defensa, su falta de optimismo es una triste imagen que simboliza un aspecto demasiado importante de lo sucedido. Y uno se espanta al saber que semejante carnicería, en el fondo, no empezó más que como una maniobra de distracción. Entre proteger el paso hacia Levante de las tropas republicanas e impedir el avance hacia la capital de las franquistas, el resultado fue una de las páginas más desalmadas de la guerra civil española, y eso que tuvo unas cuantas.

Casas repasa minuciosamente, con escrúpulo de abogado serio, el transcurso de aquella contienda, desde que el general franquista Rey d’Harcourt asentó sus reales en Teruel después de la sublevación, hasta que el general Varela entró apartando aljezones con la punta de la bota. Entretanto, dos meses de inhumana destrucción, de lucha encarnizada y penurias insoportables en medio de uno de los más duros temporales de nieve que se recuerdan. Quien no moría de un balazo, moría por congelación, o porque se le caía la casa encima, o de hambre y de sed. Y ese es el principal problema con el que se enfrentan los libros sobre la batalla de Teruel, el de reflejar, además de las operaciones bélicas, el espanto inenarrable que tuvieron que soportar los combatientes, muchos de ellos forzados por la casualidad o por la geografía, y, sobre todo, los civiles, masacrados por sus compatriotas, desvalijados por sus iguales, cuando no martirizados por extranjeros a los que, como dijo el otro, nadie había dado vela en nuestro propio entierro. La carta desesperada y con faltas de ortografía, escrita en una trinchera a quince grados bajo cero por un soldado raso comido por las pulgas, vale tanto como la orden de ataque redactada por oficiales bien abrigados en la seguridad de un cuartel general, entre sacos de tierra o muros de hormigón. El mapa del teatro de operaciones (una expresión tan cínica como certera) es igual de relevante que esa lata de sardinas sin abrir que Casas se encontró en un barranco y que, más de medio siglo después, contenía una especie de «paté untoso» no muy distinto al que cualquier soldado de entonces, y la mayoría de los vecinos de la ciudad, se habrían comido con los ojos cerrados y les habría sabido a gloria.

Estos dos extremos, el de los mapas y el de los diarios, el de las órdenes y el de los recuerdos, son los que Casas se propone conjugar en este libro. Sin solución de continuidad se yuxtaponen cuestiones de poliorcética y escenas imborrables, cifras escalofriantes e historias que la transmisión oral ha cubierto con el barniz de la epopeya. Casas nombra a los generales y a los soldados, a los ministros y a los vecinos evacuados; de los unos se ha informado con rigor documental, y a los otros ha ido a escucharlos, se ha sentado con ellos y ha anotado sus palabras. Entre el tratado militar y el ejercicio de historiografía oral, entre Martínez Bande y Ronald Fraser se sitúa, creo yo, el empeño de este libro, que si bien basa su estructura en la cronología de las operaciones militares, también aporta testimonios de primera mano; por algo Casas ha sido también durante todos estos años inmejorable guía de muchos descendientes de figuras ilustres que pisaron el averno, y de mucha figura ilustre cuyo antepasado anónimo se dejó la vida en estas tierras inclementes. Y no soslaya extremos que pudieran connotar un juicio interesado: tanto cuenta el bárbaro escarmiento contra soldados traicionados por su propio instinto de supervivencia como el buen trato que, en general, el ejército republicano dio a los cautivos, y es igual de relevante la firmeza imperturbable de los defensores franquistas que el no menos despiadado trato que sus propios correligionarios les brindaron. 

Uno cierra los ojos y trata de imaginar lo que debió de ser el avance de la caballería del general Monasterio a través de los páramos helados del campo de Visiedo, una visión irreal, fantasmagórica, como el hecho de que tanta gente se sometiera a un sufrimiento tan atroz y a una muerte tan segura. Esos campos entre el Guadalaviar, el Jiloca y el Alfambra ya entonces solo eran visitados por yuntas de mulos que labraban la tierra polvorienta, pero en la cruel asepsia de los mapas eran vías de comunicación, zonas de repliegue, campos de batalla, la guerra como un juego de generales sobre marañas topográficas en las que un hombre no es más que un punto indistinguible en el trazado de una flecha. 

Quizá por eso hay que reprochar, más a la editorial que al autor, el que no haya señalizado más el texto, con mapas que orientasen las descripciones y un índice onomástico que agilizara las consultas. Así uno debe ir cotejando el texto con alguno de esos mapas del ejército que son los únicos donde aparecen rincones desiertos, inhabitables, que sin embargo para un general eran un buen sitio donde hacer que sus tropas se murieran de frío, mapas de la muerte donde solo se ven líneas de ataque.


Alfonso Casas Ologaray, Teruel. El Stalingrado español. Renacimiento, col. Espuela de Plata, 2024, 319 p.

12.9.24

Whisky de los 70



Hará bien el lector que se adentre en la obra de José Saramago en no empezar por el principio, no ya por su primeriza La viuda, que se publicaría en castellano a finales de siglo, sino por este Manual de pintura y caligrafía, que es de 1977, y se nota. Hay libros cuya lectura exige no perder de vista las circunstancias en que fueron escritos, porque de lo contrario pueden parecer un tostón presuntuoso, antes incluso de que al llegar al final el juicio no mejore en absoluto. Si uno ha leído, por ejemplo, Amor en días de furia, la única novela —creo— que escribió el poeta Lawrence Ferlinguetti, esta otra novela de Saramago se comprende mejor, no porque sea incomprensible, en absoluto, por más que divague sobre el utilidad del arte y las relaciones entre la pintura y la escritura, sino porque a estas alturas los personajes que presumen de distancia, que se sientan en el suelo «de espaldas al diván» a escuchar jazz y frecuentan el sexo de capítulo octavo, como diría Cortázar (quien también frecuentó esos personajes), ya nos resultan algo revenidos, pero en su época eran de lo más moderno. Decía Juan Benet que en las novelas de García Hortelano los personajes no hacían más que darse duchas y ponerse un whisky, y con semejante piropo (menos mal que eran amigos) ya sabe uno de qué pie cojea toda la obra de Hortelano. En esta novela de Saramago hay alguna que otra ducha pero sí se ponen vasos de whisky y las sábanas quedan manchadas después de esos encuentros amorosos en los que no hace falta decir nada, y que suenan más a fantasía del autor que a vivencia del personaje. Luego todo se cierra en unas pocas páginas con amores inverosímiles, tramas políticas, encuentros con la policía y el renacer de un hombre nuevo que cuando llega a su casa se da una ducha y se pone un whisky.
En este caso, el protagonista de Manual de pintura y caligrafía es un retratista nada orgulloso de sí mismo («sé muy bien quién soy, un artista de poca categoría que sabe su oficio pero a quien le falta genio, talento incluso») al que una familia de empresarios ha encargado un retrato que el protagonista empieza dos veces y no acaba ninguna, una porque lo tacha y otra porque el cliente no lo quiere, en una escena que da muy bien el tono kafkiano que a veces toma el personaje con ese distanciamiento de impostada seriedad. El pintor escribe, y el escritor escribe sobre el hecho de escribir, «juego con las palabras como si usase colores y los mezclara en la paleta», algo que en los 70 todavía tenía su gracia, y busca el conocimiento en la desfiguración y, como su clientela, él también tiene «ese aire que decimos civilizado, con algunos detalles de intelectualidad y de simplicidad pretenciosa».

Especialmente interesantes son sus viajes por la pintura italiana, por más que ocupen el espacio que uno esperaría que ocupasen los hechos, la narración, algo de lo que ya hablamos a propósito de Memorial del convento, del que aquí encontramos algún detalle premonitorio al hablar de los pájaros de Trubbiani, «construidos de cinc, aluminio y cobre, estas aves de alas largas, sujetas a mesas de tortura, inmovilizadas en el instante anterior al de la muerte…». Mucho arte, sí, y mucho libro sobre otros libros (Robinson, del que cita largos fragmentos, igual que de algún pesado texto marxista, o las Memorias de Adriano, La cartuja de Parma, y, sin nombrarla, claro, la Historia de la pintura en Italia) y mucha autocrítica de espejo deformante, como cuando juzga lo que está escribiendo como páginas «demasiado artificiosas para mi gusto y en las que me dejé arrastrar por no sé qué tentación de virtuosismo loco, contrariando la severa regla que me había impuesto de contar lo acontecido, y nada más». Pero protagonista y autor están más pendientes de la definición por oposición, tan del estructuralismo de la época («Unos y otros separados de mí. Y yo de mí mismo») y de la autoflagelación pretendidamente cínica, como cuando el personaje no se arrepiente de confesar que mientras llevaba a los padres de un preso político a verlo a la cárcel él se excita con la hermana, que va de copiloto y con la que protagonizará un final de amor meloso tan redentor como inevitablemente cursi. 

La novela, en fin, «duró el tiempo preciso para que acabara un hombre y empezara otro», para que desapareciera el pintor mohíno y apareciera el artista comprometido, para que se diluyera el viajero diletante y tomara forma el amante entusiasmado, y uno piensa, al acabar su lectura, que ese deambular por los Museos Vaticanos, ese jugar con las palabras y ver de lejos a los otros era, a fin de cuentas, mucho más interesante que el apaño narrativo de amor sincero y Revolución de los Claveles con que la novela se termina, y no será la última vez.

Pero Saramago es Saramago, y con navegar en su prosa tenemos más que suficiente, por mucho que el retrato quede embadurnado de agorera distancia, culturalismo selecto y, sí, pedantería setentera, con más humo que luz. Y aun así uno encuentra, igual que el protagonista cuando vaga por los museos italianos, páginas que poner en la vitrina, relatos insertados que sin duda deberían figurar en su antología definitiva, en este caso uno que voy a copiar entero porque me recuerda a lo que dice Virgilio de las crías del ruiseñor y a lo que dice Lampedusa de su encuentro con la caza. Aquí ya está, creo, el Saramago crudo y desnudo, destemplado y lírico que luego tanto nos habría de gustar.


En lo alto de un árbol (olivo, para decirlo todo) hay un pájaro. Un pardillo. Abajo, con un tirador en las manos, moviéndose lentamente, un chiquillo. El cuadro es clásico, y el objetivo simple. Ninguna crueldad: los pardillos nacieron para ser apedreados, y los niños para apedrear a los pardillos. Así es desde el principio del mundo, y, del mismo modo que los pardillos no han emigrado a Marte, tampoco los chiquillos se han recogido a conventos, aplastados por los remordimientos. (Cierto es que eso le aconteció al piloto que lanzó la bomba atómica sobre Hiroshima [¿o sería quizá la de Nagasaki?] pero la excepción, esta vez, no confirma la regla.) Dicho esto, tensas las gomas, hecha la puntería, allá va la piedra. Pero el pardillo no cayó. No cayó y tampoco alzó el vuelo. Se quedó en la misma rama, en el mismo sitio, piando de una manera que parecía indefinida, pero que, como se supo más tarde, era de abandono. La piedra le había pasado al lado, arrancando dos hojas de olivo que fueron cayendo, oscilantes, como péndulos de un hilo que ampliamente se fuera distendiendo hasta el suelo. El chiquillo se quedó sucesivamente molesto, asombrado, contento. Molesto porque había fallado, asombrado porque el pardillo no había alzado el vuelo, contento por esta misma razón. Otra piedra al tirador (también llamado tirachinas), nueva y más primorosa puntería, y el rápido ruido de la fricción del aire, el zumbido. Disparada en vertical, la piedra rebasó el árbol y se convirtió en un punto negro que se fue reduciendo contra el fondo azul del cielo, casi en la frontera blanca de una pequeña nube redonda, y, llegando a lo alto, se detuvo un instante, como quien aprovecha para ver el paisaje. Luego, como un desmayo, se dejó caer, decidido ya el punto en que otra vez iba a acomodarse en la tierra. El pardillo seguía en la rama. No se había movido, ni se había enterado, el pobre, piaba sólo y sólo sacudía las plumas. De molesto-asombrado-contento, pasé a sentirme sólo avergonzado. Dos piedras, un pájaro quieto y vivo. Miré a mi alrededor, para ver si alguien era testigo de mi pobre puntería. El olivar estaba desierto. Se oían sólo cantos rápidos de otras aves, y quizá, allí a pocos metros, un lagarto verde, a la entrada del agujero, en el escondrijo de un árbol, me mirara con sus ojos fijos y pétreos, tratando de percibir lo que veía. Voló la tercera piedra, y otra, y otra. Siete u ocho piedras fueron disparadas, cada vez menos firmes, cada vez con más trémula mano, hasta que, sin que el pardillo se hubiera movido, sin que hubiese dejado de piar, una piedra al azar, sin fuerza casi, le dio en pleno pecho. Cayó el ave de rama en rama batiendo las alas, con ese rumor afligido de quien se despide de la elástica firmeza del aire, y acabó cayendo a mis pies, sacudiendo en espasmos las patas y abriendo como dedos las apenas formadas rémiges (rémiges, artemages, esta lengua no es la nuestra). Era un pardillo joven, que aquel mismo día debía de haber abandonado el nido por primera vez, tan joven que aún tenía la boquera amarilla en el pico. Había conseguido reunir fuerzas para volar hasta aquella rama y allí se quedó, para recobrar energías en las alas y en su pequeña alma. Qué hermosas, vistas desde encima, las copas redondeadas de los olivos, y a lo lejos, si vista de pardillo no engaña, aquellos otros árboles que eran fresnos y chopos, plantados en fila, cubiertos de hojas que parecían manitas llamando a alguien o abanicos que hacían nacer el viento. Levanté al pardillo del suelo. Lo vi morir en mis manos en cuenco, velarse primero la pupila negra, luego el párpado casi translúcido moverse de abajo arriba y quedar así, dejando sólo una rendijita por donde la mirada pasó aún, en la última película del tiempo que restaba. Murió en mi mano. Primero estuvo en ella vivo, y luego murió. Volvió a morir en Venecia, preso con grilletes y candados a un banco de tortura. La cabeza, un poco de lado, volvía hacia mí un ojo dilatado de horror. ¿Qué muerte es la verdadera? Viajando hacia atrás en el tiempo y desplazándose entre tanto en el espacio, sobre Italia y Francia, y España, o planeando, muerto, sobre las aguas rejuvenecidas del Mediterrá-neo, el pájaro de Trubbiani, de cobre y aluminio, fue a posarse en la palma de mi mano, a ocupar el lugar del cuerpo aún tibio, pero ya enfriándose, del otro pájaro asesinado. En el olivar caliente y callado, el niño empieza a distinguir que los crímenes son y tienen dimensiones. Se lleva a casa el pardillo muerto y lo entierra en el huerto, junto a la valla adonde no llega el azadón: un túmulo para la eternidad.

José Saramago, Manual de pintura y caligrafía, trad. Basilio Losada, 2022 (=1977), 286 p.