29.3.16

Acérrimo del cante


La poesía nace de los límites, de la presencia permanente de lo que no se puede hacer. El poeta se sobrepone a esas limitaciones, cuya ausencia, por otra parte, daría para un manual de psiquiatría o de geografía descriptiva, pero no para un poema. 
Con la novela sucede algo parecido. Suele ser más poética cuantos más límites asume. Por eso El Jarama es una novela lírica, por ese sometimiento. En las normas de El Jarama no puede escribirse, por ejemplo, el verbo soler, porque su enunciación implica un conocimiento mayor del que se puede ver en una situación presente. No puede explicarse la historia de las cosas porque las cosas no llevan un cartel donde se cuente su historia, y como con eso con todo lo demás: frases como “alguna vez lo había visto”, “llevaba unos días sintiéndose mal”, “cruzaron el puente del siglo XIII”, etc., etc., están vedadas al narrador, y solo son posibles en el marco del diálogo, que a su vez no puede ser capa de nada que no tenga que ver con el personaje que lo dice y con la situación en la que lo dice, que no suele ser una conferencia pronunciada ante unos espectadores sino una conversación sinuosa y desustanciada. Afortunadamente, los personajes de la vida real chismorrean los unos de los otros, esa gatera por la que se cuela la narración pura y sin más límite que su oralidad.
Para el narrador principal quedan solo el manual de geografía, no el de psiquiatría, y siglos de literatura. Para el diálogo queda lo que uno quiera siempre que sea verosímil. No es verosímil decir: “he esperado muchos años para decirte esto”, pero sí “pues mira, no pensába decírtelo pero te lo voy a decir, que bastantes años me lo he callado”. Cada intervención debe ser audible, reconocible como parte del hablar, no como diálogo de película. Creo que fue Saura el que intentó adaptar al cine El Jarama y desistió, he leído, porque las circunstancias socioculturales habían cambiado ya en los años sesenta. Nanay: esos diálogos no se pueden cortar ni resumir. Su grandeza se nutre de su extensión, de la sensación de tiempo hablando, escuchando una conversación ajena. La sensación de realidad está precisamente en la escasa densidad informativa de los diálogos, que muy de cuando en cuando aportan algún dato narrativo de los personajes, tampoco demasiado importante. La concentración de significado que exigen los diálogos teatrales disiparía esa sensación de tiempo, lo convertiría en una historia llena de momentos importantes. 
No, El Jarama no está hecho para el cine. Su realismo es literario, intrasvasable. Los cosas lucen la belleza sobria de quien las nombra, no de quien las ve. Un juego de la rana entre lugareños de los años 50 en un ventorro de San Fernando de Henares no es tan hermoso como cuando Ferlosio lo describe con apariencia de extrema exactitud. Entre lo uno y lo otro está ese algo que pone el artista, y que en esta novela es espléndida y absolutamente verbal. 
Aquello del realismo cinematográfico no tenía sentido, pero tampoco lo del realismo objetivo, porque tampoco lo es. Ferlosio está tan presente en El Jarama como Cela en La colmena, pero no es lo mismo el humor solanesco de Cela que la exactitud sibilina de Ferlosio, su oído superdotado. Eso de “acérrimo del cante” es lo que decía un compañero mío de estudios bastante guasón cada vez que conocía a alguien aficionado al flamenco. Era una cita de El Jarama, dicha por un pueblerino que oiría cantar flamenco en alguna venta cuando era joven, y desde entonces se quedó con la afición como un rasgo original de su personalidad que subraya con palabras cultas y un precioso heptasílabo en el que se ve el gesto al decirlo de la cara, a la distancia precisa de la ironía con que lo dice Ferlosio, para que se la pueda ver limpia de sarcasmo, en buen castellano, con pinceladas claras, elevada a una belleza que desautoriza toda crítica y muestra una verdad difícil de glosar, sencilla y contundente, profundamente humana. 
Y así todo el rato. El único episodio novelesco en el sentido de excepcional, no de inverosímil, es el ahogamiento de Lucita, cuyo relato nos  sobresalta porque imprime una intensidad trágica que no es la que nos había ido transportando por la novela, una hermosura incómoda que más allá de aportar el lado trágico de la existencia nos estropea el dulce fluir de la vida. Más que ninguna otra vez he sentido esa muerte como un inconveniente, un claro de palabras mayores en medio de un bosque fluvial de episodios mínimos, crispados y con su punto de bárbaros, porque la gente no hace más que discutir en unos términos que ahora consideraríamos inaceptables: las pullas sangrantes al inválido Coca-Coña, la bronca de la Justa y el novio, representante de botones; los malos modos del borrachuzo Daniel con sus compañeros, las mezquindades, las bromas pesadas, las palabras gruesas. Todo forma parte de una normalidad que convive con su condición cruel, esa “banalidad” que los críticos se empeñan en subrayar y que yo no veo por ninguna parte. 
Porque llaman banalidad a lo que es la vida, entonces y ahora, con franquismo y sin él, del mismo modo que yo motejaría de novelesco, pinturero y falso el extremo de lo excepcional. Vivimos con la gente, la escuchamos, somos testigos hasta cierto punto comprensivos. Los muchachos nos parecen egoístas y primitivos, y las chicas resabiadas o bobaliconas, dueñas de sus novios, en actitudes con las que la vida las ha impregnado. Cuando estamos con los otros solo a medias somos nosotros mismos: nos vemos obligados a un papel sin pensamiento, a la improvisación permanente y a la lucha perdida entre nuestras intenciones y la naturalidad de nuestra lengua. Hablando somos siempre un resumen injusto de nosotros mismos, una mezcla de lo que quisiéramos decir y lo que nuestro papel en el mundo nos hace decir. La realidad es cómo encajan las bromas, cómo se entregan al vino, cómo llevan los cigarrillos con cuentagotas, cómo juegan al dominó, cómo la dueña rescata al conejo de los bárbaros del merendero, cómo la mujer del taxista está obsesionada con que se cambie el coche, y cómo el marido los hace esperar, a ella y a los hijos, mientras cae la noche. ¿Es eso banalidad? ¿Hay alguna frase en El Jarama que no encarne el espíritu de quien la pronuncia?, ¿alguna afirmación que no contenga una pregunta? ¿Hay en El Jarama alguna línea sin emoción?
No sé dónde ven los críticos la banalidad. A mí se me representa como el método Acme, el más difícil todavía, usar las armas que podría usar cualquier guionista, pero dejar a la gente que se exprese, dejarlos en su realidad no excepcional, escucharlos un buen rato, sin que aporten ninguna información narrativa, hasta que aflore su alma. Porque el hecho de que transcurra en los 50, en la España gris, no tiene por qué prejuzgar el sentido de la novela. No me imagino yo que un relato actual según el mismo método arrojase resultados más polícromos. Antes no tenían un duro ni perspectivas de tenerlo y ahora casi tampoco, pero cuando lo han tenido no han sido capaces, en grupo, en conjunto, hablando solamente, de ser menos primitivos que en los 50 o que en los 20. La gente es así. Cambian las tonalidades de las épocas, pero no su esencia resentida y avariciosa, lo cual tampoco convierte a El Jarama en una lección moral. La moral también está prohibida en la buena poesía. Si es buena es redentora, precisamente porque no pone paños calientes. Los malos poetas no abandonan el sermón, y los malos críticos tampoco.
El Jarama es ahora una invitación a cierto método pictórico, no cinematográfico. La dichosa desaparición del autor sirve sobre todo para estar en lo que se celebra y dejarse de frases o de ir pensando por escrito. Este gran monumento al castellano viene a probar que la literatura es resultado, no proceso. O, en todo caso, y valga la expresión, ‘resultado en marcha’. Los únicos peros razonables en materia de narración proceden precisamente de ahí, de lo indeclinable del proyecto suceda lo que suceda, del sometimiento a un mismo ritmo por más que la narración se tense al llegar a su final o despliegue las ruedas para aterrizar. En mitad del drama de Lucita, el desagradable Coca-Coña sigue metiéndose con todo bicho viviente, hurgando en sus defectos, en medio de una charla, digamos, de filosofía popular que nos parece anaclásica porque la acción ya se ha desatado. 
Pero no es algo privativo de Ferlosio sino de su época. Cela no cambia el rictus ni el paso hasta que no pone el final, que podría ser ese o cualquier otro. Y eso de acabar una novela como el que levanta la aguja de un tocadiscos no solo lo hizo también, a su modo, Delibes, sino todos los retro-vanguardistas que vinieron después. De manera que la única faceta defectuosa, creo yo, es haber servido de coartada para muchos que no sabían armar un buen final. Un buen final es aquel que deja la sensación de que ya no merece la pena decir nada más, pero que todo lo anterior era imprescindible. Y eso, a pesar de lo que, por las mismas fechas, practicaban los franceses, no tiene nada que ver con un argumento clásico o moderno, sino con la sensación que deja la lectura. Coca-coña es el enfermo que hace bromas sin ser consciente de que ha muerto su compañero de cama. El argumento sería solo el muerto, pero la vida es lo que persiste a su lado. Ferlosio ensombrece el final con un aire sentencioso a veces un poco prolijo, y sin embargo esa prolijidad ha sido siempre una marca de la casa, la huella de un estilo. Ferlosio sabe que el estilo es lo inevitable, y que, si uno tiene inclinaciones pervertidas, lo mejor que puede hacer es insistir en ellas hasta que suenen a obra de arte. En eso, como casi todo lo demás, Ferlosio es un maestro.
Hacía más de una década que no leía El Jarama. La primera lectura (o tempora, etc.) fue cuando estudiaba COU. Un trabajo consistía en estudiar su español coloquial con la ayuda de clásicos de la filología como el de Werner Weinhauer. Reconozco, pasado el tiempo, que a mí entonces el que me privaba era Cela. Consideraba El Jarama una novela escrita con prosa de secano, lejos del fragor jugoso, siempre algo gallego de don Camilo. La mala leche de Cela me llegaba antes que las sutilezas de Ferlosio. Pero había entre los dos un punto en común, ese “acérrimo del cante” que es como los hectómetros de que habla el niño de Casasana en el glorioso Viaje a la Alcarria: un pájaro cogido al vuelo, un compás lleno de matices que solo el artista sabe oír. Cela continuó hasta el absurdo su programa de minuciosidad indeclinable, cada vez más plana, más sin principio ni fin, y por tanto sin necesidad de ser leída con algún tipo de orden. San Camilo 36 fue, nos pongamos como nos pongamos, su obra maestra. Pero Ferlosio, que en el fondo fue quien inició el método (La Colmena tenía una estructura narrativa mucho más pronunciada y patente), se olvidó de él nada más llevarlo a estas alturas, e incluso, como repiten también los críticos, ha hablado siempre con desdén de aquella epopeya verbal. No lo sé. A mí me sigue fascinando, pero sobre todo marca una pauta que va más allá de una época o de una etiqueta: diálogo y descripción de lo presente, nada más, y la tajante prohibición de lo insólito más allá de las proporciones con que lo insólito se manifiesta en la vida real.
Pero cuando uno, a pocas páginas del final, se topa con el discurso del pastor Amalio sobre los poderes del río, el resultado ya no es lenguaje hablado sino, más bien, épica oral, la misma que luego interpretaría en ese cuento imprescindible que es Dientes, pólvora, febrero; y cuando, poco después, Ferlosio empalma el acta levantada por el secretario con el monólogo angustiado de Paulina, uno asiste a un catálogo de registros tan distintos como conseguidos, que se van acumulando al diálogo despaciado, lleno de puntos muertos, que es de lo que está llena la vida, y a las descripciones de alta poesía. Los versos heroicos, no obstante, aparecen por cualquier parte: “los rostros escondidos en los brazos”, o ese heptasílabo, un poco después, “con el fragor del agua”, que Giménez Corbatón usó como hexasílabo para su más celebrada novela. Por haber hay hasta poesía garciacalvina, porque hay mucho en esta novela de lo que habría luego en el Círculo Lingüístico de Madrid, hasta el punto de que, más que una reflexión sobre la realidad, lo viene a ser sobre la lengua misma, su cambiante superficie, sus destellos plateados, sus ondas sinuosas, sus aguas profundas:

El sol arriba se embebía en las copas de los árboles, trasluciendo el follaje multiverde. Guiñaba de ultrametálicos destellos en las rendijas de las hojas y hería diagonalmente el ámbito del soto, en saetas de polvo encendido, que tocaban el suelo y entrelucían en la sombra, como escamas de luz. Moteaba de redondos lunares, monedas de oro, las espaldas de Alicia y de Mely, la camisa de Miguel, y andaba rebrillando por el centro del corro de los vidrios, los cubiertos de alpaca, el aluminio de las tarteras, la cacerola roja, la jarra de sangría, todo allí encima de blancas, cuadricules servilletas, extendidas sobre el polvo.

2 comentarios:

  1. Espléndido texto, Antonio, éste de "Acérrimo del cante". Sencillamente no pondría ni quitaría una como a lo que dices. Salud!

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  2. ¡Pero qué lúcida es la libertad!
    Un fuerte abrazo.

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