22.6.25

Descenso

 Cuaderno de verano, 2


Estreno el verano con un artículo de hace veintisiete años, y al leerlo me sorprende no haber cambiado de opinión. Sigo detestando los calores, renegando del estío, y quizás el único consuelo sea ese momentáneo detenerse en el punto más alto, con toda la energía potencial de las montañas, antes de ir bajando, acaso demasiado lentamente, como se cruza un desierto cuyas arenas están no más de un grado inclinadas hacia el mar. Quizá se hayan recrudecido las manías, porque antes el ocio era un consuelo y uno pasaba las tardes inmóvil, en una penumbra que apenas dejaba leer, pero al día siguiente no había escuela, y el verano se pasaba entre dos fuerzas opuestas, dos deseos encontrados, el de que se fuera pasando el calor y el de que no se terminaran las vacaciones. Cuanto más joven es uno, más puede el deseo de apurar el tiempo, da igual que haya que moverse por un fluido caliente cuando se sale a la calle, pero las noches son tibias y las bebidas están frescas. Luego, de viejo, la contradicción persiste con términos algo distintos: uno quiere que venga el otoño cuanto antes porque ya todo es un rodar hasta el final sin darle a los pedales, pero también es posible que cada verano sea el último, que no haya mucho tiempo para recordar. El horizonte inacabable de cuando éramos niños y todo eran gritos de alegría en las piscinas es ahora un adaptarse a la quietud. De momento ha habido que cambiar ciertas costumbres. El mismo día del solsticio dimos fin a los hábitos asténicos de la primavera: prohibido quedarse en la cama mientras cantan los pájaros en la ventana. Ahora que no hay más obligación que seguir vivo, uno se adiestra para levantarse al alba, y que el primer trino del mirlo aún medio dormido nos coja preparando ya la cafetera. Hay que reencontrarse con las horas escondidas, volver a esos momentos de alucinación en los que todavía corre una brisa templada. Más que en ninguna otra época del año hay que adaptarse a los rigores monacales, quién viviera en una celda de granito medieval, allá en las asperezas de la sierra, y tuviera incluso que meter las manos en las mangas mientras acude por el claustro frío al coro de maitines. En esto se nota la vejez, en que el calor anima a combatirlo a fuerza de virtud.

21.6.25

De cuervos y paraguas

Cada vez que viajo a Galicia me llevo un libro de Cunqueiro, o dos, y trato de traerme algo nuevo. De su obra ya no creo que falte nada en la sección de mi biblioteca que comparte con Josep Pla y amigos como Néstor Luján o Juan Perucho. Aparte de las piezas literarias, su copiosa obra periodística se ha ido distribuyendo en libros sueltos y no es raro que aparezca un título que incluye lo que ya está publicado en otros, así que, si encuentro una librería decente, busco alguna obra en colaboración o algún estudio más o menos crítico. Este año he ido a retirarme unos días al monasterio cisterciense de Ferreira de Pantón, entre bosques de robles y castaños y viñas de Godello, plantadas en angostos bancales sobre las riberas del Miño y del Sil, y allí no había librerías. Habría que haber ido hasta Monforte de Lemos, una urbe demasiado populosa para mis necesidades espirituales. 

    Esta costumbre nació en el verano del 94, en unas vacaciones que pasamos en Porto Meloxo, cerca de O Grove. Tusquets acababa de publicar Papeles que fueron vidas, una antología de artículos literarios, en el doble sentido de que trataban asuntos de literatura y de que eran en sí mismos gran literatura, que fue la que me hizo ingresar en la cofradía de los lectores de Cunqueiro. Allí mismo, en una escapada a Pontevedra, compré la otra antología que había publicado Tusquets, Los otros viajes, de andanzas reales e imaginarias, siempre literarias, y no me cansé de recomendar esos dos tomos en los años que siguieron. Aún los abro y releo algún capítulo de vez en cuando, tienen ya los lomos cuarteados, como esos libros que nos han acompañado a muchos sitios.

Las ediciones de obras completas de Cunqueiro distinguen entre obra literaria y obra periodística, lo que en su caso no tiene mucho sentido más allá de los géneros tradicionales, porque lo genuino de Cunqueiro (que también anida en sus novelas) es esa deliciosa erudición poética que tanto le servía para un cuaderno de viajes como para un libro de relatos. Es ocioso distinguir entre aquellos artículos sobre Bretaña que escribía para El Faro de Vigo y las curiosidades fantásticas de la Tertulia de boticas; en todo caso sirve para lamentarse de que los periódicos ya no sean bastidores en los que bordar buena literatura y alejarse un poco de la pestilente actualidad, aunque sirvan para recordárnosla.

Uno de esos libros que siempre figuran en las colecciones de relatos pero podrían estar en las periodísticas es La otra gente, con textos que por algo «andaban dispersos por periódicos y revistas» hasta que, como el autor reconoce y agradece, los recogieron Antonio Odriozola y Francisco F. del Riego. La primera edición es del año 75, y este dato es importante porque cualquiera que haya leído las novelas gallegas de Camilo José Cela, o los artículos que reunió en El camaleón soltero, de inmediato se dará cuenta de que ese lenguaje y esa forma de narrar, por más que cuadraban con la estética de Cela, no habrían sido como fueron de no mediar la lectura de un libro como el de Cunqueiro. Las genealogías literarias siempre son territorio tan vidrioso como gratuito, pero en este caso, yo que he leído a fondo a los dos, creo que esta, digamos, inspiración de Cela en Cunqueiro es más que una conjetura. Ahí están el regodeo en la onomástica, que Cela siempre tuvo pero aquí viene con un aire más lluvioso (la misma palabra «mansamente», por cierto); los diálogos breves, sentenciosos, entre bárbaros y resignados, apenas una pregunta y una respuesta para dar ritmo al relato; los comienzos detallados, de procedencias, de parentescos, hasta que aparece el asunto, que suele ser una anécdota supersticiosa, un tomarse en serio un disparate; el utilizar la historia como pentagrama de la prosa, de modo que da la sensación de que todo se añade según la sonoridad más oportuna para los intereses estilísticos… Lo único que no encontramos en Cela es esos finales breves, melancólicos, de intensa pero recatada poesía. Eso es inconfundible marca de fábrica del artista de Mondoñedo.

Las historias, por lo demás, hablan de emigrantes que volvieron confundidos, de almas que se cobijaron en cuerpos de animales, en objetos que se comportaban como personas, cuervos parlantes, paraguas pensantes, historias nacidas entre el sueño y la superstición, que el autor se toma en su más tierna literalidad, como si, más que un desvarío, fuese una forma de ser. El tono fabulístico impregna buena parte de los capítulos: los cuervos dan consejos a cambio de una montera para resguardarse de la lluvia, o guardan el alma de un difunto para reprocharle a su viuda que no siguiera la demanda judicial contra su hermano. Hay un loro que habla francés y un perro que silba, y otro que sólo ladraba a la parte contraria o se hacía los trajes en el sastre, o hablaba en alemán. Los lugareños doman saltamontes o hablan con una trucha viuda, y hay uno que a un cerdo le diagnosticó el prurito de la flor de nabo, y a un gallo lo convenció para que se entendiera con unas gallinas perfumadas que venían de París.

En algunas de estas fábulas también hablan los objetos. Un sombrero charla y se descubre cuando él quiere, y un paraguas encierra el alma de un difunto, al que su mujer reconoció porque tenía la lengua muy larga. La chaqueta de un moro era de oro y se enterraba sola junto al río, aunque no se trata del mismo moro que hacía volar las monedas. Hay un jarro que se emborrachaba y daba tumbos como un cómico bebido, y un tesoro que hablaba y tenía otros amigos también tesoros como él.

Los paisanos que tuvieron que irse de Galicia siempre sufrieron alguna desdicha, aunque se hicieran ricos. Un hermano les birlaba la novia, o se casaban con una bombera que los abandonaba. Otro prometió matar a un tratante pero no pudo convencer a su novia de que no lo había hecho. Sus novias eran raras: una lo tenía todo postizo, precisamente de un amigo del autor que trabajaba picapedrero de catedrales francesas, heridas por bombas alemanas, y usaba pelos de barba de liebre para sacar las esquirlas de los ojos a sus compañeros (práctica de la que, por cierto, Cunqueiro habló también en su Tertulia de boticas). Los había con habilidades raras, sobre todo uno, que fue seleccionado por su aliento para limpiarle las botas al general Weyler, o aquel que le mordió en el cuello a un lobo viejo, o que envió desde Buenos Aires un juego de lengüetas de gaita búlgara. Entre los más sorprendentes (y que a mí me recuerda un pasaje de La España negra de Solana) está ese que trabajaba con un callista, y ponía en el escaparate los moldes de los pies de los clientes ilustres, con callos y sin callos.

Hay, lógicamente, unos cuantos sueños, algunos protagonizados por enanos, que venían a rascar la espalda o volaban gracias a un paraguas pero fuera del sueño se perdían. Claro que quienes los conocieron hacían lo imposible por volverlos a soñar, como comprarse unos anteojos especiales en Valencia o pedirles a un amigo que se los soñasen.

Los enfermos, los curanderos y los muertos tienen, cómo no, su espacio en este libro. A uno se le quedaron huesos sueltos en el cuerpo a raíz de una agarrada que tuvo con un valenciano, un día que comieron pulpo, pero no es el mismo que sentía que se le iban soltando por dentro los botones y quería traspasarle a alguien su enfermedad antes de que fuera demasiado tarde. Otro andaba junto al pie que le faltaba y era de un muerto brasileño que perdió el suyo en un accidente de tranvía. Un relato, espléndido, de esos que sirven como harina echada junto a un libro de Cela para ver de dónde vienen las pisadas, habla del que llevaba una sombra que no era suya, y digo lo de la harina porque aquí también se cuenta, y lo propone un enano, como es sabido que sucede en el Tristán e Isolda. Hay unos cuantos cojos, varios de ellos debajo de un paraguas creciente que al mismo tiempo cobijaba a unas urracas y volvía cojo a quien se pusiera debajo. Uno de estos cojos, además, acabó convertido en cuervo.

Entre las enfermedades más extrañas están la de aquel que se quedó con un brazo más largo cuando alguien tiró de él para apartarlo de un rayo, o la del que perdió un ojo, pero con el ojo perdido veía una serpiente y luego un gallo que lo atormentaban en sueños. Claro que siempre hay vecinos con poderes, gente que saca las muelas sin dolor o tiene en su casa un columpio terapéutico. Hay uno, muy hábil, que les daba cuerda a los enfermos para que no se les parara el tiempo. 

Que a veces no pudiesen curarlos no significa que se quedasen mudos. A un paisano que no sabía leer le tocó pasar un rato todos los días haciendo como que leía el periódico, porque un difunto le daba dinero para que le avisase de que había regresado el Káiser, nada menos. Los difuntos vienen a decirle a sus viudas que no vendan las fincas, o se quedan convertidos en urracas mientras dejen sin firmar un pagaré, que en esto de las cuentas claras no hay muerte que valga. Ni amor tampoco, y si no ahí está la viuda que le ponía los cuernos a su difunto esposo.

Cunqueiro cuenta estas historias con el esmero del ebanista que va tallando las palabras en un tronco de abedul. Bien es cierto que ser gallego es tener ya medio hecha la habilitación para escritor, pero sigue siendo materia de estudio por qué los gallegos, o el gallego mismo, se prestan a un tipo de fantasía que en el resto de la península se va volviendo enteca y realista conforme va desapareciendo la humedad. Luego llega al mar y tiene gracia, pero no magia. Para que se haga la magia con solo ir ordenando las palabras se conoce que tiene que llover a menudo y no verse un camino desde el otro, ni el humo de una chimenea desde la casa del vecino, ni cambiar nunca el paraguas ni pasar delante de un cuervo sin saludar como es debido.


Álvaro Cunqueiro, La otra gente, Destino, 1975, 206 p.



La parada del sol

Cuaderno de verano, 1


Hoy celebramos, por equivocación, la llegada del verano. El verano no empieza hoy, en todo caso es hoy cuando termina. Lo que hoy empieza es el estío, o sea la segunda mitad del verano, que ya empezó hace tres meses. «La primavera sigue al verano, el verano al estío, el estío al otoño, y el otoño al invierno, y el invierno a la primavera», dice Sancho Panza echando mano del sentido práctico. Los agricultores celebraban la llegada de la primavera en San Antón, el verano a finales de abril; por San Juan comenzaba el estío, hasta la recogida del pan y el vino, allá por la Virgen de Agosto; y el otoño se hacía invierno para Todos los Santos, con la siembra del trigo y la recogida del ganado. Esto, más que una división en cinco estaciones, era un modo de orientarse, y tanto más sensato cuanto más efectivo. Pero tampoco era el único. En el Libro de buen amor, del Arcipreste de Hita, encontramos que el invierno va de noviembre a enero, y el verano de febrero a abril; después el estío dura hasta julio, y el otoño termina en octubre.
Don Julio Caro nos dice que ésta es la división que hacían, hasta bien entrado el siglo XVII, los astrólogos y los eruditos, pero la gente corriente seguía distinguiendo tan sólo el invierno y el verano, y estos dos períodos de tiempo eran compactos y describían un ciclo vital autónomo que ahora hemos perdido. En días como hoy, lo que la gente nota, más que la máxima declinación aparente del sol, es la mitad de una breve vida, al menos en cuanto a las expectativas, que terminará cuando haya que sacar de nuevo los jerséis. De este modo, los solsticios serían las mitades, el dejar de subir para empezar a bajar, y los equinoccios los finales, el bajar del todo para lentamente subir. Josep Pla lo explica muy bien: «Los períodos equinocciales corresponden a los momentos de turbulencias cósmicas: a las temperaturas, vendavales, temporales, inundaciones y otros desbarajustes de la ciega e indiferente naturaleza; los períodos solsticiales, en cambio, suelen coincidir con las perturbaciones de la especie: desvarío amoroso, erupciones cutáneas, crisis de fatiga o de tristeza, momentos de frenesí, falta de dinero y sobresaltos cívicos». 

Estas perturbaciones de la especie van incluso más allá del ser humano. Plinio el Viejo dice que para el solsticio de verano algunos árboles como el olivo, el álamo o el sauce le dan la vuelta a la hoja. Los tres árboles tienen en común que sus hojas son glaucas en el envés, sin brillo, pálidas, descoloridas, como si con el estiaje los árboles tuviesen conciencia de que les ha empezado la cuenta atrás, como si se preparasen para ir asimilando su vejez. Entre los animales domésticos tampoco el solsticio es ningún buen augurio. Saben los ganaderos que estamos en el tiempo propicio para capar a los terneros y trasquilar a las ovejas. De los tres modos de castración del ganado que describe Paladio en su Tratado de agricultura, el que más tiene que ver con el solsticio es el siguiente: se ata al ternero, se le tumba en el suelo, se aprieta el forro de los testículos, y cuando se tienen bien cogidos se presiona con una regla de madera. Después se amputan los huevos con segures o hachas incandescentes, de modo que, si se aplica de un solo tajo el filo del hierro al rojo vivo, disminuye la duración del dolor y los berridos del ternero, aparte de que se cauteriza la herida. Si la herida no cauterizase se le tiene al ternero sin beber y sin comer durante un par de días y luego se le frotan las partes con un ungüento de pez líquida mezclada con ceniza y un poquito de aceite. Quizá esto tenga que ver, por otra parte, con la antigua creencia de que los toros no despliegan toda su bravura hasta bien entrado junio, lo que significa que después del solsticio los animales están ya demasiado enteros, o que los efectos del calor les han hervido los instintos. 

Yo me imagino a los antiguos aldeanos saltando las hogueras de San Juan mientras se calientan las hachas para capar a los animales, o practicando esa superstición del fuego que igual sirve para sacar del cuerpo los malos espíritus que para encontrar novio. En casi toda la Europa ritual las mozas tienen que visitar nueve hogueras si se quieren casar antes de que termine el año, y eso se hace precisamente en el solsticio porque si se hiciera en primavera la moza confiaría en que con una sola hoguera ya iba a tener bastante. La juventud vive la vida con más ilusión. 

Pero est e maduro desengaño no termina aquí. Sir George Frazer da noticia de un oscuro escritor medieval para quien el solsticio se celebra siempre con hogueras, con procesiones de antorchas por los campos, como la Santa Compaña, y con la costumbre de echar a rodar una rueda. Según cuenta, los muchachos de las aldeas quemaban las basuras y los huesos de los muertos para conseguir un humo hediondo y ahuyentar a ciertos dragones perniciosos que en esta época del año, excitados por el calor, copulan en el aire y envenenan los pozos y los ríos con el semen que se les derrama. Es, suponemos, el agua envenenada del río que apaga la hoguera que visitó la doncella que se quería casar, más o menos.

No es extraño que en el fondo el solsticio de verano tenga que ver tanto con el sexo y la muerte. Unas visitan el ardor de las hogueras, otros saltan por encima, y a otros los capan o los trasquilan. Que es, por otra parte, lo que suele suceder en la mitad de la vida. En el simbolismo del arte cristiano primitivo, el estío es siempre un hombre que siega, una muerte que recoge la cosecha. El verdadero verano, es decir el que se acaba hoy, es de condición caliente y húmeda, y en esta primera parte del año, como dice Jerónimo Cortés en su Lunario perpetuo, «predomina la sangre», pero no una sangre asesina sino más bien lunar y productiva. Después, ahora, en el estío, todo se va volviendo seco, revenido, con mayor conciencia de acabamiento, de ruina y de sofoquina. El hecho de que las pasiones se despendolen («verano fresco, invierno lluvioso, estío peligroso», que dice el refrán) obedece más bien a un intento de no dejarlas escapar. En verano somos pecadores en decadencia, como el sol, con menos platonismo y menos escrúpulos, y mañana veremos cómo la noche va reconquistando al día y nuestros sentimientos se hacen más aviesos y nocturnos. Lo verdaderamente solsticial no es que el Conde Olinos vaya «a dar agua a su caballo», según el tópico sexual del Romancero, sino que su posible suegra lo mande matar como toque un pelo de la niña. El solsticio no es la holganza con la princesita sino el aviso de la muerte, el tiempo de despabilarse porque los sueños van ya de capa caída. Entre nosotros todávía vive una tradición (yo mismo la practico desde niño) que consiste en lavarse la cara con el rocío fresco de las hierbas la mañana de San Juan, y quizá por una incorregible tendencia al realismo he tendido a pensar que no era por sus efectos depurativos sobre el acné sino por el rito de despejarse, de afrontar con lucidez el largo desierto del verano (quiero decir del estío), esas siestas pegajosas de la conciencia tan propicias para las historias de cuchilladas. Por algo será que las barbaridades tremendistas siempre suceden cuando los asesinos y las víctimas están cegados por el sol. Se avecina un tiempo de situaciones extremas, de tedios infranqueables, de fiestas desbordadas en las que ya nadie se comporta como quisiera ser sino con arreglo a lo que definitivamente es. Los pacíficos sonríen, los brutos traman, los ajenos a la realidad se inhiben, y los desesperados se arrojan, como último recurso, a la corrida de la oportunidad.

Pero eso será mañana. Hoy estamos detenidos en el punto más alto del sol. Solsticio viene de solis statio, el sol detenido, en ese frágil equilibrio que se tiene cuando se termina de subir, tras la última pedalada de vitalidad, y a partir de entonces se baja descansando hasta septiembre y de ahí en picado haci a el frío blanco y el invierno negro. Hoy, aparentemente, es el día de más gozo porque es el día de más luz, el último brote del auténtico verano, pero también molesta por esa especie de síndrome de Stendhal que nos hace agotarnos de mirar lo que resulta obligatoriamente bello. Gracias a un error secular que quizá no sea más que la adaptación de las palabras al medio, nuestro verano es una huida del estío, y por eso vamos de vacaciones en la canícula de agosto, a crear un paraíso con la temperatura del infierno, a chupar el polen de las flores medio secas, a soñar con pétalos acartonados, arrancarlos antes de que los siegue la muerte, cerrar los ojos a la doctrina y formular un último deseo.


(Este artículo apareció en el Diario de Teruel el 21 de junio de 1998, dentro de una serie semanal que se titulaba Las bugonias. La ilustración, como todas las de aquella serie, es de Juan Carlos Navarro.)

9.6.25

La transparencia, Cervantes, la transparencia


Por si termino esta bernardina metiéndome con lo que no me gusta de Muñoz Molina, vaya por delante que El verano de Cervantes es una preciosidad de libro, triste y brillante, en el que la prosa alcanza unas alturas que, a falta de humor, regocijan por lo que deslumbran. Muñoz Molina tiene la rara habilidad de sacar lo mejor de sí mismo de temas que si pocos los han tratado antes es porque resultaban algo manidos. Le ocurrió con el que siempre digo que es su primer gran libro, Ardor Guerrero, sus historias de la mili. No creo que haya un solo letraherido que haya hecho el servicio militar y no haya pensado alguna vez en escribir sus experiencias, y de hecho no hace falta buscar mucho para encontrar en la red largos relatos de gente que estuvo en la mili, pero solo Muñoz Molina tuvo el acierto de componer un libro que ya es un clásico. Algo parecido sucedió, hace no demasiado tiempo, con Volver a dónde, a quién no se le habría ocurrido escribir sobre los días de la pandemia, pero qué pocos llegaron a esa síntesis tan hermosa de diario y testimonio, si es que hubo alguno. Y algo parecido le ocurre ahora. Cualquier lector del Quijote al que también le guste escribir se ha imaginado un diario de lecturas, una temporada de anotaciones, un ir leyendo un capítulo diario y apuntar las impresiones y los pensamientos, la vida que pasaba por delante mientras estaba enfrascado en la lectura. Pues Muñoz Molina lo ha vuelto a hacer, ha ido a buscar en lo que todo el mundo se imaginaba pero muy pocos han sido capaces de plasmar. 
    Los tres libros que he citado (quizá junto a Ventanas de Manhattan, un libro que me desagradó por otros motivos), están, creo, entre lo mejor que ha escrito, lo que da para otra constatación menos halagüeña: el mejor Molina es el que se aleja de la ficción y se retira a sus cuarteles de paseante, a sus inviernos íntimos. Después de La noche de los tiempos, que me pareció un despropósito de novela, dejé de leerlo sin darme cuenta de que era esa vertiente narrativa la que me parecía fallida, porque la otra seguía gustándome como cuando leí Ardor guerrero con deslumbramiento juvenil. El gran escritor que reconozco en sus ensayos autobiográficos, en los que su potente prosa fluye como un río de aguas bravas, me resulta pesado y mortecino en sus novelas, como si apuntalara la falta de imaginación con un torrente de palabras. La razón, me temo, tiene que ver con Cervantes.

Mientras disfrutaba estos días del libro, 156 capítulos de variada extensión entre los que se alternan admirablemente las reflexiones sobre el arte de narrar con las experiencias infantiles, la vida del lector con la del niño que empezó a leer y los paisajes intuidos en un libro con los vividos en una infancia campesina, hice algo que por regla general me tengo prohibido: buscar en Youtube una entrevista con el autor. No lo hago porque los libros que me gustan suelen parecerme por encima de sus autores; dicho de otro modo, porque no me acabo de creer que alguien tan soso haya escrito un libro tan bueno. En este caso era una fastuosa presentación organizada por la Fundación Telefónica, nada de aquellas discotecas de pueblo de ambiente fétido a las que le obligaban a ir cuando ganó el Planeta con El jinete polaco. Ahora se trataba de una charla con su mujer, la escritora Elvira Lindo, quien dijo algo con lo que dio en el clavo, pero en sentido contrario: dijo que lo que admiraba de la literatura de Muñoz Molina era «la transparencia», la claridad, algo así como la facultad de llamar a las cosas por su nombre. Y yo pensaba al escucharlo que eso está bien para ensayos como este, en el que la prosa avanza impetuosa y no hay nombre al que no acompañe su adjetivo, y cada frase guarda el ritmo como si al escribir llevara un metrónomo en las gafas que al tiempo que le marca el compás le avisa para que no repita los fraseos. 

Estamos de acuerdo en ese sentido de la transparencia, pero es que hablamos de Cervantes, el rey de la transparencia, pero de otra transparencia, no la que hace falta solo para nombrar las cosas sino la que se necesita para escribir una buena novela, la transparencia de vivir en la historia y escuchar a sus personajes, no a su autor. La prosa de Muñoz Molina tiene tanta personalidad, por así decirlo, que es imposible perder de vista ni un momento a quien la ha escrito. En sus novelas nunca veo a personajes haciendo o diciendo sino a Muñoz Molina escribiendo en su cuarto; no escucho los ruidos de la calle ni los susurros de los amantes sino las teclas de su ordenador. Las galas impecables de su prosa encubren la necesaria desnudez de un buen relato, por complicado que sea. Se pone por delante de sus personajes, por mucho que los escuche, que ande tras ellos, o que, como dice con frecuencia en este libro, vaya conociendo el argumento mientras escribe. Todo lo que dice del arte de narrar es cierto, que Cervantes aprendió a contar mientras contaba, que lo que en la primera parte es un inventario de material sobrante muchas veces, en la segunda es una solvencia que ni siquiera necesita de acontecimientos, ese ideal de novela semoviente al que aspiraba Flaubert y que, según se dice aquí, es posible que alcanzara en La educación sentimental. Todo eso es cierto y Muñoz Molina se baña en esas aguas claras siempre y cuando no tenga que inventar. En los ensayos da igual que se deslice algún descuido, algún pasaje repetido, o la insistencia con la palabra 'brutal' y sus parientes, 'brutalidad', 'embrutecido', que él emplea en sentido estricto pero demasiadas veces, en un mundo en el que se le da un significado ridículamente admirativo. Nada de eso empece la solidez de la prosa y la belleza, sobre todo, de los pasajes autobiográficos, cuando él era niño y estaba en su pueblo y vivía en una casa de campesinos, algo que ya hizo en Volver a dónde y a mi juicio es lo mejor del libro.

Pero también hay algo muy particular, subrayado por él mismo cuando comenta su desigual batalla contra la depresión, pero que tienen en mayor o menor medida todos los libros suyos que yo he leído. Me refiero a ese tono cenizo, sombrío, quejumbroso, aun cuando relata los momentos luminosos de la infancia, que siempre llevan un barniz de amargura, una nota de protesta por haberse criado en una familia pobre. Y uno siempre, tarde o temprano, acaba pensando lo mismo: de qué se quejará… Siempre a vueltas con personajes fracasados, con ilusiones perdidas, como en ese cuentecillo insertado que se nota que es ficticio por lo desangelado y tenebroso de la historia, el del figurante de Curro Jiménez. Incluso sus análisis del Quijote avanzan hacia un espectáculo de permanente humillación y crueldad, de miseria y decepción, de malos instintos y desprecios miserables. Poco a poco se va olvidando uno de que el Quijote es un libro para pasárselo bien, no la historia lóbrega de un pobre tarado.

No, no es el humor el fuerte de Muñoz Molina, o quizá él se parta de risa mientras escribe y yo no lo sé ver. En este libro, por ejemplo, solo subrayé una frase que me hizo gracia, y que voy a copiar: «Si hay algo más desorbitado en la Mancha que los cielos y las llanuras, y que las iglesias, son los salones de bodas». Bien poco, ciertamente. Bueno, también se me estiraron los labios cuando califica las esculturas de don Quijote que se fue encontrando en sus visitas al Toboso y a la Cueva de Montesinos… Y tampoco es que vaya buscando uno troncharse de risa. Ni siquiera exijo alguno de los agudos comentarios al arte narrativo de Cervantes. El Muñoz Molina que a mí me gusta es el de la prosa levantada, pero no enfática, poética, pero no cursi, precisa sin llegar a puntillosa, y por supuesto sin renunciar a la música del habla. Mientras leía este libro iba tomando notas de otro de Baroja, El escritor según él y según los críticos, y me he encontrado con dos alusiones a lo mismo, al uso del 'que'. Cervantes es un prosista oral, de la cofradía de Juan de Valdés, en una época de grandiosos prosistas, de Santa Teresa, a quien aquí se cita varias veces, a fray Luis de Granada, desde el poderoso Díaz del Castillo a quienquiera que haya escrito el Lazarillo, anteriores a los retorcimientos ya barrocos de Alemán, por ejemplo, anteriores incluso a Cervantes, pero con quienes él más a gusto se encontraba. Tanto Baroja como Muñoz Molina inciden en las virtudes del habla normal, por ejemplo en que no hay que preocuparse por los 'ques'. De hecho en el Quijote que yo leo, el de la Biblioteca Castro (cuando he de consultar algo voy al de Rico), he contado una media de dieciocho 'ques' por página, y siempre se lo he dicho a los alumnos: no temáis al 'que', es el lubricante del habla, necesario para que la prosa fluya.

También eso forma parte de la transparencia de Cervantes, esa fresca nitidez que nos regala Muñoz Molina cuando decide, como en la cita de Montaigne que, si no recuerdo mal, encabezaba Ardor guerrero, hablar de sí mismo y, añado yo, dejarse de fantasías.


Antonio Muñoz Molina, El verano de Cervantes, Seix Barral, 2025, 447 p.


Escribir como si nada


A los setenta años, y más por aceptar un encargo editorial que porque el empeño le sedujera, Pío Baroja se sienta a escribir sus memorias, y lo primero que nos cuenta es que se trata de un género que no le gusta, primero porque solo escriben memorias los hombres ilustres, cuyas vidas están«llenas de accidentes», de fechas y de nombres, y escritas con una «retórica pretenciosa», «aburrida e insoportable», que para él no tiene el menor interés; mucho más atractivo sería leer los recuerdos de un hombre corriente, «una vida vulgar contada con detalles y con sencillez», en la que se fueran intercalando dos tipos de recuerdos que se complementan, los de la memoria en soledad y los de la memoria conversada, según Baroja descubrió en Pío Baroja en su rincón, la biografía que Pérez Ferrero escribió en París.
Lo más característico de estas memorias, y de la vida de Baroja, y en cierto modo de la época que le tocó vivir y de aquellos otros escritores que no le caen en gracia, es la permanente paradoja. Baroja no tiene una sola idea a la que no se le pueda oponer otra también salida de su pluma. «Si no me gustan las memorias de los demás, ¿cómo puedo cree que las mías van a gustar a los otros?», o incluso, cabe pensar, cómo va a creer Baroja que le va a entretener escribirlas. «Yo creo en las novelas», dice, con contundencia casi altiva, y hace un repaso de aquellos libros de memorias que al menos no le han parecido mal, entre los que me alegra ver nombrado uno que en su momento me gustó, los Recuerdos del tiempo viejo de Zorrilla, del que no obstante Baroja dice que «son un poco superficiales» y que siempre se está quejando de falta de dinero, y otro que no he leído pero que por lo que dice tiene que estar muy bien, los Recuerdos de un anciano, de Antonio Alcalá Galiano, que ya está en camino.

Esto de empezar un libro declarando que no le apetece escribirlo ya es una marca de fábrica, con matices que lo corroboran y también que lo suavizan. Entre los primeros, el hecho de que casi treinta años atrás la editorial Calleja le encargase una autobiografía y Baroja le presentara Juventud, egolatría, ese libro imprescindible que el editor de entonces rechazó. Es como para que le quedase cierto resquemor, por más que el libro hubiera tenido el éxito que luego tuvo, teniendo en cuenta que ahora estamos en 1944, aunque estas memorias empezaron a publicarse en 1942, y lo que en 1917 parecía excesivo, en la primera posguerra podía resultar hasta peligroso. Y sin embargo, como buen novelista, Baroja se propone, por encima de todo, entretener, por más que rebusque recortes de periódicos viejos, algunos de los cuales copia enteros y por regla general sirven para entorpecer el delicioso ritmo de su prosa. Es curioso, por ejemplo, leer el artículo de Sánchez Mazas que Baroja copia entero porque le resulta «simpático»: son dos páginas de un buen escritor que sin embargo, comparadas con las de Baroja, resultan cargantes, infladas, excesivas. Y eso que Sánchez Mazas no era lo que se dice un escritor aparatoso…

Baroja empieza estas memorias en Itzea, de la que nos regala una descripción maravillosa, marca de la casa, quizá las más hermosas páginas del libro. Allí nos describe el entorno y al hombre que lo habita, gran madrugador y amigo de la rutina, aficionado a los tipos humildes y curiosos, cómodo habitante del matriarcalismo vasco. Casi al final del libro, en una interesantísima entrevista con su hermana que Baroja rescata de algún otro periódico, Carmen resalta su carácter metódico y «ordenado en sus horas de trabajo», así como el hecho de que todos en la familia fueran lo bastante independientes como para no opinar de los nuevos títulos que Baroja daba a la imprenta. En ese mundo apacible y libresco Baroja escucha el sonoroso rumor del Shantell-erreca, el arroyo que lamía los cimientos de la casa, y recuerda cuáles han sido de siempre sus lecturas preferidas: «Dickens, Poe, Balzac, Stendhal, Dostoievski y Tolstoi». De Dostoievski reconoce incluso haber leído «toda su obra, y hasta varias veces», y que por fuerza ha tenido que influir en él. Y, por otra parte, tiene bastante claro que «un hombre que haya leído bien la Odisea, La naturaleza de las cosas, de Lucrecio, los dramas de Shakespeare, Don Quijote o el Fausto, de Goethe, sabe lo necesario para ser escritor». No está mal, sobre todo lo de Lucrecio, que se sale de los estándares impepinables, para un hombre que había reunido, él y su sobrino, una estupenda biblioteca en la que —y eso está estudiado— no falta nada importante. En ese mundo, y aparte de los cuadros que ya tiene de su hermano Ricardo y las estampas que fue comprando, sobre todo, en las orillas del Sena, Baroja dice que, si pudiera, tendría el autorretrato del Greco, una cacería de Velázquez (probablemente se refiere a Felipe IV: la caza del jabalí), La pradera de San Isidro, de Goya, y «cuadros impresionistas» de Turner, Sisley y Van Gogh, aunque en algún otro pasaje cita también a Vermeer. La lista, otra vez, dice mucho no solo de sus gustos en materia pictórica sino en la literaria. Otros juicios resultan curiosos: al escritor que firmó unas cuantas novelas afrancesadas en su serie histórica —y en la no histórica—, de Francia le repele su «actitud petulante» y su incomprensión, algo que tampoco es de extrañar teniendo en cuenta el juicio que daba el Larousse sobre su obra: «Ses livres sont agressifs, paradoxaux, extravagants et subversifs». Proust, en fin, le parece «cursi», y no atina mucho, la verdad, al afirmar que está en decadencia y que en poco tiempo quedará en  nada. Ni siquiera un escritor como Joyce, a pesar de ser, a veces, «incomprensible y disparatado», tiene «ese aire envejecido y vulgar» que le ve a Proust. De todos modos la opinión hay que enmarcarla no tanto en su idea de Francia como en su visión de la vanguardia en general, sobre todo del cubismo, que le parece una tontería, y del que dice algo difícil de rebatir: «Las últimas conquistas del cubismo han sido los anuncios del cine y de los almacenes de modas». Y eso que no llegó a ver la época de los logotipos…

La vanguardia no le había pillado viejo (cuando empieza a publicar Proust su heptalogía, Baroja tiene cuarenta años, está dando lo mejor de su obra y así se le reconoce fuera de España), pero en cierto modo lo había hecho mayor, igual que hiciese Ortega en 1914 con Azorín en lo que podríamos llamar La conjura de Aranjuez. Es lo que tienen las generaciones, los grupos, los nombres, los cogollitos: hay quien inventa una generación para no quedarse en tierra de nadie, pero poco tiempo después se inventa otra que lo deja en el olvido. Es lo que pasó con el 98, al que Baroja dedica un buen puñado de páginas.

«Yo siempre he afirmado que no creía que existiera la Generación del 98», empieza diciendo, y lo repite unas cuantas veces. Ni leyó a Ganivet ni cree que los de su tiempo lo leyeran. Leyeron a un Nietzsche «fragmentario e incompleto», que por lo demás ya se había dejado atrás hacia 1905. En todo caso, tuvieron la suerte de haber vivido «en una época en que todo se podía inventar y decir en la esfera del pensamiento», pero eso no justifica la existencia de un grupo cuyo único rasgo en común, precisamente, es el del individualismo. Eso y el romanticismo es «lo único bueno del 98», y es algo que les vino de fuera. Pasa con ellos lo mismo que con el anarquismo: uno se hace anarquista porque reniega del poder, hasta que le llega un dirigente anarquista a decirle lo que tiene que hacer, que decir y que pensar. Dice Baroja que la iniciativa del 98 fue de Azorín y de Valle-Inclán, dentro de la campaña que organizaron contra Echegaray, pero que no pasó de ser un reflejo del ambiente literario, filosófico y estético. «He oído decir», comenta Baroja, desentendiéndose una vez más, que estaba formado por «Azorín, Benavente, Maeztu, Bueno, Valle-Inclán, Unamuno y yo».  Salvo Azorín, del que se sigue declarando amigo, al resto lo pone verde, sobre todo a Valle. De Maeztu critica sus ostentosos cambios de chaqueta (católico fervoroso, comunista exaltado, tradicionalista rígido…) y la relación distante, algo envidiosa, que siempre mantuvo con él. A Bueno (el que dejó manco a Valle-Inclán de un bastonazo, y quien seguramente puso en circulación, refiriéndose a Baroja, lo del escritor «desaliñado») lo considera poco consecuente, como poco de fiar. De Unamuno esta vez sólo se mete con sus pretensiones de novela deshidratada, poco más que un argumento teatral, pero a Valle-Inclán le dedica demasiadas páginas como para no pensar que le tenía verdadera hincha. No le hacen ninguna gracia sus fantásticas versiones sobre la pérdida del brazo ni sus cuentos de tierra caliente, o esa inclinación a mostrar «algo estrafalario o ridículo» para ser un escritor, ni mucho menos su pretendida «nobleza caballeresca», en la que colaboraba la corte de palanganeros que le reía en el café las gracias. Incluso dice de él algo que va más allá de la simple antipatía: lo acusa, por ejemplo, de haber vivido a sueldo del Estado, en concreto del subsecretario Burell, aunque, según Baroja, Fernández Almagro, que fue biógrafo de Valle-Inclán, dudaba de que alguna vez no hubiera tenido un sueldo procedente del fondo de reptiles. Lo llama maledicente, misógino, desagradecido, no entiende por qué «se le tenía miedo», se burla de su nombre aristocrático inventado, lo cita cuando hablaba de su «noble raza judía», algo que Baroja corrobora cuando lo compara con las familias judías de Hendaya: «El mismo color, la misma mirada, las mismas barbas y la misma expresión desafiadora». Lo acusa de no basarse en la verdad para escribir, en fantasiosas novelas pseudohistóricas como la trilogía La guerra carlista, y de reutilizar textos ajenos, sobre todo antiguos, práctica que hasta consideraba beneficiosa. Incluso lo critica por no haberlo visto reír, ni a él ni a Unamuno: «Y si alguno de ellos reía, era contra algo, pero nunca por algo». Tan sólo hay dos rasgos de Valle-Inclán que a Baroja le producen una cierta —y relativa— admiración: su prodigiosa memoria (bien lo sabía él de los tiempos de El mirlo blanco) y «el anhelo que tenía de perfección de su obra», esa obsesión un tanto quijotesca por evolucionar a nuevas formas, «aun a riesgo de quedar en la miseria».

Lo que le separa de Valle-Inclán es, en el fondo, lo mismo que le separaba del modernismo, la diferencia entre sonoridad y precisión, entre musicalidad y exactitud, como si se tratara de virtudes incompatibles. Pero así era, por más que Baroja se declare más de una vez impresionista, o que algunas de sus novelas, El laberinto de las sirenas por encima de todas, sean exquisitas piezas musicales, acuarelas delicadas, llenas de color, abstraídas en su sensualidad. Baroja identifica lo que ahora entendemos por modernismo con una corriente «dirigida por D’Annunzio, Maeterlinck, ecétera, y en España por Rubén Darío, Benavente y Valle-Inclán» que a él, que se entusiasmaba «con Dickens, con Stendhal y con Dostoevski», no le interesaba lo más mínimo: «Yo no creo gran cosa en los adjetivos», dice. El 98, si es que era algo, tenía que ver más bien con el rechazo de esa sonoridad como fin último y exclusivo, o lo tuvo que ver, según Baroja, hacia 1901, con el estreno de la Electra de Galdós y la fundación de una revista con el mismo título, un grupo literario «que duró lo que dura un relámpago». Y sin embargo es el propio Baroja quien, en la última parte del libro, extracta la memoria de doctorado de Helmut Demuth sobre sus ideas filosóficas y literarias, en las que ya aparece la dicotomía Dickens/Dostoevski, esencial para entenderlo, o su sentimiento del paisaje, y también un perfecto resumen de las características e inclinaciones de ese grupo inexistente que algunos dieron en llamar Generación del 98:


Se agruparon alrededor de Baroja y Azorín unos jóvenes que anhelaban volver a los manantiales del ser nacional y romper con el cuadro esquemático de la España de la generación anterior. Recorrieron el áspero paisaje de Castilla, que recogió, como en un hogar recobrado,a vascos y levantinos; se aficionaron a Gonzalo de Berceo, cuya simplicidad levantaron al nivel de los clásicos; volvieron a descubrir a Goya y el Greco. Pero fueron al mismo tiempo los primeros que se declararon dispuestos para la universalidad, captando y elaborando lo nuevo que llegaba de fuera. Vieron en Larra, sobre cuya tumba celebraron como un homenaje programático, a un consanguíneo en lo espiritual; estaban dispuestos a llevar más adelante lo que en él fue malogrado.


Después de tanto negar su existencia, nos deja, de postre, su definición canónica. Pocas cosas hay en Baroja a las que el propio Baroja no les dé la vuelta tarde o temprano.

Entre todos esos nombres que «dicen» formaban el 98, cualquier lector echa en falta uno que en este libro no se nombra: Antonio Machado, y eso que Baroja también llega a preguntarse alguna vez aquí si es clásico o romántico. Sólo lo nombrará, y de forma muy anecdótica, en el tercer volumen de estas memorias, Final del siglo XIX y principios del XX, mientras los dos andaban por París. En cierta ocasión, Machado le echó un capote poético cuando unos jóvenes algo insolentes le dijeron a Baroja que tenía cara de randa. Antonio Machado se tomó la molestia de explicarles que, de todos los allí presentes, Baroja era quien tenía «el rostro más humano».

Es un poco raro. Los unía la admiración por Verlaine («el último gran poeta del mundo»), y sobre todo una forma de entender la lengua literaria. Es sencillamente imposible que a Baroja no le gustaran los poemas de Campos de Castilla. Entonces, ¿por qué ese casi absoluto silencio en estas memorias? Uno no espera que Baroja emita juicios sobre todos los artistas de la época, pero habla de tantos que sorprende que se deje al mejor de los poetas. Habrá quien, agarrándose a las opiniones que aquí vierte Baroja, vea en ello motivos políticos. Baroja insiste un par de veces, con toda contundencia, en que él no ha sido nunca un delator y que un delator le parece «un tipo despreciable». Sin embargo también aclara que ningún miembro del presunto 98 era republicano ni socialista, que tanto ellos como los anarquistas les tenían verdadera inquina, y que la República los postergó. Le criticaban, por ejemplo, que un «explotador de obreros» como él hubiera escrito una novela como La busca… A pesar de que se declara «más bien apolítico que otra cosa», Baroja considera las revoluciones «generalmente perjudiciales», contrarias a su ideal de independencia y a la máxima de Robespierre de que la libertad de uno acaba donde comienza la del otro; pensaba que esa independencia sólo se la garantizaba la monarquía, y estaba convencido de que la República «acabaría mal y que sería un desastre». Sus palabras son de 1944 y ahora suenan bastante fuertes, pero son las que son y valen tanto para un extremo como para el otro:


Siempre he tenido recelo y poco amor por la democracia y el comunismo. Ya en todas las manifestaciones democráticas de hace años me parecía ver un peligro. Todos los públicos grandes me han producido desconfianza y, a veces, terror. No creo que una masa social pueda ir a nada bueno. Todo en ella serán apatitos un poco brutales, nunca pensamientos nobles ni juicios claros.


Si leemos esto a la luz del populismo de nuestros días, igual no nos resulta igual de reaccionario. Y en cualquier caso no se le puede negar la misma claridad que a los setenta años sigue defendiendo como norma de estilo. Piensa Baroja que «el estilo oratorio es fácil de hacer y comprender», aparte de un subterfugio pomposo que ha dado más de sí de lo que debería, que ha acaparado prestigios presentes y con el paso de los pocos años se ha disuelto en naftalina. Sin embargo, «el estilo sencillo, que explique bien, que dé la impresión bien, sin afectación, sin petulandia, eso es lo que me parece más difícil», sostiene Baroja, porque siempre es más fácil añadir adornos que quitarlos, aclarar, como se dice de las podas hortelanas. «Salir del salón sin que nadie recuerde cómo uno iba vestido», que es como George Brummel definía la elegancia.

Junto a la del estilo claro y sencillo, Baroja insiste en sus ideas de siempre sobre la novela. Igual que afirma con orgullo no haber compuesto jamás una fábula con moraleja, también recela de las novelas cerradas, escritas con partitura, porque «no presentan tipos vivos», al tiempo que se declara impresionista, porque «para un impresionista lo trascendental es el ambiente y el paisaje». Su hermana Carmen, cuando le preguntan cómo escribe su hermano Pío las novelas, dice, con la debida reserva, que ella cree que «las novelas le van saliendo», que es el acto de escribir el que determina el contenido, no las tesis ni los planes previos. Quizás alguna vez, cuando escribía «reportajes fantásticos», novelas de ambientación histórica como las que dedicó al monstruoso conde España, tenía que someterse a la información fidedigna, pero en la mayor parte de su obra, y también en estas memorias, el método se resume en ir haciendo, en sentarse y escribir. Es la forma más segura de que salga lo mejor que estaba escondido, lo interesante que uno ni siquiera imaginaba. Es el escritor en marcha, igual el que fabula que el que recuerda, el que se pone al servicio de la letra, no el déspota que manda sobre ella.


Pío Baroja, El escritor según él y según los críticos, en Obras Completas I, Círculo de Lectores, 1997, pp. 105-313