3.7.25

Grosellero

 Cuaderno de verano, 13


En su precioso libro Verano tardío, que no me canso de recomendar, y que no descarto releer un día de estos, Adalbert Stifter dedica muchas páginas a pasear por un jardín en el que abundan los rosales y donde cada dos por tres, como si fuera una ocurrencia que les llena de alegría, los personajes se acercan a ver cómo maduran las grosellas. Los suyos son paseos románticos, de levita y botas altas y camisas con volantes en los puños (en un verano austriaco algo menos caluroso que los nuestros), en los que todos caminan con las manos en la espalda o dando vueltas con los dedos al mango de una sombrilla, mientras un anciano jardinero, con gorra y chaleco y un mostacho entrecano, pasa por detrás con una carretilla cargada de tierra negra.
En esta comedia nosotros hacemos todos los papeles. Es una delicia ver cómo el limpio sol de la mañana brilla sobre las esferas diminutas, que ya empiezan a colgar entre el follaje como racimos de perlas coloradas. Bajamos al jardín con una cestilla de mimbre colgada del brazo y un paño limpio extendido en su interior, y la vamos llenando con esos manjares menudos que por la tarde mezclaremos con yogur en un cuenco de porcelana antigua. Lástima que no tengamos también un hato de cabras para que el señor del bigote las ordeñe y su santa esposa cuaje la leche con flores de cardos marianos.
Mejor sin cabras, porque al lado de los groselleros a la hierba ya le va haciendo falta una pasada, y empiezan a brotar, aquí y allá, los odiosos ailantos, que habrá que arrancar sin más demora, y caminamos con cuidado porque por esa zona les gusta cagar a los mastines. Y todo hay que tenerlo limpio y arreglado, y yo soy el esteta pero también el del chaleco, y toda la faena se concentra en las dos o tres horas escasas que a la caída de la tarde se puede salir sin que te dé un vahído, la mayor parte de las cuales se consumen en regar. El banco inglés bajo la sombra en el que los personajes se sientan a gozar de la brisa de la tarde entre comentarios corteses y moderadamente jocosos, no sólo está vacío sino que si te descuidas lleva un manchurrón blanquinoso de las torcaces que anidan en las ramas, que también habrá que limpiar.

2.7.25

Dondiego

Cuaderno de verano, 12



Hay plantas muy vistosas que pertenecen a la clase social de los hierbajos. La razón es muy simple: nacen en cualquier parte, se reproducen vertiginosamente, y se nutren con el agua que les llega de las otras plantas, las de clase alta, esas que necesitan de atenciones permanentes. Aquí hemos dejado que proliferasen los dondiegos, el Mirabilis jarapa, originaria del Perú, cuya descripción, usos y propiedades daría para unas cuantas entradas. De toda esa información enciclopédica, lo que más me llama la atención es que en castellano reciba más de cincuenta nombres populares. De ellos, y aparte de dondiego, me gustan pericón y arrebolera, y me sorprende que en algún lugar la llamen hierba triste porque es justo lo contrario, con sus flores blancas o rosas o amarillas, a veces bicolores, a veces jaspeadas, que se van tintando de un rosa fuerte hasta llegar al intenso morado a finales de verano. El hecho de que tenga tantos nombres ya es índice de que quizá sea la flor que menos cuidados necesita. La he visto en los pueblos, en las puertas de las casas, llenando el alcorque donde nace la parra, y en tapias y rastrojos, casi como hortensias de secano. Nosotros las tenemos en el borde de la acera y junto a la cerca del huerto. Hace quince días no había ni rastro de ellas. Tan ingenuo como todos los años, me preguntaba si no se habrían secado los bulbos, o no habrían contraído alguna enfermedad extraña. Pero pronto asomó una plántula que en cuatro días, contados con los dedos, era ya un tallo de más de un palmo, y otra semana después hay que arrancar unos cuantos porque han nacido también en las veredas del huerto y hasta en los arriates de los crisantemos, que siguen su lento proceso. Pronto habrá que sujetarlos con una beta para que no se acuesten como las tomateras, o segarlos en medio del verano, porque seguro que vuelven a salir. La resistencia es virtud que solo valora quien la tiene: los demás tienden a despreciar todo aquello que no causa más problema que su exceso de salud. Llevado por un cierto sentido de la justicia botánica, nosotros los regamos como a esas otras que si no estuviésemos encima morirían, y los mantenemos erguidos igual que a las ilustres tomateras, incluso tratamos de no mezclarlos, para que no terminen todos con la misma color.

1.7.25

Vara

 Cuaderno de verano, 11


Una vez enterradas las semillas de las judías (nunca más de tres centímetros o cuatro por debajo de la superficie) en los compactos, relucientes caballones, y regadas una por una con unas gotas de agua, no más que para humedecerlas antes de soltar el chorro por el surco, hemos vuelto a las tomateras, a revisar aquellos tallos que dañó el granizo, a ver si resisten o han perdido la color, y a instalar los rodrigones que habrán de sostenerlas mientras dure la campaña. Nada más plantarlas clavé unas varillas de medio metro, las puntas de las ramas de los arces, y con eso era bastante para que el flojo tallo no se acostase ya desde los primeros días. Tienen algo extraño estas plantas incapaces de aguantarse por sí mismas. La reina es la vid. Ya Homero, al hablar del escudo que forja Hefesto para que lo lleve Aquiles, dice que «en él figuraba una viña / muy cargada de racimos de uvas, / hermosa, hecha de oro / (arriba los racimos eran negros), / que estaba en estacas sustentada, / hechas en plata, de una parte a otra», en la traducción de Antonio López Eire, que sigue siendo la que más me gusta. Claro que entonces en Grecia no había tomates, y estas κάμακες eran estacas, no se especifica de qué árbol, aunque a juzgar por la costumbre que arraigó luego en Italia, la de rodrigarlas a los árboles, bien podrían ser de olmo, de álamo o de fresno, principalmente, que son los que sacan cada poco ramas largas y derechas.
Pero ya hablaremos de este asunto. Ahora se trataba de que aquellas primeras estaquillas de las tomateras estaban quedándose pequeñas. Veo por los huertos de los alrededores (yo mismo lo hice el primer año, pero luego las usé para sujetar cañizos) varillas de hierro que clavan verticales y unen con cuerdas o con alambres, o también varas delgadas que plantan entre dos caballones en forma de aspa, y luego les añaden pitas u otras varas transversales para armar los rodrigones e ir atando en ellas los tallos laterales. Nosotros preferimos unir las dos varas, una desde cada caballón, y atarlas a otra larga que descansa en las junturas, más o menos como haremos con las judías, pero no tan altas, para que no se espiguen. Pero habrá tomates, claro, si el año se da bien. Si no, ni aunque las varas sean de plata.