30.5.06
Naturaleza
Quince años después de haberlo empezado, Antonio López acaba de terminar un cuadro. En estos casos siempre me acuerdo de la anécdota que Ricardo Baroja cuenta del pintor José Stratford Gibson, que vivía en Albarracín y estuvo siete años pintando un pino. El pino iba creciendo más deprisa de lo que lo pintaba el pintor, el tiempo lo emborronaba todo, y don José vivía entre el gozo de vivir en la arcadia y la desesperación de no pintar el pino. La lentitud que le daba la vida (la gran conquista de la lentitud) se avinagraba entonces de impotencia.
Y eso que el pino era de hoja perenne, porque a Antonio López le pasó lo mismo y Víctor Erice filmó una obra maestra del cine con aquella hermosa lucha de la que sólo se sabía la derrota final. Ahí está el cuadro, abandonado a los rigores del otoño, doblado bajo el peso de los frutos, incompleto, como se quedan al final todas las vidas.
El cuadro que Antonio López ha dejado de pintar definitivamente es una vista de Madrid desde Vallecas. Conocíamos ese paisaje que empezó en 1991, y al que ahora le ha añadido, en primer plano, a la derecha, una barbacana mal lucida y un tubo a medio arrobinar. Se notan las pelladas de cemento, echadas de cualquier manera; es basta, nos rasca la vista, es la barbacana que un jubilado levantó con ladrillos sacados de la escombrera. Desde allí se ve la tierra muerta que queda de las obras, y al fondo un océano de casas iguales, de arcilla en aluvión, como casas que el tiempo hubiera dejado caer desde la ciudad, rectas, prietas, amontonadas .
Es, él mismo lo ha dicho, un paisaje duro, un paisaje de naturaleza sin más vegetación que las antenas, de modo que no sé si será naturaleza viva o naturaleza muerta. Pero todos los cuadros de Antonio López están como redimidos por la luz, como envueltos en una placenta velazqueña que los humanizase. Están pintados con piedad, que es un filtro visual que yo no sé si llevan las cámaras digitales, pero que desde luego no es instantáneo. Hace falta tiempo. Hace falta vivir con el objeto, verlo en el tiempo y redimirlo. Hace falta sentirse derrotado por el modelo que crece sin parar. Y hace falta mucha luz.
14.5.06
Apaño
Cuando es seducida nuevamente por el señorito Santa Cruz y abandonada con las mismas razones bastardas de siempre, Fortunata queda, por así decir, al cabo de la calle, y entonces aparece un personaje genial, un hombre de sesenta y nueve años que la protege y la mantiene y, como en el transcurso de su aventura se hace viejo, acaba encaminándole los pasos con sabiduría de buen padre.
Don Evaristo Feijoo es un militar retirado al que la vida le ha ido bien. Es pulcro y distinguido, discreto y bondadoso, culto y socarrón. Que un viejo de sesenta y nueve tenga una entretenida de veintipocos era, entonces y ahora, una fea cuestión moral, y sin embargo ese hombre es –de momento, porque no hay consejo que doblegue al destino– lo mejor que le ha podido pasar a Fortunata. El lector respira en estas páginas como si Galdós se hubiera propuesto un interludio amable poco antes del largo y tormentoso final, pero también respira porque la situación que se plantea tiene bastantes puntos de envidiable. Es cuando Galdós aprovecha para darnos, en boca de don Evaristo, sus opiniones sobre la institución del matrimonio, que recomiendo a quienes crean que han inventado la modernidad en materia social o sentimental.
La paz no dura mucho y al deslumbramiento del sentido común le sigue la conciencia de la vejez y esos primeros mordiscos de la muerte que los humanos nunca tomamos por lo que verdaderamente significan. Es domingo luminoso y desde mi estudio veo los tejados del “palacio sin arquitectura” donde don Evaristo tenía sus habitaciones (que por cierto es el mismo donde vivía Becky del Páramo en La flor de mi secreto). Casi me da pena, antes de darme una vuelta por el Rastro, leer las páginas finales de su actuación. Me consolaré curioseando libros con las manos en la espalda, practicando un poco para que cuando me llegue la vejez sea ya del todo capaz de vivir dentro de las novelas, no fuera. Hombre, no es que quiera yo entonces que me caiga en la cabeza una Fortunata, quita, quita, sino tomarme la muerte y la vida como se las toma don Evaristo, nada más.
10.5.06
Asilo
Diario de Teruel, 11/V/2006
Daba un poco de vergüenza el otro día leer cómo el maestro Muneta todavía no ha conseguido local donde alojar un conservatorio que sin él, sencillamente, jamás habría existido. Y todavía daba más vergüenza comprobar cómo se retiran los fondos para rehabilitar el asilo que diseñó Pablo Monguió, el arquitecto más importante que ha tenido Teruel, porque se conoce que no pega con las vistas del viaducto.
Muneta y Monguió se juntan ahora en una metáfora deprimente. Ambos pertenecen a esa clase de ciudadanos que llegaron a Teruel desde muy lejos y se consagraron a la ciudad como medio y objeto de sus aspiraciones artísticas. Monguió hizo casas para señoritos y asilos para viejos abandonados, portadas catedralicias y escuelas de primera enseñanza. Muneta empezó enseñando solfa en los colegios, como un misionero musical, y peleando con los tipógrafos que le escribían airoso donde el musicólogo había escrito arioso. El aire modernista, historicista, goticista, yo qué sé, con que Monguió adornó nuestra vida capitalina de hace un siglo se ha ido a juntar con el hermoso edificio musical que levantó Muneta en su conservatorio portátil. Ambas construcciones, la musical y la de piedra, son también patrimonio, y las pongas donde las pongas siempre serán gozosa consecuencia de la historia de la ciudad, no un estorbo ni un trampantojo.
Yo no sé cómo figurará en el catálogo patrimonial, pero el Asilo de los Desamparados, sus hastiales recamados de ladrillo, sus ventanas que daban a las huertas, visto desde ese viaducto al que ahora le estorba, era un edificio digno y recogido, plantado en curva, cuesta abajo, a orillas de la rambla, al cabo de la vida. En materia de arte, esta ciudad ha sido puente de plata, pero también asilo reparador. A veces, las personas a las que dio cobijo, en agradecimiento, le dieron parte de aquello que nos alegra los sentidos. Monguió ganó dinero y creó con libertad, pero nuestro patrimonio ha ganado mucho más con toda su obra, incluidas esas ruinas del asilo. Y Muneta se tendrá ganado el cielo de antemano, digo yo, pero nuestra cultura le debe, más que un agradecimiento, una consideración, un respeto.
6.5.06
Novela
La otra tarde me dio por hojear un edición muy hermosa que tengo de Fortunata y Jacinta. Quería no más que oler el papel y curiosear un poco en las anotaciones a lápiz que suelo escribir en los márgenes, y que muchas veces me producen una especie de sonrojo, sobre todo si hace mucho tiempo que las hice y se nota que no fueron movidas por la perspicacia sino por la ilusión.
El resultado es que llevo ya mediada la novela y sigue sin caberme en la cabeza cómo se le ha podido colgar, junto a la catalogación oficial de obra maestra, el marbete funerario de novelón decimonónico. Es una maravilla de novela: la potencia con que navega, lo bien que tira los cabos, cómo adensa los finales, cómo juega con el hilo previsible hasta que gira en una solución completamente nueva. Incluso me sorprende, en un fresco tan desparramado, la economía de medios y la capacidad de llegar al límite de la morosidad a una velocidad siempre creciente. A veces leo frases, ritmos, formas de decir que recuerdo que alguna vez me sorprendieron, pero no en esa novela sino en alguna mucho más moderna.
Disfruto con esa difícil forma de caracterizar a los seres humanos que no sólo tiene en cuenta lo que son sino también lo que no son. Salvo Maximiliano Rubín, un caso clínico de hiperestesia, no hay valientes en esta novela. Es impresionante ver cómo se desinfla la heroína, cómo pasa por el aro el arrebato, cómo el tiempo y las visitas apagan decisiones importantes.
Siempre se ha hablado de la observación compasiva de Galdós, sobre todo cuando se quería subrayar su condición de Dickens español. Pero la verdad es que no damos más de sí: si nos han de juzgar por nuestros renuncios, pronto nos condenarán; si hurgan en lo que nos hace ser cobardes, quizá se encuentren reflejados a sí mismos. Me voy a ver qué pasa con la tía de Maxi, la de los pavos. El hilo de la familia Santa Cruz ha salido porque un señorito perdis saldó sus deudas con Torquemada. “¿Quién será el desgraciado a quien ha dado el sablazo?” Voy a ver.
5.5.06
Ciprés
El célebre ciprés de Silos es una hermosa pajarera. Sedientos de sombra, los vencejos chillan y revolotean por el claustro y se cobijan en las ramas cavernosas del “enhiesto surtidor”, una de las metáforas más feas de la historia de la literatura. Mientras el guía da unas cuantas explicaciones monótonas sobre los motivos de los capiteles, me doy cuenta de que no es posible ver el final del árbol desde el interior del claustro. Haría falta, en aquella época, salir al huerto y mirar al cielo. En el recogimiento del paseo vespertino sólo se ven los nudos de la base, ramitas que se hicieron troncos, y una espesura de ramas carnosas, una de las cuales, a unos diez metros de la zoca, se ha salido de la vertical. Es una rama descolgada, como si le hubieran roto el nervio que la mantenía tiesa y recogida en el huso que forman las otras. Es la rama caída, el tributo a Lucifer, que sí se ve desde las arcadas. Dentro de la uniforme vida contemplativa del fraile hay una ligera perturbación, la rama que se sale, algo que desgobierna el orden sagrado, o que, como en las reglas, incluidas las monásticas, lo confirma.
Un claustro es un castillo que defiende a sus moradores de los peligros del mundo. La religión ha hecho pasar por pecado lo que no era más que fuente de preocupaciones. La putada es vivir fuera, no dentro. La putada empieza en la punta del ciprés que no se ve, aquella para la que se necesita no mirar las paredes del claustro, la que causa el vértigo del cielo. Ellos se conforman con ver cómo las raíces del ciprés sobresalen por encima de la tierra como si quisieran arrancarse , como si la misma solidez y el mismo arraigo diesen la impresión de aspirar al vacío. Es entonces cuando levantas la vista y ves la rama que cuelga, y prefieres meditar sobre ella que pensar más en la punta.
Al salir de la visita, escucho mientras viajo canto gregoriano, a ver si puedo estirar un rato ese sosiego. El canto me relaja, pero en mi cabeza siguen sonando los chillidos de los vencejos, lo poco que costaría, escuchándolos cada tarde durante muchos años, saber lo que dicen cuando se recogen en el árbol. Igual tenían la entrada donde la rama caída. Vaya por Dios, en eso no me fijé.
2.5.06
Plátano
Un personaje de alguna novela de Evelyn Waugh, ahora no recuerdo cuál, llega a una mansión a cuya puerta se yergue un espléndido roble centenario, imprescindible para el conjunto señorial del edificio. El visitante se entera, sin embargo, de que la casa tiene la misma edad que el roble, es decir, que su dueño lo plantó para la posteridad, y que a su muerte, muy probablemente, el árbol todavía era un plantón huesudo y larguirucho. El dueño nunca vio el impresionante aspecto final de su obra, y lo sabía.
Me he acordado de esto con las divertidas amenazas de la baronesa Tita, que dice que se va a encadenar a los árboles del paseo del Prado “porque los plantó Carlos III”. Me gustaría ver la cadena con la que se va a encadenar la baronesa, igual es del ajuar de María Amalia de Sajonia, como poco. Al parecer, aunque ella diga que quiere atarse a un cedro, los árboles que van a ser talados son plátanos centenarios, pero no magnolios, ni siquiera olmos, y quizá el plátano sea, junto con el delicioso ailanto, el árbol que crece más deprisa, el árbol que plantan los que lo quieren ver grande y no piensan ni por asomo en que sus descendientes puedan disfrutar de un roble añoso.
Esto es muy francés. El apego a este mundo que llegó con el XVIII incluía sobreponerse a la lentitud de la naturaleza. Carlos III, como Esperanza Aguirre, era capaz de cargarse toda clase de árboles autóctonos y sustituirlos por una colección de plátanos que pronto pareciesen de toda la vida. Es lo que luego hacía el señor de Rênal, alcalde de Verrières, en Rojo y Negro. Y así, con esa moda pequeño burguesa, las plazas de media España cultivan esos pobres plátanos que no son más que un tronco gordo y un muñón, sombra fácil, botánica de cicatriz.
A la baronesa, los plátanos, vulgares como las plazas de los pueblos, le importan más bien poco. La baronesa lo que no quiere es meterse en obras, que se pone todo perdido. Los plátanos le dan la sombra histórica pero no son ninguna joya. La joya sería el roble de Waugh, un roble plantado por ella misma, para quienes, en el futuro, lo pudiesen disfrutar. El Quercus Tita, lo llamaríamos en su memoria.
Me he acordado de esto con las divertidas amenazas de la baronesa Tita, que dice que se va a encadenar a los árboles del paseo del Prado “porque los plantó Carlos III”. Me gustaría ver la cadena con la que se va a encadenar la baronesa, igual es del ajuar de María Amalia de Sajonia, como poco. Al parecer, aunque ella diga que quiere atarse a un cedro, los árboles que van a ser talados son plátanos centenarios, pero no magnolios, ni siquiera olmos, y quizá el plátano sea, junto con el delicioso ailanto, el árbol que crece más deprisa, el árbol que plantan los que lo quieren ver grande y no piensan ni por asomo en que sus descendientes puedan disfrutar de un roble añoso.
Esto es muy francés. El apego a este mundo que llegó con el XVIII incluía sobreponerse a la lentitud de la naturaleza. Carlos III, como Esperanza Aguirre, era capaz de cargarse toda clase de árboles autóctonos y sustituirlos por una colección de plátanos que pronto pareciesen de toda la vida. Es lo que luego hacía el señor de Rênal, alcalde de Verrières, en Rojo y Negro. Y así, con esa moda pequeño burguesa, las plazas de media España cultivan esos pobres plátanos que no son más que un tronco gordo y un muñón, sombra fácil, botánica de cicatriz.
A la baronesa, los plátanos, vulgares como las plazas de los pueblos, le importan más bien poco. La baronesa lo que no quiere es meterse en obras, que se pone todo perdido. Los plátanos le dan la sombra histórica pero no son ninguna joya. La joya sería el roble de Waugh, un roble plantado por ella misma, para quienes, en el futuro, lo pudiesen disfrutar. El Quercus Tita, lo llamaríamos en su memoria.
DDT, 3/V/2006