23.10.06

Salterio


Diario de Teruel, 25/10/2006

Cada vez que surge algún caso (iba a llamarlo escándalo, pero ya ni eso) en el que un alcalde trincón ha vendido a sus vecinos, o les ha endilgado una urbanización en la ermita, o les ha dado la espalda para obedecer a su señor, o simplemente ha tomado decisiones que sólo le competía ejecutar, como son todas aquellas que se relacionan con el arte y con el urbanismo, noto que estos alcaldes corrompidos sacan más pecho y desprecian a sus acusadores como si sólo se tratase de una maniobra política del enemigo. Como mucho, cuando los pillan, los echan del partido, pero nadie los cubre de brea y de plumas, nadie los destierra ni siquiera los señala por la calle con el dedo. Hemos asistido a casos en que alcaldes criminales regresaron como héroes al ayuntamiento, porque a sus votantes les importaba menos la decencia o la ley que las pingües recalificaciones que se avecinaban. En cierta ocasión, el alcalde de un pueblo donde viví algún tiempo me ofreció un remolque de leña si votaba su candidatura. Lo hizo sin el más mínimo rubor, sin ahuecar la voz con la mano ni subirse las solapas de la gabardina ni mirar a los lados por si hubiera testigos de nuestros manejos. La leña, por supuesto, no era suya.
La política municipal es la única que nos distingue como ciudadanos y no sólo como habitantes. Nos pensábamos que cuando se fuesen los corregidores de Franco vendrían los vecinos a sustituirlos, individuos con arranque que sacrificarían unos años de su vida para luchar por la felicidad y el buen gobierno de su pueblo. El alcalde más votado de España, el de Parla, recibe todos los días a los vecinos, pero la gente no lo vota por este gesto populista sino porque ha cumplido todas sus promesas, ha mejorado la vida en el pueblo y a nadie se le pasa por la cabeza que sea capaz de robar. Es de los pocos alcaldes que no son sólo comisarios políticos sobrevenidos; les mueve la misma vergüenza que los demás han perdido cuando se contonean por su predio y se comportan como si, en vez de ser votados, hubieran sacado unas oposiciones a cacique.
La culpa, como sucede con los arrapiezos maleducados, suele ser de quienes se lo consienten. Un alcalde es la más alta institución moral de un pueblo, más incluso que el cura. Salvo por lo que respecta a la lujuria, que no es asunto público en sí misma, debe demostrar todos los días que no peca, ni siquiera de gula, ni siquiera de soberbia.

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