A pesar de todo, cada vez que se nos anuncia un descubrimiento literario nos zambullimos en él con la misma energía con la que entramos sonriendo a ver esa película que seguro que nos reconcilia con el cine. Esta vez se trataba de Ricardo Menéndez Salmón, autor de La ofensa, que publica Seix–Barral. Rafael Conte lo puso por las nubes y llamó la atención sobre la necesidad de buscar fuera de Madrid y de las grandes editoriales a los autores que puedan redimirnos de tanta miseria. Ojalá. Menéndez Salmón ya se había ganado un prestigio en Asturias, un poco a lo Xoan Bello, el de la Historia universal de Panifeiros (o algo así), de quien, por cierto, ya no ha vuelto a saberse nada.
Yo me alegro de que la literatura se regenere por la base, por las ligas regionales, por la gente que ha escrito libros robándole tiempo a la necesidad. En el caso de Menéndez Salmón, hablamos de alguien que ya ha debutado en Las Ventas, cuyo público es siempre muy estricto con los neófitos, pero siempre muy razonable.
Digo esto porque la novela no me ha gustado. Su principio es deslumbrante. El ritmo es perfecto y cunde la sensación de que vamos a asistir a una gradación de historias escurridas, esenciales, autónomas como microrrelatos, una sucesión de fogonazos de la guerra que nos enseñarán sin explicarnos, que nos harán pensar sin dictarnos los pensamientos. Hay un esquematismo en la narración que funciona muy bien, en los terrenos del poema, siembre buscando el final llamativo, muy bien adornado por una batería de nombres alemanes y por un gusto hacia la enumeración de objetos que, si saben escogerse las palabras, da unos resultados extraordinarios, como es el caso.
Pero llega ese momento en las historia cortas en que ya no puedes andar badando. El avión ha dependido hasta entonces de la potencia de los motores, el estilo es ascendente y ruge. Pero se gana altura, y entonces hay que planear, sostener un ritmo vivo, e ir calculando un aterrizaje perfecto: cómodo o catastrófico, pero perfecto. Es en ese momento en que se paran los motores y la novela te debe llevar en andas cuando Ricardo Menéndez Salmón se pone a filosofar.
Nada que objetar, salvo que se trata de una novela corta, que lo mismo que explica sobre la sensibilidad del cuerpo y de la mente podría haberlo descrito, que era mucho más difícil, y que utiliza la filosofía para solapar una transición narrativa que en realidad no existe. Desde que Kurt se queda de piedra hasta que reaparece enamorado en Londres no se nos explica nada con el mismo impresionante ritmo del principio. Se produce lo que pedantemente podríamos llamar una anáclasis narrativa y más familiarmente un apaño. El final, antes del final, remite demasiado a Ambrose Bierce y El puente sobre el río Owl, y eso no se arregla por más que al final paremos el avión en alemán, algo que me ha parecido de muy mal gusto. Quizá es defecto mío, porque también es así la estructura de El gran Maulnes y a mí me produjo una impresión similar a esta novela. Las dos me entusiasmaron hasta que supe que ya no iban a entusiasmarme más. Y aún quedaba media novela.
Algo parecido podría decirse del estilo. Firme, terso, espléndido al principio. Pero la misma decoración de objetos bien nombrados y de apellidos con sonido de fusil ya no funciona igual en la segunda mitad. Hay una sensación del lector, la de la velocidad creciente, que debe ir acompañada por el estilo. La homogeneidad de la prosa en ciertas novelas juega en su contra casi siempre, sobre todo si en la segunda parte se permite licencias hipotácticas que en la primera estaban mucho más controladas.
Veo una novela corta como una flor que se desplegase en dos fases, primero las hojas y después, desde dentro, los pistilos envueltos por otra hoja, recta, flamígera, como brotan los lirios. El tallo de La ofensa es estupendo y ya lo hemos alabado bastante. La primera floración, el asunto del cuerpo y del alma (que no voy a destripar), muy bien traído, un cambio drástico e inteligente, pero sobre todo la materialización de una idea en una hermosa metáfora narrativa. Por eso fastidia tanto que inmediatamente después la vuelva a desmaterializar y envuelva en filosofía onírica lo que yo esperaba que hubiera seguido siendo la misma clase de magnífica literatura.
La segunda florada, la de los pistilos, es un desenlace que yo creo que lo ataca el autor, siendo como es tan corta la novela, desde demasiado lejos, hasta el punto que se hace previsible, aunque lo peor es que las flores se tropiezan y no vemos en su esplendor ese primer cambio deslumbrante. Este final hubiera necesitado, en cualquier caso, no de setenta páginas por detrás sino de trescientas, de modo que uno acaba con la sensación de haber leído el principio y el final de una hermosa y larga novela, pero que lo del medio se resolvió en unos pocos folios de filosofía.
Todo esto puede sonar pedante pero es exactamente lo que me planteo cuando estoy leyendo. Los pocos que lo lean se harán cargo. Eso sí, yo a este tipo le apalabraba una corrida en San Isidro para la próxima temporada. Los aficionados de las Ventas valoran, por encima de todo, la buena disposición, las auténticas hechuras.
Yo me alegro de que la literatura se regenere por la base, por las ligas regionales, por la gente que ha escrito libros robándole tiempo a la necesidad. En el caso de Menéndez Salmón, hablamos de alguien que ya ha debutado en Las Ventas, cuyo público es siempre muy estricto con los neófitos, pero siempre muy razonable.
Digo esto porque la novela no me ha gustado. Su principio es deslumbrante. El ritmo es perfecto y cunde la sensación de que vamos a asistir a una gradación de historias escurridas, esenciales, autónomas como microrrelatos, una sucesión de fogonazos de la guerra que nos enseñarán sin explicarnos, que nos harán pensar sin dictarnos los pensamientos. Hay un esquematismo en la narración que funciona muy bien, en los terrenos del poema, siembre buscando el final llamativo, muy bien adornado por una batería de nombres alemanes y por un gusto hacia la enumeración de objetos que, si saben escogerse las palabras, da unos resultados extraordinarios, como es el caso.
Pero llega ese momento en las historia cortas en que ya no puedes andar badando. El avión ha dependido hasta entonces de la potencia de los motores, el estilo es ascendente y ruge. Pero se gana altura, y entonces hay que planear, sostener un ritmo vivo, e ir calculando un aterrizaje perfecto: cómodo o catastrófico, pero perfecto. Es en ese momento en que se paran los motores y la novela te debe llevar en andas cuando Ricardo Menéndez Salmón se pone a filosofar.
Nada que objetar, salvo que se trata de una novela corta, que lo mismo que explica sobre la sensibilidad del cuerpo y de la mente podría haberlo descrito, que era mucho más difícil, y que utiliza la filosofía para solapar una transición narrativa que en realidad no existe. Desde que Kurt se queda de piedra hasta que reaparece enamorado en Londres no se nos explica nada con el mismo impresionante ritmo del principio. Se produce lo que pedantemente podríamos llamar una anáclasis narrativa y más familiarmente un apaño. El final, antes del final, remite demasiado a Ambrose Bierce y El puente sobre el río Owl, y eso no se arregla por más que al final paremos el avión en alemán, algo que me ha parecido de muy mal gusto. Quizá es defecto mío, porque también es así la estructura de El gran Maulnes y a mí me produjo una impresión similar a esta novela. Las dos me entusiasmaron hasta que supe que ya no iban a entusiasmarme más. Y aún quedaba media novela.
Algo parecido podría decirse del estilo. Firme, terso, espléndido al principio. Pero la misma decoración de objetos bien nombrados y de apellidos con sonido de fusil ya no funciona igual en la segunda mitad. Hay una sensación del lector, la de la velocidad creciente, que debe ir acompañada por el estilo. La homogeneidad de la prosa en ciertas novelas juega en su contra casi siempre, sobre todo si en la segunda parte se permite licencias hipotácticas que en la primera estaban mucho más controladas.
Veo una novela corta como una flor que se desplegase en dos fases, primero las hojas y después, desde dentro, los pistilos envueltos por otra hoja, recta, flamígera, como brotan los lirios. El tallo de La ofensa es estupendo y ya lo hemos alabado bastante. La primera floración, el asunto del cuerpo y del alma (que no voy a destripar), muy bien traído, un cambio drástico e inteligente, pero sobre todo la materialización de una idea en una hermosa metáfora narrativa. Por eso fastidia tanto que inmediatamente después la vuelva a desmaterializar y envuelva en filosofía onírica lo que yo esperaba que hubiera seguido siendo la misma clase de magnífica literatura.
La segunda florada, la de los pistilos, es un desenlace que yo creo que lo ataca el autor, siendo como es tan corta la novela, desde demasiado lejos, hasta el punto que se hace previsible, aunque lo peor es que las flores se tropiezan y no vemos en su esplendor ese primer cambio deslumbrante. Este final hubiera necesitado, en cualquier caso, no de setenta páginas por detrás sino de trescientas, de modo que uno acaba con la sensación de haber leído el principio y el final de una hermosa y larga novela, pero que lo del medio se resolvió en unos pocos folios de filosofía.
Todo esto puede sonar pedante pero es exactamente lo que me planteo cuando estoy leyendo. Los pocos que lo lean se harán cargo. Eso sí, yo a este tipo le apalabraba una corrida en San Isidro para la próxima temporada. Los aficionados de las Ventas valoran, por encima de todo, la buena disposición, las auténticas hechuras.
Paniceiros
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