Diario de Teruel, 22 de noviembre de 2007
La Cadena de los Obispos informó ayer con meridiana contundencia de que el obispo de Sevilla, Carlos Amigo, fue el único obispo que se pronunció a favor de esa extraña petición de perdón que formulara el jefe de todos, Blázquez, con el busto del cardenal Tarancón en un segundo plano de sus palabras. No tengo tiempo para criticar ese concepto fariseo del perdón diferido y de la expiación simbólica; prefiero al cardenal Amigo. Ya manifesté mi entusiasmo ante la idea de que él, o por lo menos el cardenal Bergoglio, fuera elegido Papa. Si no era posible un franciscano, como mínimo que fuera jesuita. Aunque, ciertamente, la labor de los jesuitas en la curia puede ser también la del impresentable Martínez Camino, que de todo hay en la viña del Señor.
El caso es que Amigo es franciscano y de inmediato ha corrido a solidarizarse con el obispo buenín, Blázquez, que cuando se pone serio enseña los dientes de abajo y parece que va a echarse a llorar. Minutos después, el pájaro Rouco movilizó su bandada de obispos grajeros para picotear en el colodrillo del jefe. Lo importante no era el perdón por “actuaciones concretas”, una frase que se niega a sí misma en tanto no concrete lo concreto; lo importante es la ridícula proporción que representa el propio Blázquez y monseñor Amigo con respecto al conjunto de la jerarquía eclesiástica.
La Conferencia Episcopal ha emprendido una campaña publicitaria en televisión en la que pide dinero con imágenes de lo que representan Blázquez y, sobre todo, el cardenal Amigo: una Iglesia que se ocupa de los desvalidos, que proporciona consuelo y paz interior, que niega la posibilidad de agredir al prójimo, de mentir, de no quererlo, de moverlo al odio, de asustarlo. El anuncio es como si toda la iglesia española fuera franciscana. Sin embargo, con el dinero que recauden a través de esa campaña tan hermosa van a financiar el sueldo de locutores incendiarios, historiadores de pacotilla, inspectores de la intimidad ajena y orgullosos defensores de sus privilegios. Son dos iglesias. La una, la de Amigo, mantiene a los fieles. La otra, la de Rouco, combate a los infieles. “El Señor no odia a nadie, porque, si no, no lo habría creado”, citó el domingo nuestro obispo en su homilía. Aún no sé si era la voz pacífica de San Francisco o el valor publicitario del perdón.
El caso es que Amigo es franciscano y de inmediato ha corrido a solidarizarse con el obispo buenín, Blázquez, que cuando se pone serio enseña los dientes de abajo y parece que va a echarse a llorar. Minutos después, el pájaro Rouco movilizó su bandada de obispos grajeros para picotear en el colodrillo del jefe. Lo importante no era el perdón por “actuaciones concretas”, una frase que se niega a sí misma en tanto no concrete lo concreto; lo importante es la ridícula proporción que representa el propio Blázquez y monseñor Amigo con respecto al conjunto de la jerarquía eclesiástica.
La Conferencia Episcopal ha emprendido una campaña publicitaria en televisión en la que pide dinero con imágenes de lo que representan Blázquez y, sobre todo, el cardenal Amigo: una Iglesia que se ocupa de los desvalidos, que proporciona consuelo y paz interior, que niega la posibilidad de agredir al prójimo, de mentir, de no quererlo, de moverlo al odio, de asustarlo. El anuncio es como si toda la iglesia española fuera franciscana. Sin embargo, con el dinero que recauden a través de esa campaña tan hermosa van a financiar el sueldo de locutores incendiarios, historiadores de pacotilla, inspectores de la intimidad ajena y orgullosos defensores de sus privilegios. Son dos iglesias. La una, la de Amigo, mantiene a los fieles. La otra, la de Rouco, combate a los infieles. “El Señor no odia a nadie, porque, si no, no lo habría creado”, citó el domingo nuestro obispo en su homilía. Aún no sé si era la voz pacífica de San Francisco o el valor publicitario del perdón.
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